Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La espicha de Barredos

Los veteranos y las Juventudes Socialistas se disputaron a Felipe González en el encuentro de 1976 en la localidad lavianesa, en el que él se fotografió haciendo que tocaba la gaita

La espicha organizada en Barredos el 29 de mayo de 1976 por la sección del PSOE de esa localidad de Laviana (una de las más activas del socialismo asturiano por aquella época) presentaba en sociedad al abogado sevillano Felipe González Márquez, que algunos todavía llamaban «Isidoro» (¿por el santo enciclopédico sevillano?), aunque, verdaderamente, aquel nombre de guerra nunca tuvo mucho sentido ni fue necesario, porque en los tiempos en que empezaba a brillar la estrella de Felipe los socialistas ya no luchaban en la clandestinidad. Mas la espicha, muy bien organizada en el aspecto gastronómico, no lo estuvo tanto en el político, ya que los organizadores, por resabios clandestinos, sólo invitaron a personas de confianza, socialistas o afines, dejando al margen de aquel acto a muchas personas de la oposición que empezaba a organizarse y que se hubieran sumado a él.

González no era un desconocido en esta zona profunda de la cuenca del Nalón, a la que había acudido en alguna ocasión anterior, siendo la más recordada una especie de cursillo que dieron él y Alfonso Guerra en la cabaña de Adenso, muy cerca del pozo Funeres, en Peñamayor; también los acompañó esos días Carmen Romero, esposa de González, e incluso se rumoreaba que durante los ocios nocturnos en la cabaña el joven matrimonio le escribió una carta a la cigüeña, que, como es sabido, antes vivía en París: hecho que fue enérgicamente negado por Paulino García, el zapatero de Barredos y el alma del movimiento socialista allí. Fuera o no cierto que el líder cumplía el débito matrimonial durante su estancia en Peña Mayor, lo cierto es que se procuraba presentarle entre las féminas del partido, de forma algo tímida, por lo demás, como una suerte de atleta sexual, en tanto que la otra cara de su moneda, Alfonso Guerra, presumía abiertamente de tener tantas mujeres como rey moro. Ya entonces, por la vía del sexo, los socialistas de las nuevas hornadas pretendían arreglarle las cuentas a la Iglesia católica, siguiendo el modelo de Guerra, en tanto que reservaban el de González para unas concepciones más convencionales. Un activo socialista de aquella época, Agustín Tomé, me confió maravillado que «Felipe era un follador nato».

La cuenca del Nalón, más allá de las grandes poblaciones fabriles de Sama y La Felguera, que aún conservaba rescoldos de su pasado cenetista, estaba punteada por las figuras de socialistas ejemplares o épicos: Pepe Llagos y Cayo en El Entrego, Sergio en San Vicente, Paulino en Barredos, Emilio Barbón en Pola de Laviana. Barredos era una gran referencia del socialismo asturiano de aquella época, y uno de los pueblos más politizados de Asturias, porque sus vecinos los que no eran ugetistas eran de CC OO. Dentro del socialismo, del que era alma y motor Paulino García, zapatero remendón, promotor de la peña bolística, hombre humilde y siempre disponible, uno de los socialistas más bondadosos y entregados a la causa que he conocido, había personajes de mucha categoría humana, como Mariano el Marqués o Susi, pequeño y descolorido, siempre vestido de gris y con barbita grisácea, y la estrella de David en la solapa, peluquero en la Pola, o Amor, una muchacha guapa, muy seria y muy trabajadora, y otros que lamento no recordar o no haber conocido. Mariano el Marqués, locuaz y magnífico, me contaba historias del maquis. Cuando la brigadilla abatió a varios guerrilleros en una cueva de la peña del Cucuruxu, en Peñamayor, le llevaron a él y a otros muchachos de su edad para que ayudaran al traslado de los cadáveres. Mariano, curioseando por la cueva, encontró una pistola debajo de una colchoneta y la guardó en el bolsillo: nadie preguntó por ella, pero considerándola una pertenencia peligrosa, al cabo de unos días la tiró al río.

Barredos, en la margen derecha del río Nalón, es el pórtico de Pola de Laviana. Hace muchos años pasaba por sus aceras un trenillo carbonero que iba de El Entrego a Pola de Laviana; en cierta ocasión Chichi Roca y yo fuimos a verlo, porque habíamos leído en el periódico que lo cerrarían próximamente, y la Policía nos detuvo en Barredos. De aquélla la Policía estaba obsesionada por impedir unos imaginarios contactos entre la Universidad y las minas, pero nosotros entonces nos teníamos idea de esas cuestiones, por lo que tal vez nos detuvieron por pirar las clases. También era Barredos la entrada a Peñamayor por La Faya de los Lobos. El pueblo es amplio, con construcciones de los años cincuenta y zonas ajardinadas, pero la calle que conduce a la montaña tenía sabor de otro tiempo, con casas alineadas de dos pisos y las fachadas ennegrecidas por el polvo del carbón. En esta calle se encontraba, por así decirlo, el cogollo socialista: la zapatería de Paulino García, y detrás, sobre un peñasco, la antigua Casa del Pueblo, y dos o tres casas más allá, un bar que era de militantes del partido, y en la acera de enfrente el bar Casorra, con el comedor en una galería de madera sobre el río, y la cocina, muy buena: solían servir unos huevos encapotados perfectamente hechos, manteniendo la yema como si estuvieran fritos. Paulino se pasaba en día en la zapatería, arreglando zapatos, y en una trastienda muy reducida tenía una pequeña biblioteca y montones de pasquines y prensa clandestina; también tenía las llaves de la Casa del Pueblo y de la cabaña de Peñamayor. La Casa del Pueblo de Barredos era una de las grandes reliquias del socialismo de la comarca, junto con la bandera de Canzana, bordada a finales del siglo XIX, la más antigua de Asturias, que había estado escondida durante los años de la dictadura debajo de un tiesto, como si fuera un carné de antes de la guerra o una pistola del alijo del «Turquesa». La bandera de Canzana sólo ondeaba en ocasiones excepcionales y era motivo de orgullo poseerla para la gente de aquella agrupación. Hoy, con el triunfo del socialismo posmoderno, acaso se hayan olvidado de ella.

La vieja Casa del Pueblo de Barredos era oscura y pobre. La acababan de comprar entre todos, por lo que volvía a ser propiedad de los socialistas. Había una sala de reuniones muy limpia, presidida por un retrato de Pablo Iglesias y dos pósteres, uno del Che y otro de Fidel. «Cosas de los chavales», se disculpaba Paulino; mas otro militante añadía que «Fidel se está pasando a nosotros, porque ya admite elecciones». No tenía buena información aquel socialista bienintencionado. En una mesa muy pequeña, apoyada a la pared, debajo de una pizarra, se había sentado en una ocasión Felipe González: mostraban la silla ante ella como una reliquia. Las sillas estaban desvencijadas y en la biblioteca había unos cincuenta libros en un estante, mientras que otro, al lado, pintado de verde, estaba vacío, en espera de tiempos mejores. No había horario de lectura: cada cual podía entrar y leer cuando quisiera o pudiera. A la entrada, al lado de la puerta, había un pequeño bar. Cuando la visitaron una delegación de socialdemócratas alemanes, salieron emocionados, diciendo que había que conservar aquella reliquia. Paulino les insinuó que las reliquias se conservan con ayudas y ellos contestaron que no faltaría más. Mas no debieron ayudar mucho, si es que ayudaron algo, y la vieja casa no tardó en ser abandonada, trasladándose los socialistas a un bajo en la calle principal que por la parte de atrás daba al río.

La espicha estaba convocada a las seis de la tarde en un lagar de la carretera de Nava, que es la de Peñamayor, a mano derecha, sobre el río. En un amplio prado recostado en una colina se distribuían mesas de madera llenas de platos con chorizo, jamón, huevos cocidos, fritos de bacalao, cecina y botellas de sidra. La entrada costaba 250 pesetas, y, según Paulino, se habían vendido mil invitaciones, a las que había que sumar los que entraron sin pagar y los pensionistas, que no pagaban. A pesar de ello, hubo protestas por parte de quienes consideraban que la invitación era muy cara para un partido obrero. No todos los que se encontraban allí eran militantes: asistían, entre otros, Manolo Avello, el abogado Miguel Virgós (vinculado al carlismo de Zabala), Herrero Merediz y los inevitables Rosendo Merino y Antonio Masip, que no perdían acontecimientos como aquél. González no llegó hasta pasadas las ocho, y produjo gran sensación. Tomó el megáfono y habló menos de cinco minutos. Dijo que Asturias era una región deprimida pero que algo se había conseguido, porque antes había que reunirse en los montes y ahora nos podíamos reunir en una espicha. Y terminó diciendo: «Ahora vamos a tomar sidra, y fabada...» (y como alguien le apuntó que en las espichas no se comía fabada, añadió con rápido desenfado: «... y lo que nos den»). Él comió poco, porque tuvo que firmar infinidad de tarjetas de invitación añadiendo a su firma «Socialismo: libertad», y dejarse fotografiar haciendo que tocaba la gaita. Se lo disputaban por igual los de las JJ SS para escuchar doctrina y los viejos militantes, para que escuchara asturianadas. Y conforme oscurecía y los asistentes descubrieron que Felipe se había ido, la espicha empezó a languidecer y cada cual volvió por donde había venido. Yo volví a Oviedo con Antonio Masip.

Para no perder el viaje, o matar dos pájaros de un tiro, González, que se había inscrito en el hotel con el nombre de Carlos Dorado, tenía previsto dar un mitin en Gijón al día siguiente. Pero fue prohibido por el gobernador civil. Se podía hablar en las espichas, pero no en los estadios.

La Nueva España · 3 noviembre 2009