Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los cineclubes (II)

Con su profusión y con la carga ideológica de las películas, el franquismo perdió su primera batalla. Los coloquios posteriores, pesados y pedantes. Las visitas a Oviedo del catalán Pere I. Fages y sus cintas prohibidas

Decía mi inolvidable amigo Santiago Melón, que por algo era un sabio, que la gente había encontrado en el ejercicio de la política un excelente pretexto para no estar en casa. Había reuniones a todas horas, y todo el mundo que se las daba de importante: si se le llamaba por teléfono, siempre estaba reunido. De manera que muchos pagaban a las secretarias para que repitieran con imperturbable eficacia que aquél por el que se preguntaba «estaba reunido». Con el tiempo y el asentamiento de la democracia, muchos hicieron de «estar reunidos» su medio de vida. De ahí, tantos políticos profesionales como hay ahora.

Antes de que «estar reunido» se convirtiera en un estimable «modus vivendi», la aguerrida «progresía» de los tiempos pretransicionales se iba a sufrir a los cineclubes. No sólo se sufría durante las proyecciones de las películas, por lo general plúmbeas y en blanco y negro, sino durante los coloquios que inevitablemente las sucedían y, las más de las veces, doblaban el tiempo que había durado la proyección de la película. De manera que durante el tramo final del «régimen anterior» los opositores al mismo iban a las sesiones de los cineclubes para no leer.

Por la gente que recuerdo de aquella época, puedo afirmar que en los caldos de cultivo de la oposición política se leía más bien poco. Ideólogos marxistas se contentaban con resúmenes muy elementales. Otros de mayores ambiciones leían refutaciones del marxismo, esperando hacerse marxistas por el procedimiento de aceptar por bueno aquello que se refutaba. Lo curioso es que estos marxistas improvisados y en la mayoría de los casos nebulosos, eran capaces de ir a la cárcel por algunas vaguedades que tan sólo habían intuido vagamente.

El cine de los años sesenta vino a alimentar aquella necesidad de cierta base ideológica. Hasta entonces, el cine era considerado como una diversión sin mayores pretensiones, y los intelectuales serios lo juzgaban con el máximo desprecio. Pero en los primeros años sesenta, y no sin esfuerzo, el cine pasó de ser entretenimiento a convertirse en una actividad de carácter intelectual, que en muchos casos suplía a los libros y ahorraba a los espectadores el nefasto vicio de leer. Gracias a los cineclubes, el cine empezó a ser reconocido como el séptimo arte. Con la profusión de cineclubes y con la carga ideológica de las películas, el franquismo perdió su primera batalla, tal vez la decisiva.

Ya he citado en el artículo anterior los cineclubes de Oviedo de la época: el Agora Foto CineClub, que no estaba politizado; los de la Alianza Francesa y el Ateneo, que a veces se politizaban un poco, y el cineclub universitario, que llegó a politizarse muchísimo, en parte a causa de la cabezonería y burricie de los jerarcas del SEU, el sindicato único de los estudiantes. Los cineclubes burgueses, por así decirlo, incorporación a jóvenes «inquietos», de acuerdo con la terminología del momento: Juan Cueto dirigía las actividades culturales de la Alianza Francesa; yo formé parte de la directiva del Ateneo de Oviedo, y Ávila entró en la directiva del Agora, también con el propósito de renovarlo, y la primera medida que tomó fue organizar bailes los sábados en los locales de la calle Santa Susana para sanear la economía de la institución.

Para ser miembro del cineclub (cualquiera que fuese) había que pagar una cuota, que daba derecho a asistir a las proyecciones en los locales propios (más bien escasas) y a las sesiones de los domingos por la mañana en el Real Cinema, que tenían creciente éxito. Del mismo modo que a los socios se les exigía estar al día en el pago de las cuotas, a las películas programadas se les exigía que fueran «de calidad». Por lo general, se rechazaban las películas en Technicolor y también las interpretadas por las grandes estrellas de Hollywood. Las nacionalidades que más se valoraban eran las de todos los países del otro lado del «Telón de Acero» capaces de producir películas, y seguidamente, las italianas, las francesas y, después de la fulgurante aparición de Bergman con «El séptimo sello», las suecas. En cambio, las películas norteamericanas, que siempre fueron las mejores del mundo, eran desdeñosamente rechazadas. Gracias a este tipo de películas, el cine fue adquiriendo consideración «intelectual». Porque, hasta entonces, de nuestros maestros sólo don Pedro Caravia nos escuchaba cuando le hablábamos de cine.

Los coloquios que sucedían a las películas eran tan pesados y pedantes como las propias películas. Se hablaba sin parar, repitiendo lo de «fondo» y «forma», y al cabo no se decía nada, pero se creía que se había dicho muchísimo. Una película que causó un estupor próximo al escándalo fue «El año pasado en Marienbad», de Resnais, en la que aparecía un actor, Sacha Pitöeff, que se parecía a Julio Ruymal, el cual había intervenido en la escena de la boda de «Cariño mío» haciendo de anarquista que lanzaba una bomba. «El séptimo sello» de Bergman resultó más digerible. Yo la vi en el cine Aramo el mismo día que doña Carmen Polo y doña Ramona Bustelo, por lo que se había formado una barrera de policías y una hilera de butacas vacías entre el público común y las egregias damas. Por lo demás, la película se vio igual que otros días: lo confirmo, por que la vi al menos otra vez.

Las sesiones de los cineclubes no se limitaban al ámbito universitario y más o menos burgués. También nos desplazábamos a las cuencas mineras a dar charlas sobre cine a un público fervoroso, pero que seguramente prefería que le hablaran de otras cosas. Una vez Juan Cueto dio una charla en La Felguera. Al coloquio, se levantó un minero muy grande y le preguntó: «¿Cómo se llama aquella película en la que están unos escondidos en una buhardilla y vienen los nazis y los trinchan?». Cueto no supo así de pronto qué contestar y el hombretón se volvió a la concurrencia haciendo el gesto de: «¿Veis? No sabe nada».

Especial encanto tenían las visitas a Oviedo, ya en época más recientes, del cineclubista Pere I. Fages, un catalán gordo que siempre viajaba con un maletín que contenía películas prohibidas. Fages cenaba copiosamente crema de nécoras y escalopines al tío Pepe, y después Enrique García organizaba la proyección del material del maletín en la sala privada de la empresa Mier, en la avenida de Galicia. Se entraba por las oficinas de la empresa, desde las que se subía al piso superior por una escalera de caracol hasta una sala con su pantalla y una docena de butacas, más o menos. A las sesiones, siempre nocturnas, se asistía por estricta invitación oral, e ir a ellas era tan exclusivo, en el ámbito de la «progresía» y gente culta, como ir a Madrid en el coche de don Pedro Masaveu en otro ambiente.

Invariablemente, la sesión constaba de dos películas: primero «El acorazado Potenkim», de S. M. Eisenstein, una especie de «buque insignia» del cine soviético y, como número fuerte, «Viridiana», de Luis Buñuel, película prohibida a raíz de una crítica adversa aparecida en «L'Osservatore Romano», que reprochaba a «la católica España» que patrocinara películas tan antirreligiosas como aquélla, por lo que la película, producida con capital español y acaso con alguna aportación oficial, desapareció burocráticamente, ya que un celoso funcionario del Ministerio de Información y Turismo destruyó toda la documentación referida a ella. «Viridiana», qué quieren que les diga, era una película más bien reaccionaria, como el mejor cine del bueno de don Luis Buñuel, pero por aquel entonces el director aragonés había ganado fama de republicano, exiliado y amigo de García Lorca, además de institucionista, y aquellos eran prestigios muy sólidos como para que se le pusiera en duda, tanto desde la trinchera de la «progresía» como desde la del franquismo, sin que unos ni otros se enteraran de qué iba el filme, aunque el sector franquista lo condenaba en primer lugar porque lo había condenado el Vaticano, y en segundo porque unos mendigos borrachos aparecían en una escena distribuidos como los componentes de «La Última Cena», de Leonardo da Vinci. En los intermedios, se hablaba de la película y, si había algún médico entre los asistentes, diagnosticaba basándose en las fotografías y en los «No-Do» que a Franco le quedaban tres cortes de pelo a lo sumo.

Fages nos sorprendió a todos cuando se vio implicado en una conspiración contra el régimen y, al ir a buscarle la Policía para detenerle, escapó por una ventana y no paró hasta llegar a Chile, donde ocupó un alto cargo en la cinematografía de Allende. Al producirse el golpe de Estado de Pinochet, volvió a escapar, tengo entendido que esta vez se marchó a París, a ver películas en la Cinemateca de Henri Langlois. Evidentemente, se trataba de un Pimpinela Escarlata rojo además de escarlata, cinéfilo y obeso: un personaje memorable.

Posteriormente, las sesiones privadas se hacían en los multicines Clarín, después de terminados los pases ordinarios. Así que empezaban a verse las películas a partir de las dos de la madrugada y durante las proyecciones se fumaba y se bebían copas. Ya no era obligatorio ver «El acorazado Potenkim» ni «Viridiana», sino películas clásicas como «Cayo Largo», de John Huston, o modernas como «El fantasma de la ópera», de Brian de Palma. Me acuerdo de «Tener o no tener» porque la vimos la noche de la salida de Suárez del Gobierno: pero ésta es otra historia.

La Nueva España · 21 enero 2008