Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

La aventura americana de Pío Aza

Nació en Pola de Lena en 1865, fue misionero en Perú, en donde llegó a ser el superior de los Dominicos, y escribió la primera gramática de la lengua machiguenga

El padre Pío Aza reside en Lima a sus setenta y cinco años, ocupando el cargo de superior de los dominicos de Perú. Se trata de un misionero ilustre, con más de treinta y siete años de selva a sus espaldas. Un misionero que no sólo es modelo de misioneros, sino, en cierta medida, su encarnación ya que como escribe J.M.S. en su biografía «Padre Pío Aza, apóstol de las selvas del Perú», «los indígenas que le conocieron, llaman después padre Pío a todos los misioneros que a ellos se acercan». A su labor misional añade el padre Pío parte muy importante de filólogo, gran conocedor de las lenguas indígenas. Con su impresionante barba negra, que ahora ha blanqueado por completo, es el «hombre de Urubamba», el viejo sacerdote que ya no reza el rosario porque habla con María directamente, pero que, aun asñi y a pesar de sus años, no deja de trabajar ni de viajar, aunque, por la edad y por el cargo, no se interna en la selva tanto como quisiera. Pío Aza, y el también asturiano Paulino Álvarez, fueron personajes principales de la evangelización de la selva amazónica, sobre la que escribe Sebastián Vallejo:

«La epopeya más importante del siglo XX de los misioneros dominicos de la provincia de España se sitúa en la región sudoriental del Perú, hoy amazónica y estribaciones, frontera geográfica con Bolivia y Brasil. Los ríos Madre de Dios, Tambopata, Inambari, Colorado, Urubamba, Purus con sus numerosos afluentes, han sido testigos de esta gesta notable».

«No he visto en toda la selva obra más grande y emocional -dirá con asombro uno de los aviadores que en vuelo rasante contemplaba la presencia solitaria de un misionero en medio de la tribus más agresivas-, un solo hombre e inerme en medio de esas tribus de la selva inmensa y pavorosa, sin más armas que su rosario en la mano y su fe en Dios».

El padre Aza me recibe con alegría porque le traigo noticias de España, de la que lleva ausente casi cuarenta años.

—¿Qué quiere que le cuente, Noriega? Si mi vida fue vulgar como la de cualquier otro. Sólo puedo decirle que recé muchos rosarios y que maté muchos zancudos.

—¿Sólo eso?

—Bueno… Y anduve por ríos y quebradas, por caminos y tochas. Y ahora aquí me tiene en Lima, como si estuviera jubilado.

—¡No me diga! ¡Si es el superior de los de Dominicos de Perú!

—Sí. Pero mi misión estaba en la selva. Todavía ahora, cuando puedo, vuelvo a Quillabamba para visitar la granja y el hospital y el colegio de niñas de las Madres Dominicas. Cuando estoy allí, los indios machiguengos me visitan constantemente: a Lima, es natural, se les hace más difícil venir. Monseñor Sarasola me trajo a la capital pensando darme gusto, pero, si le digo la verdad, mi amor está en la selva, con los míos.

—¿Qué le parece retroceder hasta Asturias, a su primeros años?

—Pues muy bien. Siempre llevo a Asturias en el recuerdo.

—¿Cuándo nació?

—El 12 de junio de de 1865, en Pola de Lena. Mis padres fueron Rodrigo Aza y Bernarda Martínez de Vega. Yo fui el último de sus seis hijos y recibí el bautismo en la parroquia de San Martín de la Vega.

—¿Cómo transcurrió su infancia?

—Con mucha felicidad. Ayudaba a mis padres en las faenas del campo y con el ganado, y jugaba con mis hermanas Rosa María y Manuela, que luego ingresarían en la Orden de Santa Clara diciendo «misas». De modo que puede decirse que empecé a aprender latín para poder jugar.

—Al tiempo se manifestaba su vocación sacerdotal, ¿no es así?

—Evidentemente.

—¿Ingresó directamente en la Orden de los Dominicos?

—No, hice el primer curso de la carrera eclesiástica en el Seminario de Oviedo. Al terminar, en 1863, decidí hacerme dominico, en parte porque Lena es cantera de dominicos y también por la gran admiración que en mí despertaba San Vicente Ferrer. Así que con dieciocho años de edad ingresé en el convento de Padrón, en Galicia, donde hice el noviciado. Los estudios de Filosofía y Teología los hice en el convento de Corias, en Cangas del Narcea, y concluí los estudios en el convento de las Caldas de Besaya, en Santander. Canté la primera misa en la ciudad de Santander, con veinticinco años cumplidos.

—¿Y marchó inmediatamente a las misiones?.

—No, qué va. A las misiones no marché hasta ya bien entrado en años, a punto de cumplir los cuarenta y uno. Al ordenarme sacerdote fui destinado al convento de San Pablo de Valladolid, en el que funcionaba la academia de Santo Tomás, más de una línea de Ateneo que de centro específico de estudio. Desde mi llegada a Valladolid me vinculé a esa academia nuestra y pronto me hice notar como predicador, lo que no vaya a creer que es fácil, tratándose de una orden de predicadores. Durante quince años prediqué innumerables novenas, triduos, retiros; pronuncié infinidad de conferencias; atendí al púlpito y al confesionario.

—¿Y a la enseñanza?

—No, a la enseñanza no me dediqué. Se conoce que mis superiores me consideraban más útil desde el púlpito.

—¿Cuándo marcha a las misiones?

—En 1906. El 20 de octubre de ese mismo año embarcamos en el vapor «Alfonso XIII» en el puerto de Santander, seis religiosos dominicos en dirección a la provincia del Rosario, de Filipinas. El 24 de noviembre, el vapor llega al puerto peruano de Callao, y siendo también necesarios sacerdotes en el Perú, se decide sobre la marcha que desembarquemos.

Desde entonces estoy en Perú, ¿qué le parece? Tardamos un mes en llegar a Cuzco, la gran capital incaica. En Arequipa, a dos mil metros sobre el nivel del mar, se inició nuestra aclimatación a las alturas de la cordillera de los andes. Yo atravesé la cordillera por la Raya, a 4.470 metros, para llegar a Cuzco, ciudad situada a 3.500 metros sobre el nivel del mar. De tan impresionantes alturas pasé a la hoya amazónica. Arriba, el mundo era blanco, y abajo verde. Así, año tras año.

—¿Recuerda su primera misión en Perú?

—Sí, claro. Se nos encomendó al padre Guillermo del Campo, que había llegado de España conmigo, y a mí, que fuéramos a llevar ropa y víveres a fray Wilson, un misionero norteamericano, que estaba al frente de la misión de Cospiñata. Corría el mes de enero de 1907. Nunca olvidaré mi primera visión de la misión, unos indígenas desnudos y casi muertos de hambre y frío, apiñados alrededor de una hoguera. Eran las primicias de mi nueva vida; me afirmaban en la vocación y ponían prisa a mis ansias. Acababa de descubrir un mundo primitivo como jamás hubiera imaginado..

—¿Pasaría peligros en ese mundo?

—Pasé de todo; peligros también. Durante mi estancia en Puerto Maldonado salí en viaje misional recorriendo los ríos Manuripe y Tehuamanu en una canoa. Durante cuatro semanas no se supo de mí, por lo que se divulgó la noticia de que había sido asesinado por unos salvajes. Pero yo siempre les digo a mis compañeros que en la selva no hay telégrafo, ni teléfono, por lo que no puede uno andar avisando a todas horas de donde está. También les digo que un misionero no es un ferrocarril, por lo que puede permitirse llegar a veces con retraso. Y casi estoy por decir que las más de las veces un misionero es más puntual que un ferrocarril.

—¿Por qué le llaman el hombre del río Urubamba?

—Porque fundé una misión entre los machiguengas del río Urubamba que no admitían integrase en la misión de Santo Domingo de Chirumba. La misión se encontraba en la boca del río Korribeni, y mi labor con los indígenas no sólo era de índole espiritual, sino que debía atender a sus necesidades de ropas, comida, enseres y herramientas.

—Tengo entendido que los indígenas le adoran.

—Sí, es verdad. Cuando me trasladaron a la misión de Quillabamba, doscientos kilómetros río arriba, los machiguengas subían a verme. Ellos, ahora a todo misionero que va por allá le llaman «padre Pío».

— Además de misionero, usted desarrolló una importante labor intelectual.

—Tanto como importante… En 1919 fundé con el padre Victorino Osende la revista «Misiones Dominicanas del Perú», con sede en Lima. También escribí unos «Apuntes para la historia de la misión del Madre de Dios», y trabajos sobre cuestiones antropológicas, hidrológicas y lingüisticas, que son, según parece, lo más importante, como el «Vocabulario español-huarayo», otro trabajo sobre el vocabulario de los «arasairi» y otro, en fin, sobre la lengua machiguenga. También escribí la primera gramática machiguenga, lengua a la que traduje el catecismo. Y denuncié los abusos que se cometían con los indios, lo que me costó la enemistad de las autoridades peruanas.

La Nueva España · 24 marzo 2003