Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Arboleya,
revolucionario del sacrificio

Sacerdote nacido en Pola de Laviana en 1870, fue uno de los principales impulsores del compromiso social de la Iglesia católica y del sindicalismo de inspiración cristiana

Nos llega el libro «Maximiliano Arboleya. Un luchador social entre las dos Españas» (BAC Biografías, Madrid, 2003), de Domingo Benavides: una biografía muy necesaria, no sólo por la gran significación histórica de Arboleya, sino también y sobre todo porque existe (y lo que es peor, persiste) la errada creencia de que sólo han sido las gentes de izquierdas, preferentemente las marxistas, las únicas que se ocuparon de cuestiones sociales. Ahí están en Asturias, sin ir más lejos, como ejemplos claros y entre sí tan distintos, las figuras del padre Gafo, de cuya resurrección se ocupa con ahínco Etelvino González, y don Maximiliano Arboleya, dos sacerdotes que entendieron ciertos conceptos de los Evangelios como algo más que pura retórica; y he de añadir a éstos, aunque no fuera asturiano, aunque desarrolló en Covadonga como canónigo una labor importante, a don Pedro Poveda. Dos de ellos, Poveda y Gafo, fueron asesinados vilmente durante la guerra civil, precisamente por los que consideraban que sólo ellos tenían la exclusiva de la redención social y cultural del obrero. Atosigados por una propaganda marxista desmesurada (cuya eficacia se está demostrando en que ahora va a cargar el PP con las culpas del atentado del 11 de marzo, cuando, salvo prueba en contra, los únicos beneficiarios de él han sido el PSOE y Francia: pero a eso se arriesga quien se empeña en ser «políticamente correcto» contra viento y marea: a tener que tragar carros y carretas), incluso en tiempos del General, figuras como la de Arboleya estuvieron muchísimo tiempo subvaloradas y poco menos que en la clandestinidad, pues al régimen anterior tampoco le gustaba que los curas anduvieran metidos en sindicalismos. Nada digamos de los sindicalistas marxistas, que veían en el cura sindicalista a un competidor, además de cura.

La biografía de Arboleya por Benavides es muy rica en noticias y abarca períodos de la historia española ya no tan reciente, pero que todavía son considerados con un apasionamiento y una demagogia que certifican la existencia de esas dos Españas (o, más exactamente, de una España y otra antiespaña), que, según algunos optimistas, habían desaparecido con la Constitución. El libro de Benavides es pulcro en todo momento, y en todo momento procura ser objetivo; otra cuestión es que no se calle verdades por miedo a molestar.

Vamos a visitar a don Maximiliano Arboleya a su retiro de Meres, a «su Tebaida», como él la llama. A pesar de que cuenta más de 70 años se le ve con un aspecto que no se diferencia demasiado al de las fotografías de su juventud. Le felicitamos por la biografía que sobre él ha escrito Benavides. Don Maximiliano nos dice, aleccionador:

—Una biografía ha de ser veraz. Yo confío en Benavides.

—Ya le dedicó a usted un trabajo hace años titulado «El fracaso social del catolicismo español».

—Me parece un buen título. No niego mi fracaso. Pero reconozco en él cierta grandeza, aunque peque de vanidad. Estuve solo, contra todo y contra todos, y así no hay manera de conseguir grandes cosas. Bien es verdad que estoy acostumbrado a conformarme con las pequeñas.

—Su biografía va precedida de una frase de Ángel Ganivet: «El verdadero revolucionario no es el hombre de acción: es el que tiene ideas más nobles y más justas que los otros y las arroja en medio de la sociedad para que germinen, y echen fruto, y las defienda, si el caso llega, no con la violencia, sino con el sacrificio».

—Estoy muy de acuerdo con esas palabras de Ganivet. Yo nunca tuve la petulancia de considerarme revolucionario. Sin embargo, siempre tuve muy firme que algún cambio hay que hacer en la sociedad para que las cosas vayan mejor.

—¿Le parece que contemos algunas cosas sobre su vida, don Maximiliano?

—Me parece bien.

—Empecemos, pues, por el principio. ¿Dónde nació?

—En Pola de Laviana, el 9 de octubre de 1870. Mi padre era Marcelino Arboleya, oficial del Registro de la Propiedad de la Pola, y mi madre, Amalia Martínez Vigil. Era hermana de fray Ramón Martínez Vigil, que más tarde sería obispo de Oviedo. A poco de nacer yo, mi padre fue trasladado al vecino Ayuntamiento de San Martín del Rey Aurelio, donde murió, teniendo yo 8 años. Entonces mi madre, joven aún, se casó en nuevas nupcias con tío Fernando, Fernando Fernández Fueyo, que era viudo de una hermana suya.

—¿Dónde hizo sus estudios?

—Los primarios, en Pola de Laviana. En 1884 ingresé en el Seminario Diocesano de Oviedo, donde cursé dos años de Humanidades, tres de Filosofía y cuatro de Teología. Al fundarse el Pontificio Colegio Español de Roma fui enviado allá becado por la diócesis de Oviedo, en atención a mi expediente. En Roma, además de estudiar griego y arqueología, obtuve la licenciatura en Teología por la Universidad Gregoriana y el doctorado «in utroque jure» por el Pontificio Seminario de San Apolinar. También recibí en Roma todas las órdenes sagradas excepto el presbiterado, que me lo confirió mi tío Ramón, ya obispo de Oviedo, el 20 de julio de 1895.

—Sobrino del obispo y con brillante expediente académico, no cabe duda de que se le presentaba un buen porvenir.

—Eso pensaron mucho: que llegaría a obispo. Pero, de momento, me contenté dando clases de Teología en el Seminario ovetense, y en 1898 fui, por oposición, canónigo de la Iglesia de Oviedo, de la que llegué a ser deán en 1923. Una de mis primeras actividades fue la de secretario de la Junta Diocesana para el Congreso Católico de Burdeos en 1899. Poco después fundé la Liga de Defensa Eclesiástica, de la que fui primero vicepresidente y luego presidente, cargo que simultaneé con el de secretario de la junta organizadora de peregrinaciones a Lourdes.

—Esto es: ¿sus primeras actividades fueron eclesiásticas y piadosas?

—En efecto. El sacerdote, primero es sacerdote, e incluso cuando se involucra en asuntos mundanos, es sacerdote. Poco a poco pasé de cuestiones de carácter puramente piadoso, como organizar peregrinaciones a Lourdes, a interesarme por cuestiones relacionadas con la justicia. Para mí, la cuestión social es una cuestión primeramente de justicia. Pero, además, tuve que ver con la justicia de los tribunales y de las cárceles, que es poca justicia, por formar parte del Patronato de Reclusos y Libertos. Ahí contemplé casos de sangrante injusticia. También formé parte de la Asociación de Caridad y de la Junta provincial de Beneficencia.

—Y de ahí al sindicalismo, ¿hay un paso?

—No, hay mucho más que un paso. Hay que saltar una verdadera montaña de suspicacia, de mala fe, de incomprensión, de prejuicios...

—¿Qué hace en este terreno, en la actualidad?

—En la actualidad, nada, por razones perfectamente comprensibles. Pero no está de más intentarlo cuando se pudo o cuando se pueda en el futuro. Después de la guerra civil es muy difícil intentar cualquier cosa, porque prácticamente todo ha quedado fuera de la ley.

—¿Cuál era su proyecto político?

—Vamos a dejarnos de adjetivos como político, sindical o similares. Mi proyecto era lograr la compenetración entre la Iglesia y las organizaciones obreras. Labor difícil, porque en las organizaciones obreras hay un sentimiento anticlerical muy fuerte, mientras que las organizaciones católicas consideran a las obreras con desconfianza y miedo. Para poder realizarla viajé por diversos países europeos, estudié el funcionamiento de empresas similares a las que yo me proponía impulsar, y pronto me di cuenta de que lo importante era ir a lo práctico: organizar la Federación de Sindicatos Agrícolas, la Bolsa del Trabajo, los Sindicatos Femeninos, en los que el carácter sindical no excluyera lo católico.

—El cardenal Guisasola tuvo la idea de ponerle al frente de un Secretariado de Sindicatos Católicos, ¿no es cierto?

—Cierto. Pero hubo que luchar con muchos obstáculos: los marxistas me acusaban de reaccionario y los católicos me creían más peligroso que Pablo Iglesias.

—Ante esto, ¿cómo salió librado de la guerra civil?

—Pues imagínese. Cuando mandaban los de izquierdas, tuve que salir de Asturias por seguridad. Y cuando volvieron a mandar los de derechas, algunos dieron en considerarme como sospechoso porque los «rojos» no me habían puesto a fortificar.

—¿Y ahora?

—Estoy retirado. Pero el 15 de agosto de 1950 me hicieron un homenaje, ¿sabe usted?

La Nueva España · 12 de julio de 2004