Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

«¿Francisco de Asís? Es un santo»

Francisco de Asís Fernández Junquera se dio a conocer a los 12 años en un incendiario mitin en Oviedo, en el que intervino la Policía

Cierto día de la segunda mitad del siglo pasado, en que por la Universidad de Oviedo corrían vientos levantiscos (con gran sorpresa y desesperación del rector Virgili Vinadé, que hasta tiempo antes había regido la institución universitaria más sosegada de España: tanto era así que se rumoreaba que se le haría ministro de Educación Nacional como recompensa a la gestión), apareció en el claustro del casón de la calle de San Francisco, en el que se hermanaban las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras, ésta en condición de realquilada, según la irónica queja del profesor Martínez Cachero, un personaje singular: un muchacho alto y delgado, de facciones muy acusadas, moreno de sol y viento, como quien viene de la playa en pleno invierno del Norte, y de ojos profundamente azules.

Este tipo de personaje no era habitual en las aulas; mucho menos que calzara sandalias de cuero. Ramón Pérez de Ayala señala en el prólogo a «Doña Berta», de Clarín, que el gran cambio en la Universidad de Oviedo se produjo cuando los catedráticos sustituyeron las madreñas o almadreñas, o «zapatos de palo», que caracterizaban la heterodoxa manera de calzar de los asturianos, por los chanclos Boston. Pero ir en sandalias a la Universidad a nadie se le hubiera ocurrido, por lo que hasta la estatua del fundador Valdés Salas se estremeció por lo menos tanto como el día en que los revolucionarios incrustaron un balazo en la pata trasera de su sillón frailuno. Debo advertir que en aquellos tiempos era imprescindible ir a la Universidad con americana y corbata los estudiantes y con faldas y medias las estudiantas. Yo, que suelo ir de corbata casi siempre, me presenté con Alfredo Mourenza sin ella a un examen de Formación del Espíritu Nacional, vulgo Política, esto es, una de las tres marías, junto con la religión y la gimnasia, tres asignaturas de carácter más ideológico que académico, por lo que se les concedía muy poca importancia, y el profesor, don Gerardo Turiel de Castro, no nos permitió examinarnos.

–¿De dónde vienen ustedes? -nos preguntó, airado.

–Del Naranco -contestamos.

–¿Y creen ustedes que se puede ir al Naranco antes de un examen? -nos recriminó-. ¿Y por qué vienen sin corbata?

Podíamos haberle contestado lo más lógico, que porque veníamos del Naranco, pero Mourenza, poniendo esa cara de inocente con la que le preguntaba al formidable don Cesáreo por qué Franco no era rey, dijo:

–Porque no la tengo. Si usted me da dinero para comprar una...

El profesor Turiel, que todavía no había caído del caballo, ni siquiera emprendido el viaje a Damasco, nos echó con cajas destempladas, y nosotros nos fuimos a jugar al futbolín y a beber vino al bar Azul.

Esto puede dar idea de lo que significó entrar en la Universidad de Oviedo en sandalias en los primeros años de la década de los sesenta. De manera que con Juan Reyero entró en la Universidad la modernidad... en sandalias. No sé si también llevaría barba. Entonces, llevar barba era relativamente arriesgado. Unos años más tarde hubo una manifestación en Oviedo, con más ruido que nueces, y yo me encontraba al final de la calle Uría, bajo las casas de Conde, frente a la plaza de la Escandalera, charlando con mi primo Juan Noriega, que ostentaba barba y melena rubias, de vikingo, y zapatillas deportivas para correr raudo, y en éstas arremetieron los grises, que cargaron contra el pariente, mientras a mí me ordenaban: «Circule». En cualquier caso, poco imaginaba Juan Reyero lo que estaba montando. No sólo porque abría las puertas a la nueva era a paso de sandalia, sino por lo que estaba a punto de caerle encima.

Juan Reyero era de León y no tenía la más remota idea de las revueltas universitarias. Es probable que aquélla fuera la primera ocasión en que pisaba una Universidad. ¡Y fue a hacerlo en sandalias! Reyero se había ido a Ibiza, por lo que era un «hippie», lo que suponía una superación muy estimable de los existencialistas, a los que dedicaré otro capítulo. Y entró en la Universidad de Oviedo porque había conocido en Ibiza a Alfredo Mourenza, de quien sabía que era estudiante. Y ¿dónde se encuentra a un estudiante que ha superado los estudios del Bachillerato? Naturalmente, en la Universidad. Reyero entró en la Universidad confiado y sin aprensiones, pese a ir en sandalias a la mismísima alta máter, y sin ánimo reivindicativo, como cuando el catedrático Álvaro Galmés de Fuentes se metió en el claustro a bordo de su Mercedes blanco, que había traído de Munich, como protesta porque varios furgones de los grises se encontraban aparcados en la acera de la docta casa con desprecio de las cadenas que indicaban derecho de asilo. Si Juan Reyero percibió en el ambiente del claustro algún signo de agitación o inquietud, no podré decirlo: habría que preguntárselo a él. Pero la Policía político-social enseguida percibió la presencia de Reyero, y dado que se trataba de un elemento extraño y del todo insólito en un edificio vigilado y situado, se procedió a su inmediata detención. Tal vez sospecharan el inspector Núñez Ispa y sus adláteres que se trataba de un peligroso agitador comunista que había sido delegado por el Soviet Supremo para que distribuyera consignas o los dineros del Socorro Rojo entre la estudiantina revuelta. Y si iba con barbas y sandalias era para que se le reconociera sin necesidad de contraseña: las sandalias eran la contraseña. Cosas más raras se vieron. En la obra «Murió hace quince años», de Giménez Arnau, el propio Stalin en persona encomienda a un «niño de Rusia», interpretado en la versión cinematográfica por Francisco Rabal (que por entonces, lo mismo que Marsillach y otros «progres», no tenía escrúpulos en intervenir en los más deleznables subproductos de la propaganda anticomunista), que ajuste las cuentas al delegado de sindicatos de Soria. Porque Stalin estaba en todo, sobre todo para la Policía española, de manera que no es de extrañar que Pablo Neruda mirara por las noches hacia la «lucecita del Kremlin» en busca de inspiración.

El «agitador de la sandalia», que no causó con dos sandalias menos agitación que Jasón con una, fue trasladado a la Comisaría, en la que supongo que se iniciaría un diálogo para besugos de la más elevada categoría. Porque una cuestión es que le pregunten a alguien cosas que no quiere contestar, y otra que le pregunten por asuntos que ni remotamente se le alcanzan. La Policía, con astuta técnica interrogatoria, empezó preguntándole a quién conocía; conocer a Alfredo Mourenza era muy mal asunto. Bajando las gafas de montura metálica hasta la punta de la nariz y elevando una ceja como si fuera Arturo Fernández, el inspector Núñez Ispa preguntó en voz baja, recalcando cada palabra, como había visto hacer en las películas:

–¿Conoces a Francisco de Asís?

Juan Reyero respiró aliviado. Al menos le preguntaban por alguien que no era rojo y que le sonaba el nombre. Con inocencia contestó:

–Sí, es un santo.

Y la Policía lo tomó muy a mal. El pobre Juan Reyero se había confundido, y calculo que Francisco de Asís Fernández Junquera, que era por quien le preguntaba la Policía, se hubiera indignado a su vez porque le confundieran con el Poverello, el seráfico fundador de la orden de los Franciscanos e inventor de los nacimientos.

Paco de Asís, por aquel entonces, y ya desde hacía tiempo, era una de las preocupaciones de la Policía político-social, o de «la social», que era como se la llamaba en abreviatura. Hace muchos años que no le veo, salvo de vez en cuando, en fotografía; pero verle retratado mostrando a la ciudad y al mundo la llave del PCA en las recientes discordias entre izquierdistas unidos me demuestra que sigue en la brecha, al cabo de más de cuarenta años de estar en pista. Paco de Asís era un tipo genial y fue uno de mis mejores amigos de aquellos años tan próximos y tan lejanos. De toda la gente de izquierdas que conozco de aquella época, fue el más precoz y el más disparatado. Se dio a conocer todavía de calzón corto, echando un mitin en el Instituto Alfonso II de Oviedo cuando estudiaba el Bachillerato: a lo mejor no tenía entonces 13 años. El mitin fue tan incendiario que intervino la Policía. Una de las características del franquismo era que no distinguía entre las chiquilladas y las cosas serias. Poco después se enamoró de una chica que estudiaba en las Dominicas y Paco se presentó en el colegio haciéndose pasar por periodista, con unas gafas de su padre, a las que le había quitado los cristales, y una cámara fotográfica sin carrete. Naturalmente, nueva denuncia e intervención policial. De manera que, cuando los demás todavía no teníamos carnet de identidad, Paco de Asís ya tenía ficha policial. Después fue al SUT (Servicio Universitario del Trabajo, buena escuela de estudiantes que allí se hacían izquierdistas furibundos) y se enamoró de Juana Olanda, a la que escribía poemas. Porque Paco era un buen poeta. Lo que ya no recuerdo es cómo era como pianista, pero entre sus proyectos estaba aprender a tocar el piano y a pilotar un avión para iniciar la lucha armada contra el régimen desde la sierra del Aramo. Un buen día dio taconazo, se fue de casa, dejó de estudiar Derecho y comenzó Filosofía y Letras, y se casó con Juana, dos veces en la misma semana. La primera boda fue anulada por el cura porque los contrayentes le entregaron un sobre cerrado en el que se manifestaban marxistas leninistas que tendrían hijos no para el cielo, sino para la lucha de clases. La segunda ceremonia se celebró sin más papeles que los preceptivos y bajo vigilancia policial. Volver a encontrar a Paco de Asís en «saraos» es como rejuvenecer medio siglo. Genio y figura.

La Nueva España · 11 junio 2007