José Ignacio Gracia Noriega
Alfonso III el Magno,
último rey de Asturias
En una edición bastante reciente de «Alfonso III el Magno, último rey de Asturias», de Armando Cotarelo Valledor, 1992, se añade al título de la portada, de manera oportunista y demagógica, «y primero de Galicia». Sería, por tanto, muy lamentable que el rey asturiano, ateniéndose a esto, pudiera ser aprovechado por el socialseparatismo gallego, ahora pujante.
Según Cotarelo Valledor, Alfonso III, «a quien la tradición y la historia calificaron de Magno», fue, en efecto, «hombre a la verdad grande por su progenie y por sus obras, cuya invicta existencia transcurre en continua pelea contra los seculares enemigos de la fe y de su raza y hasta contra quienes por patrióticas obligaciones y por vínculos de sangre debieron mostrarle ayuda fiel y continua. Incansable y tenaz en sus empresas, sufrido en las adversidades, pródigo de su hacienda y de su persona, valiente en la guerra, justo en la paz, manso de condición, mecenas de los doctos y de los artistas, amante de los suyos y generoso con todos, amparo de los buenos y castigo de los malos, consagra cuarenta y dos años de los sesenta y dos años de su fecunda vida a ensanchar las fronteras del reino cristiano, que extiende hasta el Duero, y a poblar desiertos, restaurar ciudades, reponer iglesias, fundar castillos y dotar cenobios. Su sombra venerada surge majestuosa de entre los rebeldes domados, los enemigos vencidos, las ciudades rendidas y las provincias ganadas, para coronar dignamente la serie de monarcas ilustres que se llamaron Pelayo y Alfonso, Ramiro y Ordoño».
Tan retóricos elogios son, evidentemente, más literatura que historia. De haber sido Alfonso III literalmente «invicto» no hubiera tenido el fin que tuvo (otro monarca posterior, Fernando I, incurrirá en sus errores, en lo que al tratamiento de sus herederos se refiere). Pero ello no es inconveniente para que haya sido un gran rey y, en cierto modo, la «otra cara» del primer auténtico rey de Asturias, Alfonso I. El primer Alfonso se ocupó de desertizar la alta meseta para establecer un «desierto estratégico» como frontera al sur de la cordillera Cantábrica, mientras que el tercero se ocupó de repoblar Zamora, Simancas, Dueñas, los Campos Góticos y Toro, y otras amplias zonas mesetarias. Según las crónicas, conquistaba y poblaba: «Sometió también otros numerosos castillos –leemos en la «Crónica Albeldense»–. En ese tiempo se desarrolló la Iglesia y se amplió el Reino. Fueron pobladas por los cristianos las ciudades de Braga, Oporto, Orense, Eminia, Viseo y Lamego». Pero también, si era preciso destruir y arrasar, destruía y arrasaba; no se concebía ningún tipo de «alianza entre civilizaciones», a pesar de que islámicos y cristianos estaban tan próximos. Así, arrasó Coimbra, que luego repobló con gallegos, y asoló los límites de Lusitania «por la espada y el hambre», hasta Mérida. El año 877 capturó en la raya de Galicia a un moro poderoso, que las crónicas llaman Abuhalit (Hasim ibn abd al Aziz), valido del rey Mahomet, por quien exigió un rescate de cien mil sueldos de oro. A lo que se ve, no era monarca que se anduviera por las ramas.
Además de guerrero y de estratega y político hábil, se considera que era hombre culto. Claudio Sánchez Albornoz le evoca escribiendo de su propia mano la crónica que lleva su nombre: «En el palacio de Ramiro, en una de las cámaras extremas, medita un hombre en plena madurez, que se cubre con ricas vestiduras y se sienta delante de un escrinio (...). Emplea los ocios cortesanos en componer la historia de su reino. Ha trazado ya la de los reyes godos desde Wamba y acaba de redactar en tono altisonante la narración de la victoria dada por Dios a los cristianos al pie del monte Auseva, y prosigue el relato».
Alfonso III era hijo de Ordoño I, a quien sucedió en 866, siendo aún muy joven, de catorce o dieciocho años. Según Barrau-Dihigo, «los cronistas musulmanes hacen constar que Ordoño I amplió las fronteras de su reino y obtuvo numerosas victorias sobre los musulmanes. Semejante elogio parece un tanto excesivo, pero podría aplicarse perfectamente a Alfonso III, que organizó auténticas maniobras tanto hacia Galicia como hacia León y Castilla la Vieja y derrotó a los infieles en varias ocasiones, unas veces en el curso de ofensivas y otras en operaciones de defensa».
Al año de ocupar el trono fue derrocado por el conde gallego Froilán, lo que le obligó a refugiarse en Castilla, donde fue acogido por el conde Rodrigo, con cuya ayuda retornó a Oviedo y el traidor Froilán fue muerto por los guerreros de la guardia de Alfonso. No sería éste el único derrocamiento que conocería el futuro rey Magno, y el último había de ser más penoso; pero en aquellos momentos el joven rey entraba a gobernar con ganas, y, como afirma la «Crónica Albeldense» (no con demasiada exactitud) «desde entonces superó siempre a los enemigos y fue favorecido por la victoria. Y por dos veces, al frente de su ejército, venció y humilló a los feroces vascones. Tiempo después fue sobre León una hueste de ismaelitas que llevaba por caudillo a Almúdar, hijo del rey Abderramán (II) y hermano de Mahomat, emir de Córdoba. Pero cuando llegó a tierras leonesas, Alfonso le impidió el avance, causándole miles de bajas y poniendo al ejército árabe fugitivo. Por esos mismos días, otro ejército de moros que había invadido el Vergidum (Bierzo) fue destruido y se recobraron con fortuna los territorios que tenía el enemigo».
De estas guerras defensivas, en las que derrotó y rechazó los ejércitos enemigos que amenazaban el Reino, pasó a encabezar una amplia campaña reconquistadora, emprendiendo la conquista y repoblamiento del norte de Portugal y obteniendo victorias decisivas sobre los moros en Valdemora, monte Oxifer, Pancorvo y Castrojeriz. Al tiempo demostró su capacidad como político, pactando siempre que le fue posible con los Beni Qasi, que controlaban parte del territorio castellano, y en otras ocasiones los combatió: o pacto o espada; y estuvo atento a las novedades políticas que tenían lugar en la parte musulmana, atrayendo a su bando a los descontentos y rebeldes, como el muladí Ibn Marwan de Mérida. Como acto de fina perspicacia política puede ser calificado su casamiento con Jimena, hija del rey de Navarra García Iñíguez, ya que de este modo se unían los dos reinos cristianos que se oponían al poderío de Córdoba en el norte de España, Navarra a Oriente y Asturias a Occidente. El matrimonio tuvo cinco hijos, «casi todos díscolos y revoltosos, que amargaron la vejez de su padre y crearon un semillero de conflictos, sobre todo en Galicia y León», afirma J. E. Casariego.
A causa de tal prole, los últimos años de Alfonso no fueron pacíficos ni felices. Alfonso III tenía el propósito de reconquistar todos los territorios que compusieron el antiguo reino godo de Toledo. Pero a partir del año 884, en que el presbítero Dulcidio acuerda una tregua en Córdoba, sigue un período de paz, hasta la aparición de una «mandi», Ahmed ben Muawiya, que se decía descendiente de los Omeyas y que levantó a las tribus bereberes establecidas entre los ríos Guadiana y Tajo; pero Alfonso consiguió detenerlos en la gran batalla del foso de Zamora. Mas las cosas no le iban tan bien en el palacio como en los campos de batalla. Después de la conjura de Addanino, y de la rebelión de su hijo García, sus hijos acabaron expulsándole del trono y Alfonso encontró refugio en Boides (Valdediós). Pese a estar privado de la corona, aún emprendió una última expedición contra los moros, y al regresar de ella victorioso murió en Zamora, el año 910. A su muerte, el reino se dividió entre sus hijos, correspondiendo León a García, Galicia a Ordoño y Asturias a Fruela. Nada podía resultar más conveniente para los enemigos que la división y fragmentación del reino. De este modo termina la capitalidad de Oviedo. Por fortuna, Ordoño redujo a sus hermanos, los desposeyó de sus reinos y terminó con la aventura separatista, estableciendo su capital en León, al otro lado de las montañas. Alfonso III fue un gran rey, con un final parecido al del rey Lear. De los 188 años que duró la monarquía asturiana, más de la mitad fueron ocupados por los reinados de Alfonso II (que duró 51 años) y de Alfonso III (44 años).
La Nueva España · 17 de agosto de 2005