Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Gustavo Bueno
en la Universidad de Oviedo (II)

Casi medio siglo de permanencia en Asturias y de apasionada actividad intelectual y emocional lo ha convertido en un asturiano indispensable e ilustre

Gustavo Bueno Martínez nació en Santo Domingo de la Calzada en el año 1924 y cursó los estudios de Filosofía y Letras en las universidades de Zaragoza y de Madrid. Después de hacer su tesis de doctorado, obtiene en 1949 la cátedra de Filosofía en el Instituto Lucía Medrano de Salamanca, ciudad en la que permanece hasta que en 1960 obtiene la cátedra de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos en la Universidad de Oviedo. Casi medio siglo de permanencia en Asturias, de apasionada actividad intelectual y emocional asturiana ha convertido a Gustavo Bueno en un asturiano indispensable e ilustre. Repito lo que ya afirmé en el artículo anterior: el último medio siglo de historia asturiana no se explica si no se tiene en cuenta el paso de Gustavo Bueno por su Universidad. Este riojano, que jamás renunció a sus raíces, ha sabido encajar muy bien en todos los lugares donde ha vivido: en Salamanca conoció a Carmen. También en Salamanca conoció al obispo de la diócesis, el asturiano Barbado Viejo, e hizo tanta amistad con él que, siendo ambos grandes aficionados a la música, Gustavo Bueno iba a tocar el piano al Palacio Episcopal. Gustavo Bueno apreciaba a Barbado Viejo como filósofo, y esto, que puede parecer extraño a quien no conozca a Bueno, es completamente coherente con su concepción de la filosofía que exige como paso previo una técnica filosófica, y en un sentido escolar, el silogismo escolástico es un instrumento insustituible. Cuando se entra en la Universidad, por lo general, se comporta uno como un joven petulante y pedante, que cree que porque ha leído un par de libros de Sartre y algún artículo de Merleau-Ponty publicado en «Temps Modernes» lo sabe todo, y por eso Gustavo Bueno descolocaba nuestra pedantería suficiente explicándonos la silogística escolástica, algo que yo creía que había dejado atrás en el Colegio de los Dominicos, en el quinto curso de Bachillerato. Y al año siguiente nos bombardeó con lógica matemática, algo todavía más temible, ya que yo esperaba haber perdido las matemáticas de vista para siempre después de la reválida de cuarto. En fin, cosas que yo al principio no comprendía por qué nos las explicaba un profesor que venía precedido de fama de ser muy de izquierdas y también de ser muy «hueso». Lo segundo me preocupaba bastante menos, que no empezara a explicar marxismo a palo seco o que no nos echara un mitin en cada clase y no las acabara gritando: «A las barricadas, a los parapetos».

Le recuerdo entrando en el aula, apresurado, con el abrigo Loden gris, el pitillo en la boca y en la mano una grande y abultada cartera. Con prisas subía a la tarima, dejaba la cartera sobre la mesa y empezaba a explicar, sin concederse ni concedernos un segundo de descanso, el pitillo en la boca, el pelo revuelto, la voz afanosa y un gesto hacia arriba de las manos como si le faltara aire. No se alarmen cuando vean a Gustavo Bueno en cualquiera de sus intervenciones públicas abriendo la boca como si le faltara aire: ya le ocurría lo mismo hace casi medio siglo, y es que explicaba con tal pasión que no se permitía perder el tiempo ni para respirar. A veces, la ceniza del cigarrillo le caía sobre el abrigo, pero, como era gris, le daba igual. Y si fuera blanco, también le daría lo mismo. Cuando Juanín y Pachu asomaban la cabeza para anunciar: «Señor profesor, la hora», él seguía explicando, explicando y explicando, algunas veces hasta que se presentaba a la puerta del aula el siguiente profesor.

Lo llamábamos don Gustavo, y yo se lo sigo llamando al cabo de casi medio siglo. Los que lo llaman Bueno seguramente son de otra época. Y despertaba pasiones entre sus alumnos, también odios africanos. Cierto día me confió Paco Fierro: «Si tuviera que dar la vida por alguien, la daría por don Gustavo». Nunca había oído nada semejante ni lo volvería a oír hasta que en una de las reuniones previas del PPRA (Partido Progresista y Regionalista Asturiano, ahí es nada) la princesa de Asturias, doña Amelia Valcárcel y Bernaldo de Quirós, exaltándose en medio de un discurso sobre estatutos, o quizá porque había oído sonar una gaita, quién sabe, expresó solemnemente que si se diera el caso de que tuviera que dar la vida, la daría por Asturias, y en ese caso exigía que la envolvieran en la bandera asturiana.

Como me entró la risa, Ramón Cavanilles Navia Osorio, el lord protector (como lo llamaba Juan Luis Vigil), me lanzó una mirada fulminante. Toda aquella gente tenía unos apellidos imponentes, como se habrá observado.

Las clases de Gustavo Bueno eran terribles. Las daba en el aula Clarín, la mayor del viejo casón de la calle San Francisco, porque el año anterior había suspendido como quien tala y había muchos alumnos repetidores. Había un par de cristales rotos y poco presupuesto para calefacción, por lo que Gustavo Bueno hablaba, hablaba y hablaba sin quitarse el abrigo. Hablaba como hasta entonces yo no había escuchado hablar a nadie, como alguien que tiene muchas cosas que decir y tan sólo tres cuartos de hora para explicarlas. Aquel curso dedicó dos trimestres a explicar a los presocráticos y el tercero a Locke. Pero hablar de los presocráticos o de Locke era un pretexto para hacer un recorrido por la historia de la filosofía. Aquel método en apariencia era caótico, pero su coherencia interna se evidenciaba al final. No, no nos habíamos quedado en Anaximandro, Heráclito o Parménides, también salimos de aquel curso con ideas muy claras sobre Platón y Aristóteles. Y, sobre todo, yo al menos salí con el convencimiento de que en los presocráticos se encuentra formulada toda la filosofía posterior: de que toda la filosofía posterior es un comentario a las conclusiones de aquellos hombres que miraban por primera vez el mundo, cuando el mundo era joven.

Yo, la verdad, no esperaba aquello. Esperaba más Sartre, más Marx. O bien, como decía don Pedro Caravia, un curso sobre Dilthey, ya que la mayoría de los que nos sentábamos en aquella aula nos dedicaríamos a estudios literarios. Pero aprendimos aquel curso mucho sobre filosofía en general por la vía de los presocráticos, y al curso siguiente bastante menos de lógica matemática, yo al menos.

Debido a su tecnicismo, corría la especie de que don Gustavo aborrecía la literatura y el arte. Por eso, para muchos fue una sorpresa no sólo su sensibilidad musical, sino que fuera un excelente pianista. En cuanto a los poetas, solía ponerse en la línea de Platón, y si bien no proponía que fueran expulsados de la República, les achacaba ser muy derrochadores de papel, porque nunca escribían líneas completas. No obstante, Platón escribía con la calidad de un poeta, y don Gustavo una vez me confió que claro que le gustaba la poesía, pero la de poetas como Horacio, no la de cualquier cantamañanas (y hubo grandes cantamañanas bajo etiquetas de poetas, aunque figuren en antologías). Hace ya muchos años escribió un ensayo breve titulado «Poetizar», donde aborda el hecho poético tal como posteriormente plantearía las cuestiones concretas que lo llevaron a escribir sus libros recientes; evidentemente, argumentaba don Gustavo, si «poetizar» significa algo, debemos saber ante todo qué significa. Su preocupación de siempre fue fijar la concreción de las palabras, porque una palabra significa una cosa y no otra, no se le puede dar otro sentido que el que tiene. La primera ocupación del filósofo es definir el sentido de cada palabra. Que cada palabra signifique lo que tiene que significar.

Y mientras nos enseñaba cosas elementales, pero que iban a servirnos para toda la vida, era un hombre comprometido políticamente que jamás descuidó su cátedra ni se permitió desde ella el menor asomo de demagogia ni faltó un solo día a clase: lo recuerdo con un gran flemón que lo obligaba a llevar media cara sin afeitar. Cuando había «encerrona», su despacho estaba permanentemente abierto, y él se quedaba (también Cachero) hasta que el último alumno había abandonado la Universidad bajo la mirada de los «grises», que nos observaban con ganas de saltar sobre nosotros desde la esquina del Florida. Una vez lo vi abrir la cartera y dar cinco mil pesetas para Fusoa: «Que no se entere Carmen...». Y recuperó para la Universidad al etnólogo Ramón Valdés de Toro, que estaba en el Instituto Laboral de Tapia de Casariego. Y porque nunca eludió lo que debía decir, un día le echaron encima un bote de pintura y otro le quemaron el coche. Así pagó su compromiso inflexible un catedrático de Universidad que verdaderamente dio la cara.

La Nueva España · 29 diciembre 2008