Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Libros

cubierta del libro

José Ignacio Gracia Noriega

Sobre cocina y gastronomía

Prólogo de Lorenzo Díaz, “Los escritores asturianos y la cocina”

Alianza Editorial, Madrid 2009, 318 páginas

El libro comienza con las siguientes dos Citas:

«“Nada haremos, sino comer y estar de buen festín, y alabar a Dios por el buen año cuando la carne está barata y las hembras caras, y mientras los buenos mozos van de aquí para allá tan alegremente y siempre tan alegremente”, WILLIAM SHAKESPEARE (II parte de Enrique IV)

“A nadie le interesa hoy, en el mundo entero, pasar en la cocina las horas que se deben”, JOSÉ PLA (Viaje a pie»

Le sigue un Prólogo de Lorenzo Díaz titulado Los escritores asturianos y la cocina:

«Hace años celebraba con dos de mis maestros, Néstor Luján y Xavier Domingo, la calidad de la literatura gastronómica asturiana. ¿Lo da la feracidad del terruño? Pienso que las dos mejores escrituras en España sobre este tema se dan en Galicia (Pardo Bazán, Ángel Muro, Picadillo, Cela, Cunqueíro, Castroviejo, Sueiro, Cristino Álvarez) y Asturias (Jovellanos, Armando Palacio Valdés, Alperi, Eduardo Méndez Riestra, Evaristo Arce, José Manuel Vilabella e Ignacio Gracia Noriega).
Conocí a Ignacio en los primeros años de la transición de la mano del restaurador Marcelo Conrado, que ejerce un generoso mecenazgo desde su Casa Conrado en Oviedo, lugar de paso de la biutiful mejor terminada de la sociedad ovetense. Recuerdo su llegada al Hotel Palace de Madrid con sus chirucas serranas, su rostro rubicundo propio de un ser ahíto de buenas vituallas. Me enamoré del personaje, de su sapiencia, de su erudición, de su buena pinta, de personaje de Shakespeare y Leopoldo Alas Clarín.
«Nada haremos, sino comer y estar de buen festín”. Así nos recibe Noriega en su sabroso libro que con tanto placer prologo. Nadie que se aproxime a su lectura quedará decepcionado. Texto iconoclasta en donde el autor refleja toda una filosofía sobre el comer y su circunstancia. Ama el otoño como la estación de los frutos en sazón. ¿Y el verano? Para las barbacoas. El invierno es la estación más favorable para la buena cocina.
Lamenta la presencia de niños chillones en los restaurantes y que se prohíba la entrada a los perros, habitualmente mejor educados que los niños modernos. Rememora la cocina de la aldea cuando la cocina era el núcleo de la casa: allí se guisaba, allí se comía, allí se hacía tertulia. ¡Tiempos aquellos en que cocinar era la actividad principal de la casa! “Las ciudades no aportan gran cosa a la cocina, que es un hecho fundamentalmente rural”.
“La mujer moderna, que abandona el hogar por la enseñanza, la política, el funcionariado y la judicatura, es, en parte, la gran responsable de la decadencia de la cocina en las casas”.
¿Cómo es la cocina que reivindica Noriega? La sencillez debe entenderse como virtud principal. La sencillez en la cocina evita precisamente la pretenciosidad de la de “sota, caballo y rey”.
Golpea sin piedad al vegetariano fundamentalista y afirma que ningún pueblo en su sano juicio se decide por la lechuga donde hay chuletas, aunque también sería razonable comer las chuletas con guarnición de lechuga.
“En esta época dietética, colectivista y rácana, es evidente que Pantagruel está en decadencia, y de seguir por este camino, el día menos pensado será ‘pantagruélico’ el señor que come un par de huevos fritos con chorizo. El menú largo y estrecho supuso un atentado contra las honestas comidas del pasado, pues ofrece variedad de viandas, pero en realidad no se come nada. El mayor reparo que se le puede hacer a la ‘nueva cocina’ es que no sirve para comer. La cocina tradicional se retira en la proporción en que se achica el estómago, sin que sepa muy bien cuál es el efecto y cuál es la causa. ¿Se come poco porque el estómago encoge, o encoge el estómago de pura desesperación, porque cada vez se tiende a comer menos? Hoy una comida de tres platos y postre ya empieza a resultar rara, y eso es mal síntoma».
Un libro lleno de erudición, ironía, sensatez, que le llenará de regocijo. La cocina de toda la vida tiene en Noriega alguien quien la escriba y la celebre.»

Le sigue una Introducción del autor:

«El tema es amplio, por lo que procuraremos resumirlo en pocas palabras; a fin de cuentas, las páginas que siguen no se refieren a otra cosa que a la anunciada en el título.
La cocina, aparte de la habitación donde se prepara la comida, es el arte de guisar los alimentos: cualquier diccionario, por elemental que sea, nos lo dice. Para definir la gastronomía tampoco hace falta dar muchas vueltas. Por rápida y precisa me parece adecuada la definición de Jean-François Revel: «La cocina es un perfeccionamiento de la alimentación; la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma».
Según Brillat-Savarin, «la gastronomía es el conocimiento razonado de cuanto se relaciona con el hombre para nutrirlo». Corno ciencia aparte (al menos el autor de la Fisiología del gusto lo entiende así), se relaciona con otras ciencias, como la historia natural, la física, la química, el comercio, la economía política y la cocina, «por el arte de preparar los platos y hacerlos agradables al gusto». De acuerdo con esto, la cocina es el arte y la gastronomía la reflexión. En algunos casos, hemos encontrado los términos «cocina - y «gastronomía» como sinónimos, aunque, si no se matiza, puede tratarse de una exageración o de una confusión. Si acudimos a la terminología de algunos etnólogos, tal vez sea lícito equiparar la «cocina» con la «civilización» y la «gastronomía» con la «cultura». No me perderé yo, en cualquier caso, en disquisiciones terminológicas, habida cuenta que, como previene Néstor Luján: “La gastronomía es una ciencia muv compleja y en ella son tan importantes las excepciones como las afirmaciones rotundas”.
La cocina empieza en el momento en que el hombre primitivo aprecia la diferencia entra lo crudo y lo cocido. La gastronomía es una elaboración posterior: fue necesario un grado de desarrollo cultural, histórico, económico, social, etc., para que el hombre que comía alimentos cocinados desde épocas remotas se hiciera gastrónomo, con toda la carga, variada y compleja, que ello supone. Para que hubiera cocina, el hombre tuvo que hacerse sedentario:

La verdadera cocina -nos dice Julio Camba- es un arte sedentario que, nacido con el primer aposentamiento humano al borde de un rio pesquero o bajo unos árboles frutales, fue enriqueciéndose y depurándose hasta la funesta invención de las cámaras frigoríficas.

«En cambio, para que haya gastronomía, no sólo el hombre, sino la sociedad en la que vive tuvieron que alcanzar un grado elevado de civilización. El poeta y crítico T. S. Eliot se refería a los pueblos que poseyeron teatro, desde la Antigüedad hasta nuestros días; más o menos, esos mismos pueblos son los que han desarrollado una cocina propia y una gastronomía como consecuencia de aquélla. Entre los pueblos con teatro están los chinos, japoneses e hindúes; los restantes, a partir de griegos y romanos, se sitúan dentro de lo que entendemos por Occidente. ¿Cabe acusar al teatro y a la gastronomía de eurocentristas? Da igual, porque aquí se constata un hecho: la gastronomía es europea como lo son las catedrales góticas; lo demás es imitación o es otra cosa.
La cocina está sometida a modas, influencias, cambios, etc., Y es en cierta medida autosuficiente aunque sea cierto lo que escribe Revel: «El cocinero del siglo XIX se convertirá en tributario de los tres pilares de la sociedad liberal: la ley de la oferta y la demanda, de sufragio universal y la libertad de prensa». Pero hay en ella algo que es inmutable. Los alimentos se fríen o se asan, y las diferencias entre asados y fritos determinan el carácter nacional casi como las propias fronteras. Como anota Stendhal en su Diario: «La frialdad de los alemanes se explica bien por su alimentación: pan negro, mantequilla, leche y cerveza; café también, pero les haría falta vino, y del más generoso, para dar vida a sus músculos torpes». Europa está dividida entre una cocina mediterránea, fundamentada en el vino, el aceite y el trigo, y otra atlántica, que busca sustitutivos de aquellos elementos básicos en la cebada, la cerveza y las grasas animales. Lo que entendemos por gastronomía no obedece a leyes tan inmutables, y es, por lo tanto, terreno menos firme que el de la cocina:

El sujeto material de la gastronomía es todo cuanto puede ser comido -escribe Brillat-Savarin; su fin directo, la conservación de los individuos; y los medios de ejecución, el cultivo, que produce; el comercio, que intercambia; la industria, que prepara, y la experiencia que inventa los medios de disponerlo todo para su mejor uso.

«Los libros de gastronomía tratan también de literatura, historia, sociología, química, etnografía, artes plásticas, botánica, religión, etc. La cocina está tan presente en la vida individual y social del hombre que nada de lo humano le es ajeno al gastrónomo. Libros estos como cajón de sastre, cuando menos es de esperar que sean entretenidos.»

Al final del libro figura un texto titulado Cuándo debe leerse un libro de gastronomía:

«Si se tiene en cuenta que la literatura actúa sobre los sentimientos, e incluso sobre los sentidos, no es una trivialidad preguntarse cuándo se debe leer un libro de gastronomía: si antes o después de comer.
Se me contestará (por lo menos algunos es posible que lo hagan) que hay libros y hay libros; y esto se nota muy especialmente en la literatura gastronómica, que según Revel es una rama de la poesía heroico-cómica, pero donde están perfectamente definidos dos subgéneros: el de los recetarios y el de la literatura gastronómica propiamente dicha; o propiamente “literaria”. Obviamente, los libros de recetas fueron siempre anteriores; como escribe Evaristo Arce, “el papel de los literatos es siempre sucesivo y subsidiario”. Los libros de recetas son, según Arce, “catecismos del ama de casa, vademécum de novicias, aprendizas, mocitas casaderas y otras criaturas allegadas por voluntad o accidente al arte de cocinar”. Pero no termina ahí la función de los recetarios, que son la práctica antes de que se establezca la teoría: “La fuente primera de todas las literaturas que les sucedieron y secundaron”, señala Arce.
Yo recuerdo, en mi casa, recetarios manuscritos, anotados con tinta morada por mi abuela, y que pasaban de mano en mano. Se trataba de cuadernos cuyas hojas en blanco, al final, desaparecían poco a poco con la llegada de nuevas recetas. ¡Qué alegría, imagino, cuando una vecina o amiga proporcionaban una receta nueva, en realidad variante de platos sobradamente conocidos! Porque aquellos recetarios, para uso interno de la familia, y todo lo más, para un reducido círculo de amistades y de vecinos, estaban compuestos por mujeres que sabían cocinar para mujeres que también sabían cocinar. Ahí no había trucos, ni tampoco decilitros, ni miligramos, ni otros tecnicismos y precisiones de algunos modernos recetarios, que convierten el arte de cocinar en una cuestión de pesos y medidas, y donde la balanza de precisión es tan importante, si me apuran, como la olla. La “pizca” como sistema de medida no fallaba nunca, aunque nadie haya precisado qué es exactamente, ni cuántos gramos de sal lleva, por ejemplo, una pizca. Para medir correctamente por medio de pizcas basta con la intuición y el buen sentido de la cocinera, que son dos virtudes esenciales en la cocina, pero que no se aprenden en ningún recetario.
A estas anotaciones de mi abuela se añadían recetarios impresos más o menos tradicionales, como El libro de las Familias (al que acudido en bastantes ocasiones para escribir este libro), El libro de Nieves y El practicón, de Ángel Muro, que ya es algo más que un recetario, pues los agudos, sabrosos y oportunos comentarios del autor, junto con las aportaciones literarias de algunos de sus amigos (entre ellos Jacinto Octavio Picón), lo convierten, a la vez, en un excelente libro de gastronomía. O, dicho de otro modo, El practicón es la feliz reunión de un recetario y de un libro de gastronomía.
Según Jean-François Revel, el siglo XIX.»

En un siglo eminentemente productivo en el campo de la literatura gastronómica. Esta literatura se divide en tres ramas: los libros originales de los mismos creadores, que manifiestan el deseo de esbozar el inventario completo de su experiencia, de extenderla y renovarla; tras esas obras escritas para profesionales y por profesionales, vienen las obras escritas para el gran público, las familias y los aficionados; por último, el siglo XIX es también testigo de una abundante producción debida, por así decirlo, a la clientela misma de consumidores y gastrónomos reflexivos: recuerdos, preceptos, polémicas, etc. Todo el mundo se acusa mutuamente de no entender nada, lo cual siempre es buena señal.

«O sea, que de un lado tenemos las obras de Carême, el gran cocinero e inagotable grafómano, y de otra los libros clásicos de Brillat-Savarin y Grimod de la Reynière: éstos señalan lo que será la literatura gastronómica posterior, hasta nuestros días y, sin duda, hasta muy entrados los días venideros. Nada indica que la literatura gastronómica, firmemente asentada sobre unos autores clásicos y sobre un estilo literario peculiar, que aúna la ironía (y la erudición irónica), el conocimiento y el recuerdo con la prosa por lo general excelente y la amenidad imprescindible, vaya a cambiar. No sería posible tal cambio porque a ciertos estilos muy clásicos no se les puede bombardear con innovaciones literarias. El lector de buena literatura gastronómica aspira a saber mil cosas relacionadas casi la comida, la cocina y la mesa: nada le es ajeno, desde cuestiones históricas hasta las sabrosas anécdotas que tantas veces se encuentran en el nacimiento de este o de aquel plato. Leyendo a ciertos autores producen placer los platos, los sabores y los olores que evocan con su pluma; pero también, y sobre todo, causa placer la forma en que escriben. Un buen aficionado a la literatura gastronómica no ha de serlo sólo a la buena cocina, sino también, y sobre todo, a la mejor literatura. Si leemos los escritos gastronómicos de José Pla o de Álvaro Cunqueiro no lo hacemos sólo por su gran sabiduría en materias que tratan, sino porque son magníficos escritores. El placer de la lectura, en su caso, nos acerca al placer de la mesa.
«A falta de restaurantes, leamos libros de cocina», aconseja Charles Baudelaire, desesperado por la apatía de la cocina belga. Tal afirmación, por desesperada, es peligrosa. Yo creo que es mil veces preferible leer un libro de viajes que ir de viaje. El viaje encierra mil molestias e inconvenientes, a la larga para nada: se entera uno mucho mejor de lo que hay en los países que merece la pena visitar leyendo sobre ellos que viéndolos. Es el caso de Prosper Merimée, a quien le encargaron un libro sobre Albania, y una vez que lo cobró, se fue al excéntrico país para comprobar, admirado, que se diferenciaba gran cosa de lo que él había escrito.
En cambio, un buen libro de cocina, por sublime que sea, no puede sustituir a una cocina mediocre. El hombre puede pasar perfectamente sin viajar, pero no puede pasar sin comer. Otra cuestión es que un buen libro de gastronomía abra el apetito. ¿Es eso posible? Si los cuentos de Poe producen una sensación de terror, si algunas escenas imaginadas por Molière nos hacen reír, ¿por qué un libro de gastronomía no ha de excitar a los órganos más directamente relacionados con el asunto que trata? Leyendo sobre comida y cocina es fácil que se despierte el hambre, del mismo modo que leyendo libros muy pesados se atrae el sueño.
Y con esto no afirmo que los libros sean aperitivos o somníferos; sólo que, en determinadas circunstancias, acaso lo sean, por lo que, en mi opinión, considero más adecuado leer los libros de gastronomía antes de comer que en plena digestión. Vacío, el estómago es más sensible y acepta de mejor grado los deleites que ofrece la lectura; incluso, en este caso, podría hablarse de una cierta «imaginación estomacal». En cambio, después de comer, no está uno para leer sobre comida. Después de comer, lo más sensato es sentarse en una butaca y dormir la siesta.»

 

Índice

“Los escritores asturianos y la cocina” de Lorenzo Díaz, 11
Introducción, 15
Las cuatro estaciones, 19
Los cinco sentidos, 25
La comida en la aldea, 35
La cocina urbana, 39
La sencillez, 43
Las sopas, 47
Los pescados, 51
Las carnes, 55
Las salsas, 59
Las especias, 63
El vino, 67
Entender en vinos y triunfo social, 73
Los postres, 77
Los quesos, 81
La sobremesa, 85
El café, 93
Los licores, 95
El tabaco, 101
Las prisas, 105
Número de comensales, 111
El cocinero, 115
El gastrónomo, 119
Los animales domésticos, 123
Comidas copiosas, 127
Alimentos evocadores, 135
Afrodisíacos, 139
Alimentos baratos, 143
Apuestas, 149
Lugares comunes, 153
Relativismo, 157
Del gastrónomo, 163
Mujeres cocineras, 167
¿Una cocina nacional?, 173
El huerto propio, 179
El descubrimiento de América, 185
La cubertería, 193
Sobre la etiqueta, 199
Economía culinaria, 207
Gastronomía política, 211
Gastronomía y política, 217
De la guerra, 221
Las dietas, 227
La cocina estacional, 235
La cocina nacional, 239
La "nueva cocina", 243
Gordos y delgados, 247
Picaresca, 251
Ayunos y abstinencias, 259
La cocina de los santos, 271
Conversos, 277
Otros conversos, 281
El hambre, 285
Comer de todo, 289
Abril, el de las aguas mil, 295
El relleno imperial aovado, 299
El ajo y la cebolla, 303
La sidra, 307
Epílogo. Cuándo debe leerse un libro de gastronomía, 313