
José Ignacio Gracia Noriega
El mito de la eternidad
Novela sobre el mar
Prólogo de Vidal Peña
Ediciones Azucel, Oviedo 1991, páginas
ISBN · 210×130 mm
El libro lleva un Prólogo de Vidal Peña:
«El muro de la eternidad es muy buen título. «Muro» sugiere límite, y «eternidad» ausencia de límite: la eficacia del título procede de una paradoja: el límite de lo ilimitado. Enseguida, leyendo, sabemos que se trata del mar, y esa gran palabra refuerza el atractivo de la paradoja. Asociar el mar a la infinitud -pavorosa o plácida- es frecuente, pero no olvidemos la finitud: Chesterton habló de una joven de tierra adentro que, al ver por vez primera el mar, dijo que le recordaba a una coliflor. El enorme (en todos los sentidos) escritor inglés se complacía en el símil, que concordaría con una estética «medievalizante»: apreciar el mar como una hortaliza blanquiverde le sonaba a visión del mundo enmarcada por una ventana, como en las iluminaciones de los manuscritos: mundo poetizado al reducirlo de formato. Pero si la ilimitación puede ser terrible o tranquila, también puede ser doble la percepción del mar como límite: el blanco sobre verde de la apacible coliflor -que uno puede comer- es también visible desde el profundo hueco de las olas, limitación que se cierra para devorar.
Del mar –supongo- está todo dicho, como poderoso símbolo de conflictos: la contemplación y la acción, el monismo y el pluralismo, la masculinidad y la feminidad, la cólera y la caricia. Tan físico como metafísico, tan ruta comercial como senda mística. Contemplarlo incita a la aventura o engolfa en el quietismo; actuar sobre él permite experimentar que lo que nos sostiene es aquello mismo que nos destruye. Metaforiza la última gran verdad de la indiferencia de la naturaleza hacia nuestras empresas, a las que -también es verdad- hace posibles.
El mar no es lo que era, pero conserva un prestigio simbólico, pese a que hoy lo desdeñemos saltando sobre él en avión, o lo frivolicemos practicando esquí acuático. Ignacio Gracia y el que suscribe mantenemos ante él una actitud de fondo parecida: nunca nadamos y aborrecemos la «vida de playa» del veraneante, pero admiramos el mar mismo y los barcos que lo surcan. Sospecho que Ignacio se inclina más bien hacia las flotas pesquera y mercante, y a mí me tira la militar: más el pasado que el presente de todas ellas, en cualquier caso. Por lo menos, mercantes y buques de guerra han perdido mucho, con ese desplazamiento de puente hacia popa en los cargueros de ahora -todos iguales-, que parecen garajes o almacenes flotantes, y con la desaparición de aquellos acorazados y cruceros, tan hermosos como el mismo mar; en cambio, tal vez los pesqueros siguen sugiriendo fragilidad, riesgo y valor, condiciones de su particular poética que permiten, aún hoy, simpatizar imaginativamente con relatos como el de Ignacio Gracia.
El mar es, por supuesto, una literatura, y ya se encarga el autor de revisarla, antes de pasar a contar su cuento, en un proemio de recatado fervor. El trasfondo de esa literatura -la de la relación de los hombres con el mar- es trágico, al revelar una imparcial indiferencia ante la bondad o maldad de los deseos humanos que pueblan las aguas; pero el esfuerzo humano sobre el mar es épico, y ésa es, literariamente, su nota de género más visible. Como épico, Poco propicio al psicologismo, o al lirismo demasiado expreso; Ignacio Gracia, escasamente aficionado a psicologías o a lirismos patentes cuando se trata de contar cosas, ha de sentirse a gusto al urdir una variación sobre el tema clásico de la «lucha-del-barco-con-la-galerna». El autor, si no me equivoco, prefiere en cualquier clase de relato la sobriedad objetiva, que rehúye el subrayado sentimental; esa preferencia, quizá discutible en otros casos, es obligada en éste. En El muro de la eternidad hay complacencia en la reiteración, con prosa propia, de viejos modelos; todo es muy conscientemente literario, y la emoción va unida a la recreación de las propias figuras del «relato de naufragio». Que esa emoción literaria sea, a la vez, algo más que literaria es cosa sobre la que volveremos luego, pero, en todo caso, la tradición de cierta literatura es respetuosamente reivindicada aquí. Tradición también española, o más bien cantábrica, e incluso asturiana; ya sabe Ignacio Gracia -y lo dice en su proemio- que esa tradición no es comparable, tratándose del mar, con la anglosajona, pero ahí está, y es utilizada. Incluido el José de Palacio Valdés, ¿y por qué no? A Palacio, desde hace mucho tiempo, todos parecen despreciarlo, pero el combate de José con la Galerna es -creo yo- literariamente muy respetable; me parece que Ignacio simpatiza con él, y, por momentos, lo recrea. Recrea más cosas, pero no voy a hacer un recuento de reminiscencias literarias en El muro de la eternidad; entre otras razones, porque el autor lo haría mucho mejor que yo, y me da vergüenza confrontar esa tarea con mi más dudosa Competencia.
Pero además de genéricos naufragios, galernas, Cantábricos, está, muy en concreto, Permalles. Ignacio Gracia viene nombrando a Permalles como lugar literario de sus relatos; esa cualidad mítica no impide que reconozcamos en él a Llanes. En la devoción del autor por Llanes no hará falta insistir: mitificarlo es el modo literario de formular ese amor. Pero la ficción no renuncia a la crónica, y viceversa; para el llanisco -o permallense- empedernido que es Ignacio, la realidad (historiable) de Llanes no se distinguir bien de la ficción (legendaria) de Permalles. «Llanes es la aventura», me dijo en cierta ocasión, y eso quería decir que la realidad histórica (la antigua pesca de la ballena, el ir y volver de los indianos) está hecha de la misma materia que los sueños novelescos.
Quizá todo ello sea ya cosa del pasado, más o menos remoto, desde el paleolítico permallense, nemoroso y cinegético, hasta –pongamos- los combates del Mazucu, en la última guerra. El presente (permítaseme un paréntesis) parece condenar a Permalles a la trivialidad de la «vida de playa» (también de discoteca) de que hablábamos. Destino que alguien alabará por «democrático» (sit venia verbo), pero muy afín a la fealdad, y que deploro tanto como Ignacio y quienes se oponen al sarpullido urbanístico que amenaza con trastocar Permalles definitivamente. Pero éste es otro asunto, aunque grave, y aunque quizá el mítico Permalles tenga que acabar por ser la única realidad tolerable para quienes de cerca -como Ignacio- o de lejos -como yo- lo apreciamos. Pensar así -ya lo sé- nos relegaría a una lamentable condición tardorromántica, nada pragmática; pero, a estas alturas, qué le vamos a hacer, no siendo nosotros ya jóvenes, ni vocacionalmente homines novi. No nos emociona el regeneracionismo positivista, ni las casitas adosadas que parecen ser su símbolo. Y aquí, fin de paréntesis.
Volviendo a la literatura de galernas y naufragios, también ella es, en este caso, crónica y ficción de Permalles, como no podía por menos. No soy permallense, pero he visto allí, en invierno, encresparse las olas contra la entrada del puerto y bajo los restos del fuerte, y he sentido el embate del viento sobre el paseo de «San Judas», como esas figuras expectantes de El muro de la eternidad. He visitado, con Ignacio Gracia como guía, la «caseta del Salvamento de Náufragos». La compañía de Ignacio y la ausencia de veraneantes -ya he dicho que era invierno- me ayudaron a sumergirme en el mito. Cierto que la épica del pescador sólo he podido percibirla, en Permalles, con los ojos de la fe, pero para apuntalar esa fe está, precisamente, la literatura. Sobre el muelle, batido por olas salvajes, era casi inevitable remitirse a uno de los más ilustres fragmentos de esa literatura; me refiero a Lucrecio (que don Mariano, el cura de El muro de la eternidad, latinista al fin, podía muy bien haber confrontado con sus sentimientos al presenciar la agonía del «San Telmo».»
«Suave, mari magno turbantibus aequora ventis, E terra magnum alterius expectare laborem...»
«Las figuras de El muro de la eternidad que contemplan el esfuerzo de los marinos, mari magno, al borde del naufragio, están demasiado interesadas en los hombres que luchan como para ampararse en el célebre consuelo epicúreo: es grato contemplar lo que a uno no le afecta. ¿Está más cerca de los versos de Lucrecio, en cambio, el distanciamiento «estético» de quien escribe sobre esos hombres, o de quien lee lo escrito, complaciéndose en el interesante fenómeno de su zozobra? ¿Son ésas la visión y la distancia que excluyen el sentimentalismo. Ya hemos dicho que la perspectiva literaria de Ignacio Gracia, y más ante un tema como éste, es de la especie no sentimental. Pero tampoco creemos que se acomode a la actitud sugerida por los célebres versos. Porque ya anunciamos que aquella perspectiva, siendo literaria, es algo más que eso. No se trata de indiferencia ante el sufrimiento, ni de consuelo por saber que no nos afecta, ni de puro juego literario, recreador de una tradición. La sobriedad descriptiva no surge sólo de exigencias de un género épico, porque existe también la admiración por el tipo de hombres de que se trata. Se presiente que esos hombres sufren ellos mismos con sobriedad, y por eso son admirables como la realidad, y no como simple género de ficción. Ellos mismos no querrían ser compadecidos, y así, describirlos sobriamente es serles fiel, a ellos tanto como a ciertos requisitos literarios. La inevitable mediación literaria, sin dejar de darse, no se separa del aprecio por un tipo de carácter humano, o una forma de vida.
No es seguro que el estado del mundo permita, hoy, y próximos a nosotros, tales modelos de dignidad, propicios a la épica. Pero es casi seguro que Ignacio Gracia siente nostalgia de ellos: de esa gente a la que la «calidad de vida» no preocupa demasiado, y sí otras cosas. Esa sería la realidad que merecería ser objeto de ficción. Esperemos más ficciones -o crónicas- de Permalles, antes de que se nos acabe el tiempo: Ignacio puede -y debe- redondear su mito.»