Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Las Caldas

El balneario, el castillo y la iglesia de San Juan de Priorio

El concejo de Oviedo alberga restos ilustres de arquitectura utilitaria de comienzos del pasado siglo: la industrial de Trubia y la balnearia de Las Caldas. Los balnearios constituyen por sí mismos un género tanto arquitectónico como literario, aparte de que hay catadores de aguas verdaderamente expertos. Las Caldas, gracias al balneario, fue un pueblo que a mediados del siglo pasado conservaba el aire encantador de comienzos del siglo XX, y así se fue manteniendo durante años, a pesar de las consabidas modificaciones: un viejo bar que cerraba, una nueva casa que edificaban: esto era lo peor. Con su avenida de plátanos hacia el centro del pueblo, en Las Caldas se reunían el aire urbano que proporcionaba el balneario con restos rurales bien conservados. Muchas veces yo iba a Las Caldas desde Oviedo, atravesando el Cristo, o bien, y este recorrido era mucho más largo, por Soto de Ribera y Palomar, siguiendo la gran curva del Nalón. Una vez encontré a don Pedro Caravia en Las Caldas llevando un libro en la mano; venía de visitar la iglesia de San Juan de Priorio y se sintió obligado a explicar por qué llevaba el libro, ya que el estado de sus ojos apenas le permitía leer: «No crea que lo traigo para leer, porque leer en el campo es una brutalidad; pero un libro siempre acompaña».

No he vuelto a Las Caldas desde la reforma del balneario porque me aterroriza cualquier innovación: antes las novedades me inquietaban, pero ahora me dan miedo. Un miedo invencible por el porvenir de la especie humana. Sé que su interior lo ha decorado Higinio del Valle, excelente pintor, persona y amigo, salvo cuando se pone a explicar su pintura. Con el tiempo, estos murales, de los que conozco fotografías, serán valorados como los deVaquero en Grandas de Salime. La pintura de Higinio es una fiesta de color y figuras: una delicia para los ojos, aunque el pintor a veces castiga oídos ajenos, cuando teoriza. ¿Cuándo se darán cuenta los pintores y los poetas de que lo suyo es pintar y escribir, y que la teoría no vale nada ante un cuadro o un poema que nos emocionan o deslumbran?, como sucede con la pintura de Higinio del Valle. Pero no se puede explicar la emoción, basta con que el cuadro produzca su efecto.

Las Caldas se encuentra en uno de los valles más hermosos y perfectos de Asturias: no escogieron mal Ana Boto y Martín Caicoya cuando decidieron establecerse allí, aunque ahora los abrume la modernidad. Martín, mucho más «progresista» que yo toda la vida, ahora ve las orejas del lobo del «progreso». En cualquier caso, y aunque ya digo que no he entrado en Las Caldas, se perciben cambios y todo el paisaje ha sido afectado por «rotondas», esa invención diabólica que pone paréntesis a las carreteras y llena de asfalto zonas que deberían permanecer verdes.

El conjunto urbano de Las Caldas, que pertenece a la parroquia de San Juan de Priorio, es, o era, de los más encantadores de Asturias. Entrar en el pueblo era como si se detuviera el tiempo.Ya a mediados del siglo XIX el balneario era conocido y prestigioso, según anota Madoz: «También hay unos baños termales llamados Las Caldas, cuyas aguas producen muy buenos efectos en muchas enfermedades, y principalmente en los reumas; por lo mismo concurren a usarlas de varios puntos de la provincia y aun del reino. El edificio donde se toman dichos baños es cómodo y bastante capaz». Antes que el balneario ya había en Priorio un castillo gótico y el templo románico, con restos anteriores, como las saeteras de las naves con arquitos de medio punto y la pila bautismal. Francisco Monge observa en su libro «A la búsqueda del Prerrománico olvidado» que en la capilla del balneario de Las Caldas hay otra pila de agua bendita en la que advierte restos prerrománicos. Del castillo a orillas del río Nalón, como si estuviera allí para cobrar el portazgo hacia Caces, poco puede decirse, salvo que sorprende y agrada verlo erguirse con sus torrecillas detrás de los muros de la gran finca en la que se encuentra. No es exactamente gótico, sino que pertenece a un estilo arquitectónico que podríamos denominar como deWalt Disney. Es tan irreal y absurdo que da gusto verlo, y nos encanta como si estuviéramos en un cuento de hadas: sólo se espera ver caminar sobre su césped inglés bien cortado al mágico Merlin, a la doncella cautiva de blanca faz y rubias trenzas y al caballero felón que la mantiene cautiva, hosco y fanfarrón y con armadura negra. El puente sobre las aguas lentas del río conduce a Caces, y allí, donde antes nos sentíamos como en una maravillosa prolongación de Las Caldas, una rotonda disipa la magia.

Las aguas de Las Caldas fueron estudiadas y descritas por el doctor Casal en el siglo XVIII y son muy recomendables para el reumatismo crónico, las afecciones del aparato respiratorio, las alergias, las bronquitis, la gota crónica, los desarreglos menstruales, las neuritis y las neuralgias... Sobre la gota y sus tratamientos sabía mucho el humanista LuisVives, a quien Marañón dedica un estudio delicioso en «Españoles fuera de España», y Montaigne era muy perito en aguas, debido a su «mal de Pierre», que también afectaba aVives, además de la gota. Baroja, que al fin y al cabo era médico, reparó en la relación entre el artritismo y el humorismo, que afirma Marañón: «El gotoso, sensual y a la vez lleno de topes dolorosos para su sensualidad, es, en efecto, casi siempre humorista». Hubiera sido espléndido anacronismo, aunque por pocos años, que dos grandes humoristas y humanistas, Vives y Montaigne, hubieran coincidido en algún balneario europeo (Montaigne conocía bien los de Italia, Suiza y Alemania) mientras bebían agua y se consolaban del vino, al que eran buenos aficionados: Montaigne, por ser natural de la una de las mejores regiones vinícolas del mundo, y Vives, por el conocimiento de vinos que se trasluce en sus «Diálogos», obrita llena de encanto y enseñanzas.Vives diferenciaba los vinos de Italia y España de los de Francia, «que no sufren el agua», y si se mezclan ambos elementos («vino moro» se le llamaba al vino entero, porque no estaba bautizado) debe echarse primero el agua y encima el vino: exactamente como hacía Pepín Buylla en las mañanas de Casa Manolo.

Las Caldas añade a la excelencia de las aguas las excelencias del paisaje. Desde este valle se contemplan las montañas de Argame, Peñerudes, Morcín, la Mostayal y Monsacro: «En Las Caldas, el paisaje es maravilloso -escribió Azorín-; robles y manzanos cubren las laderas de las montañas con una umbría floresta, en el fondo del valle discurre lentamente el Nalón y en los picachos desnudos, acerados, de las montañas, la niebla pone sus cendales grisáceos».

El balneario «cómodo y bastante capaz» que reseña don Pascual Madoz fue adquirido en 1860 por don José González Alegre por consejo de su suegro, don Plácido Álvarez-Buylla Santín. Hasta el año 2002 fue un balneario clásico, en el que podría desarrollarse una novela psicológica o un cuento de misterio. Cuando se habla de balnearios literarios se piensa en «La montaña mágica», de Thomas Mann; también en «Tristán». El de Las Caldas fue visitado, entre otros, por Azorín, y estuvo muy vinculado a élVital Aza, sobrino de su propietario, José González Alegre, que se lo recomienda en verso al libretista Ricardo de la Vega: «Ven a Caldas de Oviedo, no discutas. / ¡Ésas sí que son aguas excelentes!».Y entre otras personalidades que se beneficiaron de esas aguas se encontraba de manera habitual don Práxedes Mateo Sagasta, para quien estaba reservada la habitación número 8 del edificio antiguo. Se sentía allí a gusto el político, porque era un balneario familiar y saludable. «Estuvo en manos de la misma familia durante 142 años y por los datos de que disponemos no procuró beneficio económico alguno -escribe Jaime Álvarez-Buylla en este periódico-. Me gustaría conocer alguna circunstancia similar en este mundo mercantilizado».

Jaime Álvarez-Buylla escribió varios artículos sobre el balneario. También me contó algunas historias que no ha escrito. Llevaban la comida de Oviedo, del bar Lisboa, donde paraban los autobuses, entre ellos el coche del balneario, mayor que un coche normal y más pequeño que un autobús, pero en cuyo interior tenía división para viajeros de primera y tercera y un espacio reservado para los equipajes y provisiones. En la visera figuraba «Las Caldas de Oviedo», en letras negras sobre fondo blanco. Para hacer las compras se desplazaba todos los días la cocinera, llamada Antonia, que no sabía leer, pero no se olvidaba de ninguno de los encargos si se los repetían dos veces. Además del balneario, había otros establecimientos hosteleros: La Vizcaína, El Peñón, La Bodega y el café El Español. Alguna vez comí en el restaurante de la plazuela frente al balneario, con seriedad antigua, aparador de madera, espejos y manteles blancos. La comida, sin alardes: también en este aspecto había seriedad. Daba gusto comer en este restaurante y salir al pasado fumando un puro. Cruzando el puente sobre el río Nalón se llegaba a un restaurante muy conocido y que por fortuna continúa abierto: Casa Luterio, de Caces. Otro día cruzaremos el puente.

La Nueva España ·30 mayo 2009