Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El bar Dragón

El local se inauguró en 1928 en la calle Fruela y pronto se dio a conocer en todo Oviedo

Recibo carta de la viuda de Luis Arrones Peón en la que me agradece la atención que dedico al libro de su marido «Hostelería del viejo Oviedo» en estos artículos: yo, a mi vez, estoy muy agradecido a su marido por haber escrito este libro que en muchas ocasiones me sirve de guía. Otros también acuden a su libro, según su viuda, pero no lo citan.Yo, por mi parte, no tengo inconveniente en citar y agradecer, aunque a alguno le parezca extraño, como a un compañero de carrera, que mostró su sorpresa porque había citado un artículo suyo a propósito de PalacioValdés. En fin, hay gente para todo en la viña del Señor, y más vale no darle vuelta, porque el mundo es «ansí». La viuda de Arrones comenta la conveniencia de reeditar el libro de su marido: conveniencia evidente, pero ¿dónde y quién? Tal vez elAyuntamiento de Oviedo si estuviera para estas músicas.

Mientras se reedita o no la «Hostelería del viejo Oviedo», vamos a recordar uno de los antiguos bares que en él figuran, el bar Dragón, en la calle Fruela. ¡Vaya nombrecito! El dragón es un monstruo mitológico de mucho cuidado.Yo reconozco que todavía me asusta desde que lo vi por primera vez en una ilustración de «Los Nibelungos», donde el dragón Pafnir, guardián del tesoro, inmenso, verde, con cola y escamas y lanzando fuego por las fauces, se enfrenta al gallardo héroe Sigfrido. Gracias a Dios, Sigfrido lo mata, pero desde entonces los dragones me produjeron cierta aprensión, y nunca leí tranquilamente ni «Los Nibelungos» ni «Beowulf» cuando el dragón está próximo.

El dragón evoca los grandes animales prehistóricos, por lo que es posible que todos llevemos un dragón dentro. El dios celta Cerunnus se representa con cabeza de toro, cuerpo humano, piernas de serpiente y cola de pez: confluyen en él el minotauro y el dragón, y fue antecedente de las representaciones del Diablo en la Edad Media. Más directamente, en el «Libro de los Reyes» del persa Firdusi, el dragón es identificado con las fuerzas del mal, que no otra cosa es el Diablo, mientras en el «Kalevala» es un monstruo marino, mezcla de hipopótamo y reptil, y para mayor detalle, peludo. Además de ser la representación iconográfica del Diablo, es animal heráldico: Agamenón, los vikingos y Uther Pendragón, padre del rey Arturo, lo pintaban en sus escudos respectivos, para infundir pavor al enemigo. El del escudo de Agamenón era azul, con tres cabezas.

Olao Magno describe a la serpiente marina noruega irguiéndose hacia lo alto a modo de columna que atrapa a los navíos y a los hombres y «basándose en una observación de lejanía, se estima que esta serpiente, recogida, alcanzaba los cincuenta codos». El dragón va unido a ciertas imágenes inamovibles: es un reptil, es escamoso, a veces es verde y siempre es muy grande. Por fortuna, hasta que hubo dragones, hubo siempre paladines capaces de hacerle morder el polvo: San Miguel, San Jorge, el caballero Teodoro, Beowulf y Sigfrido, entre otros, le vencieron en toda la línea. La mejor manera de destruirle es clavándole la lanza en la boca.

Se creyó en los dragones hasta la época moderna. Conrad Gesner lo incluye en su «Historia animalorum», del siglo XVI. En el siglo XX surgieron supersticiones e ideologías, pronto convertidas en supersticiones ideológicas, que dieron vida a dragones más pavorosos que los del pasado, mucho más sanguinarios, inmensos y terribles; y aunque no faltaron paladines que los derrotaran, como Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II, todavía se sigue creyendo en el dragón y hay gente decididas a asegurarle el regreso.

En Asturias, la representación del dragón es mucho más humilde. El cuélebre es un dragón devaluado y de tono menor, muy apropiado para dirigirse a él en bable. Todas las cosas que se hacen ahora en Asturias son de tono menor. El otro día, jugando con el mando del televisor (no había absolutamente ningún programa en que mereciera detenerse), vi fugazmente a Ana Cano vestida de pastora, leyendo en una lengua que es incapaz de hablar con soltura. Ni siquiera me hizo gracia: me produciría vergüenza ajena de no preguntarme quién financia esos carnavales, y con qué objeto. Desde luego, no es el cuélebre. El cuélebre tan solo es un «dragonín» de andar por casa, servicial y modesto. Digo servicial porque en otro tiempo, cuando no había mejor cosa que contar en los periódicos, o hacía tantas que no se debía ni podía siquiera aludir a ellas, en seguida aparecía el «cuélebre de Felechosa» como si fuera el monstruo del lago Ness, dispuesto a echar una mano. Hoy casi nadie se acuerda del «cuélebre», pero no por ello vaya a creerse que la reivindicación bablística sea un dragón: aunque puede llegar a serlo.

No sé si el bar Dragón tendría en cuenta tanta fábula mitología como pesa sobre el animal fantástico cuyo nombre llevaba. De hecho, no creo que nadie le llamara «cuélebre», ni siquiera por hacer un chiste. Aquella era época seria y no se confundían churras con merinas. De todos modos, llamándose Dragón, no sé si me hubiera decidido a entrar en él. Suposición por lo demás ociosa, ya que cerró el año que yo nací: en 1945. Ni siquiera coincidimos en este mundo, porque el bar cerró en marzo y yo nací en agosto. Donde sí entré alguna vez fue en la zapatería Segarra, que ocupó su lugar, en la calle Fruela. Una zapatería que olía fuertemente a cuero y que tenía fama de vender zapatos muy duros.

El bar Dragón se inauguró en 1928 y pronto se dio a conocer en todoOviedo y el resto de la provincia por tres especialidades: el vermú de excelentes soleras, las compuestas de hierbabuena y las tapas de ensaladilla rusa, que se sirvieron allí por primera vez en la ciudad. Después de la Guerra Civil, es sabido, la ensaladilla rusa se llamó ensalada nacional. Es la constante de este país: cambiar las cosas de nombre para que nada cambie. De mi infancia, cuando ya había cerrado el bar Dragón, recuerdo con nostalgia las ensaladillas rusas de Arrieta.A mi madre le encantaban.

Su decoración era muy original, estilo «renacimiento sevillano». Había dos columnas de madera tallada con capiteles suntuosos en el centro del bar y sobre la puerta de entrada y los escaparates una cristalera de colores proporcionaba fantásticas variaciones de luz al interior, que podía ser contemplado perfectamente desde la calle. En cierta ocasión que José Antonio Primo de Rivera vino a Oviedo para dar un mitin en el teatro Principado, al pasar delante del bar Dragón, creyendo que estaba en Sevilla, entró seguido de sus amigos y correligionarios a tomar unos vermús. Todavía no se había llegado a aquella situación de gravedad extremas en la que el líder falangista anunció que no volvería a comer sobre manteles ni a beber vino en tanto no se hubiera conseguido la salvación de España. Otra persona conocida que entró en el Dragón sintiéndose en Sevilla fue Gregorio Maratón.

En la parte de atrás había un altillo, lugar de reunión de diferentes tertulias y en la pared del fondo dominaba la espantable imagen de un dragón, pintado con vivos colores, rojos y verdes: el verde de las escamas y el rojo del fuego que soltaba por boca y narices, como si fuera el tragafuegos de un circo. Entre las tertulias destacaba la de viajantes del ramo del calzado, ya que el propietario del bar, Marcelino Fernández, lo era también de Calzados la Americana, en la misma calle. Todos los domingos, después del partido, los futbolistas del Real Oviedo tomaban ensaladilla rusa y compuestas de hierbabuena. Era un época feliz, en la que los futbolistas se cuidaban menos y eran menos golfos.

El jefe de barra era conocido por el nombre de Cábila, porque había estado en África, y los tres camareros se llamaban Manuel, por lo que, de acuerdo con su tamaño, uno era Manolo, otro Manolón y el tercero Manolín. Al mediodía, un organillero se situaba a la puerta del bar, daba manubrio a dos o tres canciones y acto seguido, pasaba al interior con el platillo en la mano.

El bar Dragón fue quemado en 1934 por los revolucionarios y aquello fue el principio del fin. Se quemaron las soleras, se quemaron los cristales emplomados, se volvió humo el ambiente sevillano y hasta el dragón quedó seriamente perjudicado. Aunque volvió a abrir en 1937, ya no fue lo que había sido. Por motivos comerciales derivó en la heladería, el nuevo barman no atinó en las proporciones de hierbabuena de las compuestas, y, desastre tras desastre, cerró poco antes de que yo viniera al mundo.

La Nueva España ·16 mayo 2009