José Ignacio Gracia Noriega
Doce asturianos (más o menos)
Adelantándome a la publicación del «Diccionario biográfico español», patrocinado por la Real Academia de la Historia, cuya aparición está prevista para finales de 2006, me propongo escribir las biografías condensadas de los doce asturianos que figuran de manera más destacada en esas páginas que imaginamos bien informadas y eruditas. En tal lista de asturianos no encontramos ninguna sorpresa. El diccionario acoge al menos a ochocientos individuos nacidos en Asturias a lo largo de sus veinte volúmenes, con cuarenta mil entradas. Ochocientos asturianos de cuarenta mil españoles no es mala proporción. Los asturianos, incluso en las épocas de mayor decadencia y ensimismamiento de Asturias, tuvieron una evidente proyección nacional, y en numerosos casos internacional. Se asombra Antonio de Nebrija de que Alonso de Quintanilla, el contador mayor de los Reyes Católicos, fuera natural de «la patria oscura de Asturias», siendo un administrador y hombre de gobierno tan brillante, y Salvador de Madariaga recuerda en una célebre página, en la que proclama que Asturias es la más europea de las tierras de España, que «en Asturias halla Carlos III sus estadistas (y Felipe V, y Carlos IV, añadimos nosotros); de Asturias vienen hoy todavía los españoles más útiles para la labor llamada de europeización»: no se refería Madariaga en su escrito a la europeización de ahora, tan burocrática como improvisada y autoritaria.
Los asturianos, que las más de las veces hubieron de salir de su tierra para ser reconocidos fuera de ella, estuvieron presentes en las labores de gobierno en casi todas las épocas de la historia de España, especialmente en dos, que podemos considerar con toda justicia como «los momentos estelares de Asturias»; el primero, durante la monarquía asturiana, en la que no sólo eran asturianos quienes construían la Historia, sino que la Historia se fraguaba en Asturias; y el segundo correspondió a los ilustrados del siglo XVIII, algunos de los cuales (Campillo, Campomanes, Jovellanos) tuvieron responsabilidades de gobierno, algunos muy extensas, como Campillo; otros, por muchísimo tiempo, como Campomanes, y otros, en fin, por un período de tiempo lamentablemente muy breve, como Jovellanos. Aunque Jovellanos no es menor en la desgracia que en el gobierno, sino más grande. Él mismo intuía que las funciones de gobierno no son las más deseables para quien vive sosegadamente, según anota en su diario el día que recibe la noticia de su nombramiento como embajador en Rusia. Como ministro de Carlos IV procuró ser consecuente con sus ideas y modos de considerar la vida y la sociedad, lo que no se puede decir de la mayoría de los políticos en ejercicio, sean asturianos o de cualquier otra parte.
Para que hayan existido tantos asturianos ilustres en una tierra apartada, que sólo raramente llegó a ocupar un verdadero protagonismo en la Historia española (durante la monarquía, y gracias al esfuerzo de los ilustrados del siglo XVIII: siglo durante el cual, por su atraso y alejamiento, llegó a llamársela la «Siberia de España»), fue preciso que en los asturianos concurrieran dos actitudes en apariencia contrapuestas: un localismo sentimental y un universalismo intelectual. El asturiano es universal, no cosmopolita «de París», como si fuera catalán o argentino, pero nunca pierde de vista el lugar natal. Es terruñero y eso le libera de ser nacionalista y separatista, la gran grosería ideológica del siglo XIX, ahora trasplantada por oportunismo y demagogia a la política nacional española de comienzos del siglo XXI. El asturiano no necesita acogerse a la sombra del campanario y no mirar más allá, aunque anhele la sombra de la catedral de Oviedo, como en el famoso poema de Ceferino Suárez Bravo. El asturiano mira hacia el horizonte desde su quintana; por eso, cuando ha alcanzado el otro lado del horizonte no deja de mirar a la quintana. Como escribió Emilio Alarcos Llorach: «Los asturianos preclaros, como se dijo de Clarín, son "provincianos universales". No son precisas más señas de identidad».
El término «asturiano universal» fue empleado por primera vez por Juan Antonio Cabezas como subtítulo de una biografía de Clarín y no puede negársele que obtuvo, a lo largo del último medio siglo, un éxito extraordinario, aunque muchos que lo emplean (algunos, a tontas y a locas) no se acuerden de que fue Cabezas quien lo acuñó.
De estos ochocientos asturianos recogidos en el «Diccionario biográfico español», doce han merecido una consideración especial. Debe entenderse, en cualquier caso, que tratándose de un diccionario que abarca a toda España estos doce han sido valorados no por asturianos, sino como españoles. Por ello es explicable que un político como Indalecio Prieto, cuya actividad, en líneas generales, se desarrolló mayormente fuera de Asturias (y totalmente ajeno a Asturias hasta su reencuentro con la tierra natal) figure al lado de Jovellanos, cuya preocupación asturiana era constante. Son éstos los doce asturianos sobresalientes (según el «Diccionario biográfico español», todavía en curso de redacción y edición): los reyes Alfonso II el Casto (que reinó de 791 a 842) y Alfonso III el Magno (rey desde 866 a 910); el militar, tratadista militar y hacendista Álvaro Navia Osorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado, nacido en Puerto de Vega en 1684; Pedro Rodríguez Campomanes, conde de Campomanes (Santa Eulalia de Sorribas, Tineo, 1732); Gaspar Melchor de Jovellanos (Gijón, 1744); Agustín Argüelles (Ribadesella, 1776); José María Queipo de Llano, conde de Toreno (Oviedo, 1786); Fernando Villamil (Castropol, 1845); Leopoldo Alas, «Clarín» (Zamora, 1852); Ramón Pérez de Ayala (Oviedo, 1880); Indalecio Prieto (Oviedo, 1883) y Severo Ochoa (Luarca, 1905). Ninguno sobra en la lista, aunque muchos otros faltan. Y con los que no ocupan tanto espacio en el «Diccionario biográfico» podrían confeccionarse varias listas de doce individuos en cada una. No se dedica tanto espacio a Alfonso I como a Alfonso II, pero debe tenerse en cuenta que Alfonso I fue, en rigor, el primer rey de Asturias, y también el primero que, trasladando la guerra más allá de las montañas, a la Meseta ocupada por los invasores arábigos, inicia la Reconquista. Porque la batalla de Covadonga no fue reconquista en un sentido literal, sino defensa de Asturias contra unos invasores que se proponían ocuparla. La actitud de Alfonso I no era defensiva, sino ofensiva, pues se lanza a desalojar a los invasores de los territorios que habían ocupado al norte del río Duero. Y ¿no fue Alonso de Quintanilla uno de los más importantes hombres de gobierno salidos de Asturias en cualquier época? ¿O alguien puede poner en duda la importancia de Pedro Menéndez de Avilés como navegante, descubridor y conquistador? Otros asturianos se echan de menos, como el pintor Carreño Miranda o el dramaturgo Bances Candamo, el último autor del Siglo de Oro, o a Ceán Bermúdez, Flórez Estrada, Canga Argüelles o Riego o, ya en el siglo XX, Grande Covián; aunque es conveniente evitar el siglo XX en la medida de lo posible, porque si se cita a Santiago Carrillo, también habrá que citar a Torcuato Fernández Miranda. En cualquier caso, esta lista de asturianos es indicativa y, por otra parte, evita que se nos atribuya a nosotros una selección de personajes que, por muy medidos que están, siempre resultará arbitraria.
La Nueva España · 15 de agosto de 2005