Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Cine

Ignacio Gracia Noriega

Nunca se van solas

La muerte, con un día de diferencia, de dos de las grandes del cine: Annie Girardot y Jane Russell

Muchas veces he utilizado este título desde que en agosto de 1984 fallecieron, por los mismos días, Richard Burton y James Mason. Ahora mueren con un día de diferencia Annie Girardot y Jane Russell. Nunca se van solas.

A diferencia de Burton y Mason, que tenían aspectos comunes, además de ser ingleses y grandes intérpretes de teatro, nada más diferente en el mundo del cine que Annie Girardot y Jane Russell, la primera, parisina de 1931 y llegada al cine después de haber interpretado un buen repertorio de obras clásicas en la «Comedia Francesa», y la segunda, de Bemidji, Minnesota, procedente del mundo de la revista y de las sesiones fotográficas, y diez años mayor (había nacido en 1921). Girardot llegó al cine por su formación y su talento, gracias al cual pudo superar los inconvenientes de su presentación en 1956 como una mujer sin escrúpulos en «El hombre de las llaves de oro», de Leo Joannon, el director más solemne y más pelmazo del cine francés después de André Cayatte, autor de aquella joya titulada «El renegado», en la que un cura renegado, tal como anuncia el título, consagra un caldero lleno de champán en un «cabaret», y dándose cuenta de la enormidad que había cometido (en consecuencia, no era tan «renegado»), bebe aquel vino que había dejado de ser vino pero de efectos tan contundentes como los del vino, por lo que el no menos altisonante Pierre Fresnay, que lo interpreta, agarra una pea de muy padre y señor mío. En cambio, Jane Russell llegó al cine por sus líneas. Impresionado por sus curvas, más pronunciadas que las de una carretera de montaña, el extravagante y genial multimillonario Howard Hughes, en lugar de ponerle un piso, como se acostumbraba, la puso de protagonista de una película titulada «El forajido», en la que figuraban tres mitos del western, Billy el Niño, Pat Garrett y «Doc» Holliday, y, por lo menos, dos mitos de la interpretación cinematográfica, Walter Huston y Thomas Mitchell. El problema fue que el director de la película era Howard Hawks, los dos Howard no se entendieron y el Halcón no tardó en mandar a paseo al Aviador para desasosiego de cinéfilos con mal oído, pues, sobre el papel, Howard Hawks y Howard Hughes suenan parecido. En cualquier caso, Hawks no le guardó rencor a Jane, ya que diez años más tarde la puso a interpretar, bailar y lo que hiciera falta en «Los caballeros las prefieren rubias», codo con codo con Marilyn Monroe, y, dicho sea en honor a la verdad, Jane está bastante por encima de Marilyn: tiene mejor tipo, es más animada, demuestra mayor personalidad; y, no obstante, preferimos a Marilyn.

A Jane la llamaban «The Bust» por su físico exuberante. Llenaba la pantalla con su melena morena y su mirada de fuego. Girardot, que en el teatro interpretó a Marilyn en «Después de la caída», de Arthur Miller, era más delicada o, al menos, contenida, capaz de entregarse al sacrificio como Nadia en «Rocco y sus hermanos», de Visconti. Jane era de rompe y rasga, y se movía como pez en el agua en un mundo de hombres, plantándoles cara en «Macao», de Josef von Sternberg, o timándose con el Caribe y con Gilbert Roland en «La sirena de las aguas verdes», de John Sturges, o llenando en todos los sentidos el «scope» de «Sangre caliente», de Nicholas Ray, donde creo recordar que baila sobre una mesa con blusa amarilla y falda verde. A Girardot, en cambio, la recuerdo en blanco y negro.

La Nueva España · 4 marzo 2011