Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El mejor alcalde, el Rey

Después de una temporada de horas bajas, Juan Carlos resurge como ave fénix, y en poco menos de una semana la institución real ha salido fortalecida tras visitar Ceuta y Melilla y hacer callar a Chávez

Después de haber pasado recientemente por temporada de horas bajas, a las que contribuyeron conjuntamente los separatistas, la prensa carroñera del papel «couché» y el propio Gobierno, que es, en muchos aspectos, quien más leña está arrojando al fuego de la desunión y enfrentamiento entre los españoles, resurge el Rey de España como ave fénix, en poco menos de una semana, en la que, por obra y gracia de Juan Carlos, la institución real ha salido fortalecida. Para quienes me conocen, no es un secreto que me proclamo monárquico: no dinástico, sino monárquico en el sentido de que creo, como Joseph Conrad, que cuando se reúnen muchos es imprescindible que mande uno. Uno que sobresalga de los demás: en la «Chanson de Roland» leemos que Carlomagno era tal que se notaba quien era sin necesidad de conocerle ni haberlo visto nunca. O bien, cuando Juana de Arco se presenta en la Corte del Delfín, éste, por hacer una chuscada (pues la condición real no excluye las chuscadas: se trata de dos cuestiones distintas, aunque no hay inconveniente para que coincidan en la misma persona), sienta a otro en el lugar que le correspondía a él, pero Juana distingue al primer vistazo al Delfín entre los cortesanos del montón. Naturalmente, el rey ha de ser rey, aunque ya no tenga la facultad de curar las escrófulas extendiendo las manos, como los reyes de Francia e Inglaterra, y aunque tiene razón Valle-Inclán cuando afirma que un rey constitucional debería seguir dieta vegetariana. En cualquier caso, el Rey es el Rey, y es seguro que, si Luis XVI se hubiera presentado ante las turbas investido de su majestad y no disfrazado de lacayo, no hubiera acabado en la guillotina.

Mi sentido de la Monarquía creo que está próximo al de nuestros grandes clásicos, expresado en títulos admirables, que reafirman la autoridad que no debe interferirse bajo ninguna circunstancia en el ámbito privado: del rey abajo, ninguno, y como exclama Pedro Crespo: «Al rey la hacienda y la vida se han de dar»; pero lo que es patrimonio del alma, ni es del rey ni debe dársela. De manera que el Rey es el Rey, pero con limitaciones. Uno de nuestros mayores tratadistas políticos del siglo XVII (y pongo «uno de los mayores tratadistas», y mejores prosistas, porque coincide en ese siglo con don Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián), don Diego de Saavedra Fajardo, defiende la Monarquía con limitaciones como el sistema intermedio e idóneo entre dos concepciones políticas desacreditadas y nefastas: la Monarquía absoluta y la democracia. No se olvide que en el siglo XVII (porque los políticos de esta época, desde Suárez a Zapatero, han presentado a la democracia como una especie de panacea universal, como pudieran serlo la jalea real o la lámpara de Aladino), la democracia era pura arqueología, propia de atenienses y romanos, y no volvería a reaparecer, de manera vigorosa, hasta la fundación de la nación norteamericana, a finales del siglo XVIII.

Obran en favor de la Monarquía dos ventajas del todo inaccesibles a la República: en primer lugar, la dilucidación del rey es mucho más directa y natural que la de cualquier presidente de República, el cual, al fin y al cabo, no surge del pueblo sino de los sótanos de los partidos políticos, y en segundo, el rey es educado para ser rey, mientras que el presidente de la República se habrá formado como político en componendas partidarias. Cuando menos, al sólo tener la posibilidad de ser rey el hijo del Rey, el resto de los ciudadanos quedan excluidos de la jefatura del Estado, lo que supone un evidente respiro, y más ahora que las instituciones están tan devaluadas; pienso, sin ir más lejos, en el Consejo de Estado.

Después de esta razonada declaración de monarquismo, a la que tan insidiosamente se ataca últimamente, calificándolo incluso de «franquista», como si la mayoría de los españoles no lo hubieran sido por profesión u omisión, paso a evocar al Rey y a la Reina recorriendo, entre banderas españolas y la aclamación de la multitud, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. Una reafirmación española frente al separatismo y al antiespañolismo más o menos gubernamental. Pues, aunque actualmente a todas horas se dice «gobierno de España» y se han desempolvado las banderas, no creo que se pueda disimular el antiespañolismo predominante durante estos últimos tres años, y los desplantes no sólo a la bandera de las barras y estrellas sino a la bandera roja y gualda», en alguna ocasión recuerdo haber visto a Zapatero y a Moratinos diciéndose chirigotas mientras la izaban, y durante los mencionados tres años, en el mejor de los casos, la bandera española parecía tener rango inferior a las de Vasconia y Cataluña, y aún al pañuelo de lunares de los fedayines; y no fueron separatistas, sino también algunos socialistas, los alcaldes que se negaron a hacerlas ondear en las fachadas de sus ayuntamientos.

Pero yo creo que cuando el Rey caló más hondo, al menos entre los españoles que a pesar de los pesares mantienen un poco de dignidad, fue haciendo callar al impresentable coronel Chávez. Al Rey se le dan muy bien meter en cintura a este tipo de energúmenos: después de haber desmontado a los golpistas del «tejerazo», ahora pone en su sitio al dictador de Venezuela. Magnífico por el Rey y no tan magnífico por el señor Zapatero, quien, con su poquedad y su irresponsable deriva en materia diplomática, ha colocado por los suelos el prestigio internacional de España. Enfrentado a los EE UU y al presidente Bush, el cual ostensiblemente le ignora; creyéndose apoyado en Francia y Alemania, hasta que las cosas cambiaron en ambos países, porque decidido a gobernar mil años, Zapatero parece haber olvidado de que unos de los fundamentos de la democracia es el cambio de gobernantes, y donde antes estaba el dudoso amigo Chirac, ahora está Sarkozy, y en Alemania gobierna la señora Merkel, una «política sin futuro», como se sabe. Y después de haber apostado por el moro, las relaciones con Marruecos no son precisamente estimulantes, y en lo que se refiere a los «amigos neutrales» como Evo o Chávez, nos han tomado por el pito del sereno hasta que el Rey de España, en un gesto de dignidad y de autoridad, mandó callar al dictador venezolano. Lo que no es argumento que deje muy bien parado el «talante» y el «diálogo» sobre los que Zapatero fundamentó, a su llegada al poder en el tren de Atocha, su ideología política. Como dice, y bien dice, Gustavo Bueno, donde no es posible el diálogo, no se debe dialogar. Si alguien insulta y amenaza, la única solución es romper el diálogo porque no hay diálogo: como el Rey hizo con Chávez.

El insulto y la amenaza son los grandes recursos de los regímenes dictatoriales totalitarios.

La Nueva España · 19 noviembre 2007