Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los catedráticos de Universidad

Los profesores recibieron los movimientos estudiantiles antifranquistas con cautela y suspicacia

De los años cincuenta a los años sesenta la Universidad conoció un cambio enorme en el aspecto político y pasó de ser una Universidad parecida a la que Alejandro Pérez Lugín describe en «La casa de la Troya» a una Universidad politizada, «vanguardia de la lucha antifranquista», como se decía en la terminología militar de aquella época (esgrimida por furibundos pacifistas antioccidentales: los impresionantes desfiles de los Primeros de Mayo en la Plaza Roja de Moscú, con despliegues de tanques y misiles, eran un poema bucólico para implantar «el reino del hombre sobre la Tierra»). Quienes la politizaban eran una exigua minoría, que no gozaba de excesivo apoyo entre la mayoría de los estudiantes, pero muy activa, sacrificada y valerosa. En esa dura lucha aprendió Tini Areces todo lo que sabe de agitación política (que es mucho). La Universidad de Oviedo parecía quedarse atrás de este movimiento que con rapidez se extendía por toda España desde el centro inevitable de la Universidad de Madrid. La de Valencia fue uno de los centros del movimiento, y en una de las asambleas generales celebradas en ella (no puedo precisar cuándo, porque en aquella época no llevaba diario) uno de los delegados de Oviedo, Alfredo Moruenza, hubo de pasar la noche debajo de la tarima de la cátedra para evitar que lo detuviera la Policía, que había irrumpido en el recinto. Mientras las restantes universidades españolas estaban levantadas, en Oviedo había paz absoluta, tanta que se rumoreaba que el rector, el señor Virgili Vinadé, sería el próximo ministro de Educación como recompensa y, también, porque el ministro Lora Tamayo estaba «quemado»; los estudiantes de Madrid cantaban: «Yo me subí a un pino verde / por ver si Lora venía, / y en su lugar vi a los grises / que el Gobierno nos envía». Analizando esta situación, Gustavo Bueno publicó un artículo en «Cuadernos para el Diálogo» titulado «La excepción de Oviedo», en el que establece el concepto de la «policía inmanente»: no se trataba tanto del miedo a la «social», sino a la propia familia represora en una Universidad en la que todavía funcionaba un sistema de familias como castas y todo el mundo se conocía. Sin embargo, al poco tiempo, la Universidad de Oviedo fue la primera de las españolas en separarse del SU (el Sindicato Universitario obligatorio, al que había que cotizar 50 pesetas anuales, incluidas en el pago de la matrícula).

José María Martínez Cachero recuerda esta época en uno de los artículos de la serie «Antes que el tiempo muera en nuestras manos». Para Cachero y para otros catedráticos, el comienzo de la agitación política rompía el marco sereno en que había de desarrollarse una enseñanza superior, entonces todavía no masificada. Hoy comprendo aquella postura que entonces nos parecía reprobable. Algo estaba cambiando en el mundo y en Oviedo, aunque, según Ramón Pérez de Ayala, los cambios en la Universidad ovetense se producían de medio siglo en medio siglo: el anterior fue que los catedráticos pasaron de las madreñas a los chanclos Boston, en los últimos años del siglo XIX.

Los catedráticos, salvo aquellos que estaban politizados y que no eran la mayoría, ni mucho menos, recibieron el movimiento estudiantil con suspicacia y algunas muestras de desagrado, aunque apenas esbozadas. Entonces el catedrático tenía un prestigio social mayor que el de ahora, y por lo general eran personas aposentadas y conservadoras. No diré que todos fueran sabios. En la Universidad de Madrid tuve como profesor a un Jesús de Bustos, de pelo grisáceo y vestido de gris, que en clase no decía más que tonterías. En cierta ocasión fui a pedirle bibliografía y, después de ponerse conmigo en plan pavo real, explicándome que la lengua española cambia tan rápidamente que había que cambiar los planes de estudios cada dos años, sólo atinó a recomendarme una «gramática estructural». «¿Cuál?», pregunté. «Una cualquiera», contestó. «Pero cíteme un autor», insistí; a lo que él, después de estrujar las meninges un rato, contestó: «Usted quiere que se lo dé todo hecho. Cualquier gramática moderna vale. La de Poirier, por ejemplo. Y la semántica de Ullmann». Le objeté la modernidad de Ullmann señalándole que lo habíamos estudiado en Oviedo con Carlos Clavería, pero aquel impresentable tenía respuesta para todo si se le daba tiempo: «Es que Ullmann escribió más libros». Me fui de su despacho dando un portazo.

Este tipo de profesor universitario, déspota, maleducado e ignorante, no era el habitual; de hecho, sólo recuerdo a Jesús de Bustos de mi paso por las universidades de Oviedo y Madrid. Otro cantar era un «compromiso político», término muy en boga en aquella época y ahora en desuso, salvo en las necrológicas. Ahora el «escritor comprometido» es aquel que justifica el «Gobierno progre» y las cuatro o cinco dictaduras bananeras afines. En los años sesenta del pasado siglo, el «compromiso» era más serio, y exigía mayor riesgo, al cabo para acabar en lo que muy expresivamente se llamaba «compañeros de viaje».

Las revueltas del 68 pusieron de moda algunas aspiraciones que venían fraguándose desde años antes: la lucha de clases, el maoísmo, el freudomarxismo, la toma del poder por la clase obrera... Más todo aquello se desvaneció con la huidiza juventud perdida para siempre, y los feroces revolucionarios de antaño se convirtieron en los administradores de la «clase dominante» de hogaño, vía la denostada pero acogedora socialdemocracia. La lucha de clases, al desaparecer la clase obrera, se convirtió en lucha de sexos y de razas, ya que, como advirtió Orwell muy pronto, los partidos de izquierda en los países altamente desarrollados «se dedican a luchar contra algo que en realidad no desean destruir».

De hecho, la izquierda, antes austera y sobria hasta extremos frailunos, se volvió en pocos años abanderada del hedonismo más exagerado promoviendo ministerios cuya finalidad parece la corrupción de la juventud. Y del freudomarxismo del 68 sólo quedó el freudismo de la frustración.

En España, el movimiento iniciado en 1956 no tuvo continuidad efectiva hasta media década después. Se trataba de un movimiento más político que el de las universidades de Europa occidental y Norteamérica, ya que aquí se luchaba contra una dictadura, y no de teorizar sobre los planes quinquenales o el sexo. En Oviedo hubo tímidas inquietudes que afloraron en el programa radiofónico «Fenestra Universitaria». Pero abolido por media docena de matones fascistas, se hizo en Oviedo un silencio de algo más de media hora. Cuando yo ingresé en la Universidad al año siguiente de «Fenestra», era un remanso de paz, una balsa de aceite. Algunos conocidos que se acercaron a Oviedo a captar adeptos para la lucha quedaron sorprendidos al comprobar que el estudiante más aprovechable leía a Valle-Inclán: tendría que haber leído a Lukács o a Politzer. De este modo, el «Felipe» tuvo muy poca presencia, y cuando las cosas empezaron a ponerse serias quienes llevaron las riendas fueron los comunistas.

Durante la huelga de las cuencas mineras del año 62, la gran preocupación de la Policía era evitar que se produjeran contactos entre la Universidad y los mineros. La preocupación no era sólo del franquismo. Malraux afirma en «Huéspedes de paso» que durante las algazaras del 68 se produciría «una situación muy grave si la explosión universitaria confluye con la insurrección». Pocos eran los que se atrevían a acercarse a las Cuencas. Entre ellos Gustavo Bueno, el único catedrático cuya actitud fue abiertamente contraria al régimen desde su llegada a Oviedo. Los demás, si no simpatizaban claramente con el movimiento estudiantil, tampoco se oponían a él de manera decidida. Salvo excepciones (como un tipo mal encarado de Derecho llamado Hidalgo Schumann, que en cierta ocasión que estábamos encerrados en el aula Clarín fue a hacer demagogia barata, explicándonos que era de familia muy humilde, por lo que de niño tuvo que andar con alpargatas, y ahora allí lo teníamos con sombrero), nadie se proclamaba franquista o partidario del sindicato vertical. Otro día de «encerrona» o aquel mismo el vicerrector Pire fue al aula para explicarnos paternalmente que en 1934 los revolucionarios estuvieron a punto de arrojarlo a un horno. La Policía sitiaba el casón de la calle San Francisco con sus «jeeps» y sólo esperaban la autorización del rector para invadir el edificio. El único partidario de que interviniera la Policía era el propio rector, a quien algunos catedráticos mantenían apartado del teléfono, por si se le ocurría llamar al gobierno civil. Estábamos encerrados por la detención de Brugos. Se formaron comisiones para parlamentar con el rector, el cual permanecía hosco y silencioso en un rincón de su despacho. Entre los catedráticos presentes se encontraban Bueno, Cachero y José Aparici, catedrático de Derecho Romano y hombre muy simpático y dicharachero, con mucho gracejo andaluz. Como el rector se obstinaba en permanecer callado y no estaba de muy buen humor, porque acababa de descubrir que la mayoría de los catedráticos no eran partidarios de la intervención policial y, de paso, que se le acababan de esfumar las esperanzas ministeriales, Aparici lo animaba diciéndole: «¡Habla, rector!», y, como el otro continuaba sombrío y mudo como un tumba, añadía: «¡Habla, magnífico!», y, finalmente, dijo: «Habla, Pepe»; pero ni por ésas habló el rector magnífico. Pero la Policía no entró, que era de lo que se trataba.

En una de las visitas de comisiones de estudiantes al Rectorado se hizo notar Julio Murillo, jefe de estudios de la Alianza Francesa, que unas veces tenía aspecto de argelino y otras de Robbe-Grillet, pronunciando una frase enigmática, pero de mucho afecto: «Señor rector, son las dos de la madrugada y, como dijo Napoleón, es la hora de valor». Abandonamos el edificio un poco más tarde, después de conseguir que dos catedráticos quedaran como testigos de la salida, para que no se produjeran detenciones. A algunos, especialmente comprometidos, Alarcos, el decano de Letras, les facilitó la salida por la parte de atrás del edificio, hacia la calle Fruela. Los demás salimos en fila por la puerta principal y a la puerta del Rectorado se encontraban Gustavo Bueno y Martínez Cachero. Todos los estudiantes le dieron la mano a Bueno y muy pocos se la dimos a Cachero, el cual, al no ser marxista, no era considerado un adalid antirrégimen. Pero estaba allí, después de haber pasado una noche muy difícil, de mucha tensión.

Cachero, posteriormente, se proclamó en diversas ocasiones liberal. Lo era y, como buen liberal, no tenía prejuicios. Cuando le concedieron el premio Nobel al soviético Sholojov le dedicó una clase que, si no, estaría dedicada a la primera edición de «El Quijote». Y colaboraba con los estudiantes siempre que se lo pedían, aunque a veces matizaba con esa voz sosegada, tan suya: «¿Por qué quieren ustedes un seminario sobre Sénder y no sobre Benjamín Jarnés, que también fue exiliado?». La respuesta era sencilla: porque el incoloro Jarnés no ofrecía aprovechamiento político, en una época en la que los recitales tenían como figuras invariables a Antonio Machado o el desterrado, a Miguel Hernández o el encarcelado y a García Lorca o el asesinado.

Es preciso reconocer la labor, callada o espectacular, de los catedráticos no marxistas en momentos difíciles. Don Ignacio de la Concha acompañó a varios estudiantes a la Comisaría, a pesar de que no era un hombre valeroso, y Álvaro Galmés de Fuentes, cierto día que los «jeeps» policiales cercaban, una vez más, el casón de San Francisco, metió su enorme Mercedes blanco en el edificio. Sin embargo, los conocidos eran otros. Según Egocheaga, despistadísimo jefe del SEU, la célula comunista universitaria tenía como jefe a Bueno y como «cabeza de turco» a Rúa.

La Nueva España · 25 octubre 2010