Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

El P. Cadete,
de capitán a ermitaño

El P. Cadete, que creció en el palacio de Miraflores de Noreña a finales del siglo XVIII, se retiró a Las Batuecas tras pasar por el Ejército y por los Carmelitas Descalzos

Lo de P. Cadete suena un poco a capellán de Roberto Alcázar y Pedrín. Sin embargo, José María Acevedo y Pola es un personaje de otra época, con rasgos de aventurero y de santo, a quien Fausto Vigil, cronista de Siero, dedicó una biografía que debiera ser reeditada, tal como propone Miguel Ángel Fuente Calleja. Noreñense ilustre, vivió diversas peripecias antes de retirarse a Las Batuecas a hacer vida de ermitaño. A este aspecto de su biografía se refieren los versos:

«Fue la luz de este desierto
y fue la sal de esta tierra»

en los que se exalta su vida humilde y virtuosa:

«vivió labrando su huerto
para ser santo en la tierra».

Por cierto, Feijoo escribe sobre Las Batuecas: «Es fama común en toda España que los habitantes de Las Batuecas, sitio áspero y montuoso, vivieron por muchos siglos sin comercio o comunicación alguna con todo el resto de España y el mundo, ignorantes e ignorados aún de los pueblos más vecinos, y que fueron descubiertos con la ocasión que ahora se dirá: un paje y una doncella de la casa del duque de Alba, determinados a casarse contra la voluntad de su amo o medrosos de la ira de éste, porque ya la pasión de enamorados los había hecho delincuentes, buscando, fugitivos, sitio retirado donde esconderse, rompieron por aquellas breñas; y vencida su aspereza, encontraron a sus moradores, hombres extremadamente bozales y de idioma peregrino, tan ajenos de toda comunicación con los demás mortales que juzgaban ser ellos los únicos hombres que había en la tierra».

Casi parece el argumento de «El amor y el río Piedra», de don Ramón de Campoamor, poema en que el poeta naviego proclama, con rotundidad de gobernador civil, que no hay mejor Guardia Civil que la conciencia.

Vamos a buscar al P. Cadete en compañía de su amigo y propagandista Miguel Ángel Fuente Calleja al desierto de San José de las Batuecas, en las estribaciones de la Peña de Francia. En La Alberca nos explican, en el bable del lugar, dónde podemos encontrar al P. Cadete. Nos internamos en un bosque de alcornocales, en lo más profundo del cual se divisa la humilde ermita levantada por el P. Cadete con sus propias manos: una choza estrecha, con techo de ramas, coronado por una cruz. Sobre la puerta vemos una calavera sobre dos tibias cruzadas.

—Parece el cobijo de un pirata –comento yo, irreverentemente.

—Calla, Nacho, que si te oye, nos joroba –me dice Miguel Ángel, asustado.

—Pero ¿no dices que es un santo?

—Sí, pero antes fue militar.

Entramos en la ermita, en cuyo interior, el P. Cadete está rezando de rodillas, ante un libro abierto. Es un anciano robusto, calvo y de larga barba blanca, que viste hábito de carmelita. Al oírnos entrar, nos pregunta con recelo.

—¿Qué se les ofrece? –pero al reconocer a Miguel Ángel cambia de tono y nos invita a sentarnos en el suelo. Cuando le exponemos que nos lleva allí el propósito de hacerle una entrevista, mueve dubitativamente la cabeza, preguntándose si no será vanidad responder a preguntas mundanas, mas Miguel Ángel le especifica que se trata de contar su vida para edificación del público en general.

—Siendo así... –dice el P. Cadete; y comienza su historia–. Nací en la ciudad de Vigo el 15 de octubre de 1763.

—Yo creí que había nacido en Noreña –digo; a lo que él contesta, airado:

—No interrumpa hombre, no interrumpa. Si yo digo que nací en Vigo fue porque nací en Vigo. Mi padre, Manuel Jacinto Acevedo y Navia, era también de Vigo y como su profesión era la de militar, estaba destinado en Galicia cuando nací yo. Quien era de Noreña era mi madre, doña Josefa María Ventura Pola y Navia, conocida por el apodo de «madre amorosa de los pobres». El matrimonio tuvo siete hijos, de los cuales yo soy el segundo. Uno de mis hermanos fue el desdichado general Vicente María Acevedo y Pola.

—¿Y vivió mucho tiempo en Vigo?

—Hasta 1770, año en que mi padre, al ascender al grado de mariscal de campo, solicita el retiro del Ejército y nos vamos todos a vivir al palacio de Miraflores. En Noreña, por tanto, hice las primeras letras, pasando posteriormente a estudiar a la Universidad de Oviedo. A la muerte de mi padre, mi madre heredó su grado, y desde entonces fue conocida por todos por el sobrenombre de la «Mariscala».

—Por lo que veo, había en su casa un ambiente militar.

—Piadoso y militar, en efecto. Con 16 años ingresé yo en la Academia Militar de Segovia, saliendo de la misma en 1782 como caballero cadete.

—¿Por eso es por lo que le llaman el P. Cadete?

—Sí, por eso, pero tenga en cuenta que llegué a alcanzar el grado de capitán.

—Perdone usted. ¿Dónde estuvo destinado?

—Nada más abandonar la Academia fui destinado al Campo de San Roque, en Cádiz, para unirme al Ejército de cuarenta mil hombres que intentó forzar a los ingleses, sin éxito, para que devolvieran la plaza de Gibraltar. Posteriormente, estuve destinado en Madrid y amplié estudios en Barcelona, hasta alcanzar el grado de capitán de guardias españoles. Durante tres años continué sirviendo con este grado hasta que la llamada de Dios fue tan poderosa que hube de escribirle a mi madre, pidiéndole consentimiento para abandonar la carrera de las armas, en la que jamás tuve contratiempo alguno, pero en la que servía, desde hacía algún tiempo, con la mayor repugnancia.

—¿Y qué contestó a eso la Mariscala?

—Que tratándose de fuerza mayor, y Dios siempre es fuerza mayor, abandonara el Ejército para servir en milicia más gloriosa. De este modo, ingresé en la Orden de los Carmelitas Descalzos en 1789, en Valladolid, coincidiendo con la Cuaresma. Durante algún tiempo permanecí en Salamanca, estudiando teología y más tarde fui enviado al convento de Segovia. Al entrar en religión tomé el nombre de fray José María del Monte Carmelo.

—¿Y cómo le dio por hacerse ermitaño?

—No «me dio por ahí», sino que fue otra llamada de Dios. Durante mi estancia en Segovia dediqué mucho tiempo al confesionario y al púlpito, y a veces salía a hacer misión por esos mundos. En uno de mis viajes apostólicos descubrí el desierto de Las Batuecas y la aldea de La Alberca. En sus cercanías, en las márgenes del río Batuecas, en las estribaciones de la Peña de Francia, existían unos terrenos donados por el duque de Alba en el siglo XVI, a los que se retiraban algunos religiosos para vivir en oración y reflexivamente. El año 1797 me retiré a este lugar, en el que llevo cuarenta años. Al principio, viví en la oquedad de un alcornoque. Con el tiempo, levanté esta ermita, que es a la vez templo y vivienda. ¡No saben ustedes con cuánto regalo trato a mi cuerpo en relación a como lo trataba los primeros días!

—Por lo que vemos, hay más ermitas, además de la suya.

—Sí, no voy a decir que por seguir mi ejemplo, sino porque el lugar debe ser adecuado para ello, vinieron otros santos varones, que levantaron sus ermitas entre las rocas o en la selva. Cada ermita está señalada por un ciprés y dispone de una campana, para usarla en caso de necesidad.

—¿Anduvieron por aquí los napoleónicos durante la francesada?

—Sí, señor. Guardo muy mal recuerdo de los franceses. Asesinaron a mi hermano Vicente María en Aguilar de Campoo y llevaron a su ayudante Rafael del Riego a Francia, donde le hicieron masón. Pero peores que ellos son los liberales que nos gobiernan ahora, que mandaron cerrar todos los conventos.

—Sin embargo, a usted el gobernador civil de Salamanca le nombró custodio y archivero del convento de Las Batuecas el año pasado.

—Sí, para que no se caiga. Sin embargo, entre los achaques de la edad y la mala disposición del Gobierno, ya no puedo ir a predicar a Béjar, a Miranda del Castañar, a Plasencia o a Las Hurdes.

—Por estas tierras dicen que usted hace milagros.

El P. Cadete disimula una sonrisa y nos señala la puerta.

La Nueva España · 19 de julio de 2004