José Ignacio Gracia Noriega
Otras docenas de asturianos
Se podría pensar que a mayor espacio, mayor categoría personal y mayor reconocimiento histórico. Pero no se crea que el principio del número (mayor número de páginas dedicadas a ellos) se impone al de la calidad. Por eso, cuando se elaboran listas, del tipo que sean, se suele decir que «no son todos los que están, ni están todos los que son», lo que es una manera de curarse en salud. En el «Diccionario Biográfico Español» que en la actualidad prepara la Real Academia de la Historia, y que debe estar terminado para finales de 2006, figuran al menos las biografías de unos ochocientos asturianos, de los cuales una docena merece una dedicación y un espacio preferentes: Alfonso II el Casto; Alfonso III el Magno; Álvaro Navia-Osorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado; Pedro Rodríguez Campomanes, conde Campomanes; Gaspar Melchor de Jovellanos; Agustín Argüelles; José María Queipo de Llano, conde de Toreno; Fernando Villamil; Leopoldo Alas «Clarín»; Ramón Pérez de Ayala; Indalecio Prieto y Severo Ochoa; esto es, dos reyes, dos escritores, tres ilustrados, tres políticos (uno de ellos, Toreno, además historiador notable), un marino y un científico galardonado con el premio Nobel de Medicina. La muestra es más que notable y ninguno sobra, por lo que puede decirse que «están todos los que son». Pero, además de éstos, hay otros muchos que son pero que no están. A esta docena decidida por los redactores del «Diccionario Biográfico Español» podrían añadirse otras docenas de personajes a las que inevitablemente se les concede menor relieve. Lo que demuestra que toda lista, elaborada con el criterio que sea, no deja de ser arbitraria. Y aunque el criterio seguido por los redactores de este diccionario haya sido firme, no deja de apreciarse en su lista cierto regusto a «corrección política». Nadie duda de la gran talla política y parlamentaria de Agustín Argüelles, pero ¿puede defenderse que su proyección política fue superior a la de Alejandro Mon o a la de Posada Herrera? La inclusión de Indalecio Prieto entre los personajes de primera fila obedecerá, digo yo, a su actuación política, de las más relevantes durante un largo período del siglo XX, antes que a su condición de asturiano.
Porque Prieto, aunque nacido en Oviedo, se descubrió asturiano muy tardíamente, después de ejercer como bilbaíno, y su relación con Asturias, aunque cordial, fue bastante escasa, siendo su actuación más importante en ella el contrabando de armas del «Turquesa», hecho deplorable en todos los sentidos y del que él mismo se arrepintió públicamente durante su exilio mexicano, en el discurso pronunciado el 1 de mayo de 1942, en que, refiriéndose a su intervención en la preparación de la Revolución de Octubre de 1934, dice: «Me declaro como culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria». Porque Prieto, aunque en algunas ocasiones defendió los intereses del PSOE por encima de los intereses generales de la nación, era, sobre todo, una persona decente.
En cuanto a marinos, está justificada la atención que se le concede a Fernando Villamil, pero ¿debemos considerarle por el espacio que ocupa en el «Diccionario Biográfico Español» como superior marino que Pedro Menéndez de Avilés?
No seguiremos por este camino, aunque insistimos: los que están, son, aunque otros que también son, no están. Cada cual puede elaborar la lista de la docena o dos docenas de asturianos de primerísima fila que pueden figurar al lado de estos doce asturianos tan meritorios y tan reconocidos. Yo he elaborado la mía, integrada por los siguientes:
1. Alfonso I; 2. Alonso de Quintanilla; 3. Pedro Menéndez de Avilés; 4. José del Campillo; 5. José Fernando Abascal; 6. Pedro Inguanzo y Rivero; 7. Evaristo San Miguel; 8. Alejandro Mon; 9. Fray Melchor García Sampedro; 10. Ramón de Campoamor; 11. José Menéndez; 12. Armando Palacio Valdés. Naturalmente, el orden que he seguido es el cronológico: no porque sea el mejor, ni imprescindible, sino porque cualquier lista ha de ir ordenada de alguna manera.
A Alfonso I se le puede objetar que no haya nacido en Asturias, ya que era hijo del duque de Cantabria; pero en su tiempo no existían los límites regionales, y es posible que de la misma manera que Pelayo resistió a los moros en Covadonga, el duque de Cantabria lo hubiera hecho, a su vez, en su territorio. Lo cierto es que, después de los reinados y caudillajes de don Pelayo y Favila, demasiado anodinos, a juzgar por las crónicas, podemos considerar a Alfonso I (rey por elección, en la que pesó su matrimonio con Ermesinda, hija de don Pelayo) el rey que inicia la Reconquista. Hasta su llegada al trono, los reyes se habían mantenido a la defensiva en Cangas de Onís. Alfonso I cruza las montañas y le planta cara al moro en la Meseta, estableciendo un desierto estratégico entre el Duero y los montes cantábricos: por ello le llamaban, además de el Católico, el Yermador. Su importancia histórica es enorme: consolida el reino de Asturias, ni más ni menos.
Alonso de Quintanilla fue uno de los personajes más notables del siglo XV, estadista, hacendista, soldado y hombre de gobierno, administrador de las rentas reales de los Reyes Católicos, a quienes sirvió como economista, como diplomático y como militar. Aunque más conocido como contador real, redujo al reino de Navarra y creó la Santa Hermandad y entre sus hechos en apariencia menores figura la protección que le dispensó a Colón.
Pedro Menéndez de Avilés no sólo fue conquistador y adelantado de la Florida y fundador de San Agustín, la primera ciudad europea de América del Norte, sino que a su alrededor se creó una ilustre estirpe de navegantes y guerreros asturianos.
José del Campillo es uno de los primeros ilustrados asturianos, hacendista, escritor (autor de numerosas y atinadas reflexiones españolas, que luego procuraba poner en práctica como gobernante) y ministro universal de Felipe V.
Otro ilustrado, hoy demasiado olvidado, José Fernando Abascal y Sousa, nacido en la calle de la Vega de Oviedo en 1743, llegó a ser virrey del Perú, figurando entre los mejores que ostentaron ese cargo, aunque le tocó gobernar en circunstancias muy difíciles.
En las Cortes de Cádiz se perfilan dos Españas, una progresista y de tendencia liberal y la otra tradicionalista y monárquica. No era esta última una España que lo fiara todo en el pasado, sino que desconfiaba de la retórica, ampulosa y un tanto falsa, del progreso; las cabezas de ambas Españas eran dos asturianos nacidos en concejos vecinos, a pocos kilómetros uno de otro: Agustín Argüelles y Pedro Inguanzo, por entonces canónigo, y que llegó a ser cardenal y arzobispo de Toledo (que haya podido ser Papa no pasa de ser una simple anécdota).
Fray Melchor García Sampedro desmiente al iracundo Julio Somoza, que aportaba como dato distintivo de Asturias que ningún hijo de esta tierra hubiera subido a los altares. Pero al fin subió fray Melchor, por su vida, tan heroica como su muerte.
Y, en fin: Alejandro Mon creó el nuevo sistema tributario español a la mitad del siglo XIX, Ramón de Campoamor renovó el lenguaje poético de su época y el indiano José Menéndez actuó como amo y señor de la Patagonia. La falta de espacio nos impide mayor detenimiento.
La Nueva España · 28 de agosto de 2005