Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los sindicalistas

UGT era un sindicato minoritario en relación con CC OO y en aquellos tiempos en España y en Polonia había el sindicalismo más duro, luchador y valeroso de Europa

Juan Cueto solía decir en la transición que en España había el mejor sindicalismo del mundo, pero que no tardarían en yugularlo

Durante mucho tiempo, la única resistencia socialista al franquismo fue de carácter sindical. Lo que tenía un mérito enorme, no sólo porque UGT era un sindicato minoritario en relación con CC OO, sino porque en aquellos tiempos en España y en Polonia había el sindicalismo más duro, luchador y valeroso de Europa, sólo que al polaco no se le reconocía en las democracias libres ni en la propia España, porque los sindicalistas españoles se enfrentaban a una dictadura reaccionaria en tanto que los polacos lo hacían a una dictadura socialista, matiz que, por ejemplo, captó muy bien Juan Benet en un artículo verdaderamente desafortunado (sin duda, el más desafortunado de todos los suyos, y yo, que fui amigo suyo y le estimo como escritor, lamento que lo haya escrito y así se lo hice saber en alguna ocasión), en el que denominaba a Lech Walesa «absentista laboral» y pedía más campo de concentración para Alexander Soljenistsin, un esforzado y valiente luchador por la libertad y el mejor escritor en la lengua rusa del siglo XX (lo que fue reconocido por alguien tan poco sospechoso de complacencia hacia él como Pablo Neruda). Un artículo de Benet, en fin, delator y rencoroso, absolutamente deleznable, indigno de un escritor de su talla.

En España, en cambio, los sindicalistas estaban mucho mejor vistos por «progres» como Benet, aunque, es obvio, no estaban dispuestos a mezclarse en sus luchas, salvo en algunos casos como el de Luis Martín Santos, el autor de «Tiempo de silencio», que ingresó en las organizaciones socialistas en tiempos verdaderamente difíciles, que tienen poco que ver con la época a la que me estoy refiriendo.

Marcelino Camacho, por ejemplo, era un héroe a quien José Luis Garci sacaba en «Asignatura pendiente», una película muy representativa de aquella época, como un sindicalista en la cárcel a quien todos llamaban «el obrero de acero inoxidable», y cuyos feos jerséis de cremallera, llamados «camachos», a punto estuvieron de ocupar en invierno el lugar de las camisetas con la vera efigie de Ché Guevara como si fueran el lienzo de una Verónica laica. Por fortuna, tal moda no prosperó, aunque sigue floreciente la no menos perniciosa de las camisetonas.

El sindicalismo en España era combativo, sus dirigentes estaban preparados y hacía falta valor para enfrentarse a un régimen que si bien no llegaba a las exageraciones del hitlerismo, tal como pretenden los que ahora lo insultan a toro pasado, era represor y malintencionado.

Juan Cueto solía decir, cuando la transición ya estaba en marcha, que en España había el mejor sindicalismo del mundo pero que no tardarían en yugularlo y corromperlo, haciendo a sus dirigentes senadores y diputados: una astuta y placentera manera de cortarles las uñas.

Por este motivo, la transición, queridos lectores, no habrá terminado mientras dos sindicalistas de la raza de Cándido y Morala no sólo hayan estado en la cárcel, sino que continúen en riesgo de regresar a ella; y no habrá terminado tampoco mientras el represor que los mandó encerrar continúe ocupando su alto cargo, aupado por un partido que se dice democrático.

Redondo, Cándido, Morala y otros sindicalistas de su línea, que algunos consideran «dura», pero cuando se trata de luchar por «las cosas evidentes» el sindicalista no se puede andar con componendas, siguen en la brecha como continuadores de aquel sindicalismo, asimismo duro y valeroso, que se enfrentó al franquismo, y lamentablemente, ya que estamos en una democracia, los reprimen y persiguen los mismos que hace treinta años podían haber sido franquistas. O mientras Juan Vega haya sido agredido salvajemente por pretender ejercer esa consecuencia de la libertad de expresión que es la libertad de información.

No menciono el caso del cronista oficial vengativamente acosado por un Ayuntamiento porque el caso, al lado de los de Morala, Cándido y Juan Vega, es una nimiedad, aunque no deja de ser representativo de un sistema represivo y vengativo contra los ciudadanos disidentes que en los mejores días de la transición hubiera sido inconcebible o, sencillamente, no se hubiera permitido.

En aquellos días de la transición, dentro del PSOE, los viejos militantes se reconocían mucho más en el discurso de Alfonso Guerra que en el de Felipe González, que consideraban un tanto «combayón», y así Encarna, que en materia política siempre se expresaba con mayor contundencia que Marcelo, solía decir que si las cosas llegaban a volver a estar muy mal, siempre les quedaría Alfonso Guerra.

Asimismo, en estos días de consumismo delirante, Cándido y Morala representaban aquel bravo y honesto sindicalismo que hizo posible la transición con mucha mayor decisión y eficacia que los políticos alevines, que ya por entonces estaban dispuestos a convertirse en políticos profesionales.

Por este motivo, Cándido y Morala entraron en la cárcel, y sólo cabe esperar que esta democracia, si verdaderamente es tan «demócrata» como pretende Zapatero, no permita que vuelvan a ella. Porque un Estado que persigue a los sindicalistas o reprime, a palos (como en el caso extremo de Juan Vega) o con represalias más o menos ridículas, pero represalias al fin y al cabo, a personas independientes, dista mucho de ser una democracia: ni siquiera llega a «democracia bananera».

La primera impresión que produce Morala es de bondad, y Cándido, de firmeza. Son dos hombres en quienes se puede confiar, como el de aquel cuento memorable de Jack London (un escritor, por cierto, que conoció las luchas sindicales en Norteamérica). Redondo, por su parte, es un hombre de ideas firmes que posee una de las cualidades esenciales del líder: sabe distinguir entre lo fundamental y lo accesorio. Y produce por lo demás una irremediable ternura cuando se le ve preocupado por el estado de salud de su mujer, y consolándose al cabo cuando dice en voz baja: «Es una mujer fuerte». Por fortuna, su mujer ha mejorado: me lo confirmó Morala el otro día.

Las figuras políticas más importantes de la transición en Asturias fueron sindicalistas: ellos también estaban en el tajo de la política mientras los demás hacían «política de salón». Entre otros, el gran Antón Saavedra, Manuel Nevado, Eduardo Donaire, Lito, Gutiérrez Solís, y el más importante de todos, Juan Muñiz Zapico, «Juanín».

¿Podríamos imaginar la política errática del PC, que se acabó degradando hasta la cursilería de un Valledor, el arrastramiento al partido que manda de un Llamazares o el simple matonismo en algunos casos lamentables, si Juanín no hubiera muerto un triste día de enero en un trágico accidente en el Huerna, al que por ese motivo increparon los cantautores de la época? Imaginamos que, cuando menos, y a pesar de los descalabros electorales, no habría perdido tanto el rumbo el gran partido de la lucha antifranquista.

Juanín, que desde el sindicalismo parecía que iba a tomar posiciones en la política, era un político realista, con un realismo aprendido en el sindicalismo, que es un movimiento que por necesidad no puede renunciar al realismo. El PC, con sus dirigentes muertos o tránsfugas, derivó hacia el folclorismo de Valledor, el discurso ridículo de Llamazares, que más parece el de un «progre» de manual que el de un verdadero comunista, o el caudillismo de muy corto aliento de iluminados como Francisco de Asís. El hecho de que dos militantes históricos como Laso y Nebot (el admirable Laso, que entregó toda su vida al partido a cambio de nada) hayan quedado fuera de la política es por sí mismo sonrojante.

La muerte de Juanín fue una gran pérdida para Asturias. También lo fue, aunque en menor medida, por haberse producido en otra época, menos crucial, la de Manuel Nevado. Y nada digamos de la demonización de Antón Saavedra, sólo porque se atrevió a decir la verdad. Porque a Saavedra nadie le cerró la boca. Recuerdo un mitin en Mieres en el que Nicolás Redondo le pidió que se calmara y él apartó al dirigente de la UGT de un manotazo.

Por aquellos tiempos venía por Asturias un gran sindicalista vasco, Eduardo Albizu, grande y tranquilo. Y empezaba Lito, que es y sigue siendo una de las figuras centrales del sindicalismo asturiano, prudente, inteligente y discreto, sin pretensiones de protagonismo, porque en Asturias se daba la curiosa circunstancia de que una sección de la UGT, el SOMA, tenía mayor fuerza que el propio sindicato.

Como figura histórica de la transición, Lito merece una atención que de momento no se le ha prestado. El sindicalismo, como bien preveía Cueto, no tardó en ponerse de capa caída, y la puntilla fue cuando José Ángel Villa cedió ante Areces, hábil político, sí señores, en parte porque el todopoderoso SOMA-UGT pasaba a convertirse en sección de industrias químicas. Ahora el sindicalismo lo representaban Redondo, Cándido, Morala, entre otros, porque, como escribió Dürremmatt, «todavía hay que seguir luchando por las cosas evidentes».

La Nueva España · 3 diciembre 2007