Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La Alianza Francesa

Las asociaciones culturales desempeñaron un papel muy importante de oposición al franquismo y la entidad de la calle Marqués de Santa Cruz era más que una excelente academia de francés

Las asociaciones culturales -como de Amigos de Mieres, sobre la que se publicó un libro de Francisco José Faraldo que recuerda de manera escueta y precisa aquella época- jugaron un papel importante en la oposición al franquismo. Algunas, o bien la mayoría, como la mencionada, los diversos clubes culturales esparcidos por la zona central de Asturias, grupos de teatro como «Gesto», etcétera, mantuvieron una constante labor de resistencia al franquismo desde el momento de su autorización (para la que había que cumplimentar una serie de requisitos).

Está por evaluar la importancia de estas asociaciones en la lucha contra la dictadura. Yo creo que la tuvieron, y considerable, porque, cuando menos, consiguieron reunir a una serie de personas más o menos en la órbita del Partido Comunista. Su labor era, o se pretendía que fuera, formativa, dogmática y militante, porque aquellas personas con intereses políticos y culturales, aunque no fueran comunistas, eran recibidas. Los comunistas entendieron lo de los «compañeros de viaje» muy pronto, cosa que jamás entendieron los socialistas, a causa de prepotentes como Gómez Llorente, que pontificaba respecto a las asociaciones de vecinos: «El PSOE nunca estará en ningún movimiento ciudadano que no haya fundado o no controle». Razón por la que muchas personas, entre las que me cuento, colaborábamos con los comunistas antes que con los socialistas, que preferían que las cosas no se hicieran a que no las hicieran ellos (y entonces, no se sería malo o bueno, no tenían capacidad para hacer nada).

Con el tiempo, los socialistas aprendieron la lección a medias y organizaron algunos tímidos intentos de clubes culturales. En El Entrego se organizó un ciclo de conferencias en el local provisional del partido, que estaba en un antiguo lagar, con las pipas y el duerno como decoración única. Los asistentes permanecían de pie. A mí me pidieron que hablara sobre la novela española de la posguerra. Hablé debajo de un tonel, y cuando nombré a Luis Martín Santos se levantó el veterano Pepe Llagos, uno de los dirigentes más antiguos y respetados de la cuenca del Nalón.

– «¡Ah, Luis Martín Santos, gran compañero!», exclamó. «Estuve en la cárcel con él y era muy valiente. Había con nosotros un cura que estaba condenado por haber violado a un niño. Para entrar al comedor, teníamos que cubrirnos, y cuando cierto día Martín Santos sintió la mano del cura en su hombro se volvió y le dijo: "Quite esa mano de encima de mi hombro, maricón". A Martín Santos le metieron en celdas, pero el cura llevó lo suyo.

De aquélla, la mariconería estaba muy mal vista en las organizaciones socialistas. Cuando Zerolo comunicó que se hacía tocamientos inspirándose en ZP, le pregunté a Antón Saavedra qué hubiera sucedido si a alguien se le ocurre decir eso en un mitin de aquella época: «Que le capan allí mismo», contestó Antón.

Yo no sé si el adoctrinamiento cultural sería fructífero o no: tal vez no, tal vez no lo fuera, porque nunca se hicieron revoluciones ni se cambiaron gobiernos con cultura. Pero, cuando menos, los policías de la Político-Social que asistían invariablemente a las conferencias, salían de ellas con un cierto barniz cultural que de haber estado destinados a otros servicios no habrían adquirido. Aunque a veces, estos probos funcionarios actuaban de manera rutinaria: uno que no perdía uno solo de los seminarios que Gustavo Bueno dictaba en el aula escalonada del antiguo casón de la calle San Francisco, pero se conoce que el hombre no tardaba en aburrirse y al cabo de diez minutos de escuchar, no digiriendo bien lo escuchado, para no confundirse escribía sobre una hoja de cuaderno los nombres de Marx, Engels y Lenin (los demás nombres no le sonaban o los consideraba caza menor), y cada vez que Bueno nombraba a uno de los tres principales, el policía colocaba un palote detrás del nombre correspondiente y, así, al final del seminario, la puntuación podía quedar: Marx=8 (es decir, citado ocho veces); Engels=5; Lenin=3. Siempre ganaba Marx.

Las instituciones burguesas en la ciudad de Oviedo, el Ateneo y la Alianza Francesa, tenían otro aire. En el Ateneo, al ser realquilados del Ministerio de Información y Turismo, podía suponerse que estábamos fácilmente controlados, pero no. Disponíamos de libertad sin cortapisas, salvo cuando intervenía la Policía, como en el caso de la representación de «Los cuernos de Don Friolera». Además, a diferencia de los delegados anteriores, Alejandro Fernández Sordo, que era muy listo y ambicioso y no estaba dispuesto a permitir que ningún desliz perjudicara siquiera fuera levísimamente su carrera, y Enrique Santín, que ni siquiera era listo y con aficiones de inquisidor, por lo que no entiendo cómo este tipo acabó aterrizando en UCD para descrédito del «centro democrático». El último delegado, Francisco Serrano Castilla, con corbatas dignas de Luis Aguilé y declarándose a cada momento «asturiano» con acento granadino, era hombre conciliador y procuraba que no se produjeran fricciones entre la «cultura oficial», representada por él, y la «cultura real», representada por nosotros. Su hombre de confianza, el comandante Arturo, era también tolerante y buena persona, y Serrano Castilla era bien educado y jovial, y siempre hablaba como pidiendo disculpas. En cambio, Fernández Sordo no hacía nada por parecer buena persona (aunque justo es reconocerle algunos detalles meritorios) y a Santín, que era un metomentodo, le faltaba la más elemental educación.

Yo fui directivo del Ateneo de Oviedo ocho años, cuatro de ellos como secretario y encargado de los asuntos culturales de la Alianza Francesa, cargo en el que sucedía a Juan Cueto y a Francisco de Asís Junquera. Aunque el Ateneo y la Alianza eran instituciones culturales y apolíticas (en la medida en que lo eran los clubes culturales y las asociaciones de Amigos), la Alianza estaba más politizada, evidentemente, y por otra parte, al depender de una vasta red francesa (una especie de Instituto Cervantes del país vecino), gozaba de mucha mayor autonomía que cualquier otra organización cultural de la época.

Su jefe de estudios, Julio Murillo, que tenía un «Dos Caballos», y unas veces parecía argelino y otras al novelista Alain Robbe Grillet, era comunista, pero la Policía y el periodista Eugenio de Rioja le consideraban el «encargado de negocios del Gobierno francés» en Oviedo. Murillo era un comunista dogmático y muy suspicaz, que miraba con desprecio a todos los que siendo antifranquistas no éramos comunistas. Estudiaba Filosofía y Letras como alumno libre y cierta noche de encerrona, a las dos de la madrugada, mientras la Policía amenazaba con entrar en el recinto para expulsar a los estudiantes, algunos catedráticos (Gustavo Bueno, Martínez Cachero, José Aparicio) intentaban evitarlo y el rector Virgili Vinadé estaba decidido a autorizar la entrada de los «grises», se escuchó la voz de Murillo, que aunque era aragonés, según creo, tenía la coquetería de hablar con acento francés, diciendo:

–«Señor rector, son las dos de la madrugada, y como Napoleón dijo, es la hora del valor».

Quedamos todos muy asombrados, el rector el primero. No sé si a causa de aquel asombro, pero lo cierto es que la Policía no entró aquella noche en la Universidad. Ni aquella noche ni ninguna otra noche la Policía se atrevió a atravesar las cadenas que señalaban el derecho de asilo. Con Murillo sólo tuve un problema cuando proyecté en el cine-club «El nacimiento de una nación», de Griffith. Miró en su manual de «películas buenas y malas» y descubrió que como cine era muy buena, pero en el aspecto político defendía a los sudistas y al Ku Klux Klan, por lo que me exigió que hiciera una presentación en un sentido que hoy llamaríamos «políticamente correcta», y yo, es claro, me negué.

La Alianza Francesa procede de una idea de Juan Benito Argüelles, que la trajo de París. Opinaba que la única manera de enterarnos de que había huelga en Mieres era por «Le Monde»; mas cuando había huelga, el periódico no llegaba al puesto de Olegario, en la calle Milicias. Por lo que en la Alianza Francesa, primero en la calle Martínez Marina y luego en Santa Cruz, se recibía diariamente, aunque con un día de retraso. En realidad, se trataba de una excelente academia de lengua francesa (entonces a nadie se le ocurría estudiar inglés, que apenas existía en los planes del Bachillerato), con profesores nativos (el matrimonio Cugnac, entre otros muchos) y métodos modernísimos, que incluían los audiovisuales.

De paso, se desarrollaban actividades culturales: había un cine-club, un grupo de teatro y se pronunciaban dos o tres conferencias a la semana. Para su presidencia se buscó siempre a personas de irreprochable trayectoria liberal: primero a don Luis Sela, después a don Pedro Caravia.

La Policía nos tenía entre ceja y ceja, como es natural, pero como no estaban muy seguros de si dependíamos de Francia, nos permitían hacer bastante más que en el Ateneo. Gracias a esto, se pudo montar un espectáculo teatral contra la guerra de Vietnam dirigido por el dramaturgo Miguel Signes, que vivía en Oviedo porque su mujer, Carmen Codoñer, había obtenido la cátedra de Latín en la Universidad. El espectáculo fue duro y causó escándalo. Hubo dos representaciones semiclandestinas a las que asistía el público con invitaciones previas. Recuerdo que Francisco Julio Sánchez estuvo muy brillante, interpretando al presidente Johnson. Todo hay que decirlo: Sánchez, estudiante de Derecho, tenía alma de gran histrión.

La Nueva España · 8 marzo 2010