José Ignacio Gracia Noriega
Jovellanos,
espejo de ilustrados
Jovellanos es el gran árbol (por ceñirnos al refrán) que impide ver el notable bosque de la Ilustración asturiana, y aún ese gran y dilatado bosque de la Ilustración española que se extiende a lo largo del siglo XVIII. España, en el siglo XVIII, conoció, según Jean Sarrailh, «las mismas aventuras espirituales que las demás naciones europeas, como las había conocido ya en el pasado, como había de conocerlas, una vez más, en época más cercana a la nuestra». Aunque en España, el vasto movimiento ilustrado presenta características propias, fue, como en el resto de Europa, una iniciativa minoritaria e individual, «el esfuerzo gigantesco de hombres ilustrados y resueltos que, con todas las fuerzas de su espíritu y todo el impulso de su corazón, quieren dar prosperidad y dicha, cultura y dignidad a su patria –continúa Sarrailh–. Estos "filósofos" a la manera internacional, aunque, por otra parte, fuertemente apegados a su tierra, sacuden viejos prejuicios y una agobiante tradición espiritual, y, con una mirada nueva, se ponen a medir el retraso de España respecto a las demás naciones europeas y a predicar incansablemente los remedios que acabarán con ese retraso. Algunos de ellos se expresan con fogosidad, como Cabarrús, otros con serenidad, como Jovellanos o Cavanilles, pero todos trabajan por esa restauración ya deseada y planeada en la generación anterior por hombres como Ward y Bowles, extranjeros conquistados y asimilados por España». No cita Sarrailh entre los ilustrados de la anterior generación a tres asturianos inevitables: Santa Cruz de Marcenado, Campillo y Campomanes. Aunque, en la consideración general de la Ilustración española, la figura inevitable e imprescindible es Jovellanos.
Sobre Jovellanos escribe Juan Agustín Ceán Bermúdez, su primer biógrafo y persona que tuvo mucho trato con él, que «entre los españoles ilustres que más honor han hecho a su patria en estos últimos tiempos, merecerán un lugar muy distinguido en la posteridad el excelentísimo señor don Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez, ya se consideren sus virtudes políticas y morales, ya sus altos empleos y destinos, ya su próspera y adversa fortuna, y ya finalmente su vasta instrucción y exquisitos conocimientos en la jurisprudencia, en las humanidades, en la historia, en la economía pública, bellas artes y otras ciencias. Los que hayan leído sus eruditas y elegantes obras en estos ramos, especialmente el Informe sobre la ley agraria, y los que hayan tenido conocimiento de su probidad, honradez y bondadoso carácter, de su ardiente celo en mejorar y propagar la instrucción de la juventud, de las graves comisiones que le confirió el Gobierno, de su infausto ministerio de Gracia y Justicia, de la injusta persecución y atroz encerramiento que sufrió en un castillo de Mallorca por espacio de siete años, del afán y patriotismo con que después trabajo en la Junta Central para convocar las Cortes en estamentos, según la antigua costumbre del reino, a fin de conservar la soberanía y autoridad real, de las calumnias y amarguras que le ocasionaron estos desvelos, y finalmente de los trabajos que sufrió en el mar, huyendo de los enemigos de su patria, de que resultó su lastimosa y precipitada muerte, no pueden dejar de apreciar su memoria, ni de mirar con interés cuantas noticias pertenezcan a la vida y hechos de un hombre tan ilustre y digno de perpetua alabanza». La cita es larga, pero se justifica no sólo por poco conocida, sino porque resume muy bien a Jovellanos y por la elocuencia de la prosa.
A diferencia de otros ilustrados, Jovellanos no era un afrancesado, sino que prefería, como remedio a los problemas de la patria, una vía reformista y moderada, a la manera inglesa. En realidad, él y Cánovas, un siglo más tarde, fueron de los grandes y solitarios anglófilos de la política española, en medio de una patulea de afrancesados que aún continúan gobernando y así nos luce el pelo. Siendo como era un liberal de profundos convencimientos, creía más en la libertad individual que en la abstracción de la democracia, sobre la que llegó a escribir que «está demostrándose con el ejemplo funesto de Francia, que no hay que esperar de ella la reforma del mundo». Entendía que la educación, si no la panacea universal, por lo menos evita graves desmanes, por lo que la fundación del Instituto Asturiano en Gijón se cuenta entre sus grandes logros en el terreno práctico. Tuvo oportunidad de gobernar, lo que es una manera de llevar la teoría a la práctica, pero nunca apeteció los cargos públicos, según anota en su diario el 16 de octubre de 1797, cuando le comunican su nombramiento como embajador en Rusia: «Cuanto más lo pienso, más crece mi desolación. De un lado, lo que dejo, de otro el destino al que voy; mi edad, mi pobreza, mi experiencia en negocios políticos, mis hábitos de vida dulce y tranquila». Por innumerables motivos, la figura de Jovellanos es ejemplar. Gregorio Marañón afirmó que, de haber vivido en la España de 1808, no hubiera querido ser afrancesado ni patriota de trabuco, ni liberal ni retrógrado, sino jovellanista.
Otra faceta de Jovellanos tal vez más importante, es la de escritor. Acaso podamos considerarle como el gran escritor español del siglo XVIII, sin olvidar al arcaizante Torres Villarroel, ni a Feijoo, que aclimata de manera efectiva el género del ensayo en España. Incluso como poeta, su aspecto literario en apariencia más débil, un gran poeta y crítico de poesía como Gerardo Diego reconoce que «su cálida dicción, su encrespado movimiento, la felicidad continua de la adjetivación, la audacia léxica y el soberbio equilibro entre el humor grave y la mal represada indignación, eleva a estas piezas (las sátiras) sobre el nivel de casi toda la poesía de su siglo».
Jovellanos (en realidad, Jove y Llanos, apellido que luego fue unificado) nació en Gijón, el 5 de enero de 1744, víspera de la festividad de los Reyes Magos, cuyos nombres llevaba Baltasar Melchor Gaspar, aunque él solía utilizar preferentemente el de Gaspar. Después de hacer los estudios de Latinidad en Gijón, y los de Filosofía en la Universidad de Oviedo, siguió los de Leyes y Cánones, en Ávila, ampliándolos y perfeccionándolos en el palacio del arzobispo Romualdo Velarde y Cienfuegos. También estudió en Osma y Alcalá de Henares. En 1765 realiza su primer viaje por Asturias; dos años más tarde, el 31 de octubre de 1767, es nombrado Alcalde del crimen de la Audiencia de Sevilla, y guardará grato e imperecedero recuerdo de esta estancia a orillas del Betis. Al cabo de diez años abandona Sevilla, al ser designado en 1778 Alcalde de Casa y Corte en Madrid. Con el apoyo de Campomanes ingresa en la Academia de la Historia. A causa de su amistad con Cabarrús se le presentan los primeros problemas, regresando entonces a Asturias con el objeto de estudiar todo lo relacionado con la explotación de los carbones minerales y, según él mismo reconoce, como sujeto de un «honesto destierro». Esta estancia en Asturias fue muy fecunda para Jovellanos y sumamente beneficiosa para la región. La explotación racional del suelo asturiano y la apertura de comunicaciones, tanto dentro de la región como con la meseta, constituyeron el meollo de la preocupación jovellanista; también leyó, estudió y escribió en su cómodo retiro de Gijón, del que es sacado en 1797, al ser nombrado embajador en Rusia, cargo del que no llega a tomar posesión, pues casi de inmediato se le designa ministro de Gracia y Justicia. Su ministerio fue corto y desgraciado, y a él siguieron los largos años de confinamiento en Baleares, donde, como compensación, escribió algunas de sus mejores páginas en prosa. Salió de su encarcelamiento «engrandecido, agigantado», según Juderías, «para desempeñar un papel heroico». A su regreso a la Península, España está invadida por las tropas napoleónicas. Jovellanos no duda sobre el partido que debe tomar, y aunque José Bonaparte, el rey intruso, le nombra ministro de Interior, Jovellanos lo rechaza. Tampoco se entrega incondicionalmente a los patriotas gesticulantes de Cádiz. Fugitivo de Gijón, a punto de caer en manos de los franceses, muere en Puerto de Vega el año 1811.
La Nueva España · 20 de agosto de 2005