Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

José Ramón Larrosa Guisasola

Nacido en Trubia en 1833, fue un destacado especialista de las fábricas de armas trubieca y de Oviedo, y recibió la cruz de Isabel la Católica por sus servicios

Al naciente industrialismo asturiano contribuyeron de manera decisiva numerosos técnicos y obreros, procedentes principalmente de las provincias vascongadas, en las que ya existía una cierta tradición industrialista, o bien de más allá de los Pirineos, siendo muy considerable el número de belgas. Ésta es la procedencia de José Ramón Larrosa Guisasola, a quien yo suponía vasco de nacimiento, como lo fueron sus padres; pero Larrosa me asegura que, pese a sus apellidos y parentela, todos vascos, él es asturiano de nacimiento.

—Sí, señor, yo nací en Trubia, en año 1833. Mis padres habían residido algún tiempo en Oviedo, antes de afincarse en Trubia, razón por la que algunos me dan por ovetense, pero soy de Trubia, al menos eso le oí decir muchas veces a mi madre. Y si ella lo decía es porque lo sabía mejor que ninguno, ¿no le parece?

—Desde luego. ¿Y de qué parte de las vascongadas venían ustedes?

—Del caserío de Éibar, tanto los Larrosa como los Guisasola. Las dos familias se unieron por matrimonio y se establecieron en Trubia. Durante mucho años hubo gente apellidada Larrosa Guisasola, o Guisasola Larrosa, dedicada a la fabricación de gas o de armamento. Por eso los primeros vinieron a Asturias, porque en esta tierra se abría un buen porvenir para los obreros especializados.

—¿Por qué su rama familiar marchó para Trubia?

—Porque mi padre era artillero, en el sentido de que sabía fabricar armas pesadas. Solía decir que Asturias era un paraíso para las industrias metalúrgicas, porque disponía de todo lo que se puede desear para desarrollar ese tipo de industria: tiene agua en abundancia, tiene carbón, tiene la madera que crece en sus grandes bosques…

—¿Pero no piensa usted que esas riquezas, de tanto explotarlas, pueden agotarse? El viajero inglés Edward Clarke ya denunciaba, a mediados del siglo XVIII, que las constantes talas de árboles en Asturias ponían en peligro la gran riqueza forestal de la región.

—Sí, pero hay que tener en cuenta que esas talas se hacían para construir las grandes naves de la Marina de Su Majestad. ¿A usted se le ocurrió pensar en la cantidad de madera que es necesario cortar para construir un barco de madera mediano?

—No, no se me había ocurrido calcularlo hasta ahora, pero lo imagino y me echo a temblar. De todos modos, en la actualidad los barcos de se fabrican de hierro.

—Sí, es cierto. La madera ya no se utiliza para fabricar los barcos, pero sí para alimentar los hornos. Así que, sobre poco más o menos, se continuará gastando la misma madera que antes.

—¿Usted cree que un barco de hierro es superior a otro de madera?

—¡Yo qué se! Supongo que en caso de combate naval, el barco de hierro se encontrará en mejores condiciones que el de madera. Pero a la larga lo que importan son los hombres, la marinería y la oficialidad. Si unos y otros son incompetentes, lo mismo dará que el barco sea de hierro, madera o papel.

—¿Usted aprendió el arte de la fundición de su padre?

—Sí, claro. Mi padre había marchado a trabajar a la fábrica de fundición que había establecido en Oviedo don Carlos Bertrand, que era de nacionalidad belga. Esta fábrica proporcionaba material diariamente a los talleres de fundición y moldeo de la Fábrica de Trubia, razón por la cual mi padre comenzó a ser conocido por los directores de la fábrica, que acabaron proponiéndole que se fuera a trabajar con ellos. Al fin les hizo caso, y ése es el motivo por el que yo nací en Trubia y no en Oviedo.

—De manera que puede decirse que su infancia transcurrió alrededor de la Fábrica de Trubia, ¿no es así?

—No sólo es así, sino que, todavía al borde de la infancia, entré a trabajar en ella como aprendiz de la Escuela teórico-práctica, sin haber cumplido los 12 años de edad. Aquella escuela era magnífica, y contribuyó a formar a multitud de operarios, hábiles y entendidos.

—Entre ellos, usted.

—No está bien que lo diga, pero todavía era aprendiz cuando introduje una modificación en la llave del fusil que fabricábamos, con destino a las unidades del ejército español. El señor Elorza, que acababa de llegar como director a la fábrica de Trubia, se interesó por el operario que había introducido aquella modificación en el fusil, y al verme en su presencia, exclamó: «¡Caramba! ¡Si todavía es un niño!».

—Y a partir de entonces, ¿qué relaciones tuvo con Elorza?

—Muy buenas. Siempre me tuvo a su lado, mientras estuvo en Trubia, de donde marchó el año 1867. Cuando le encargaron la reorganización de la Fábrica de Armas portátiles de Oviedo, como él continuaba dirigiendo la Fábrica de Trubia, me destinó a Oviedo, porque quería que en las nuevas instalaciones hubiera gente competente. Pero al verme por primera vez me ordenó que no descuidara los estudios en la escuela teórico práctica, después de felicitarme efusivamente.

—¿En qué consistía la escuela de aprendices?

—Era una escuela para la formación de obreros. Cada aprendiz ganaba de dos a tres reales de jornal diario, y una vez terminada la jornada laboral, que nunca era agotadora, debía asistir a las escuelas de matemáticas, dibujo y otras asignaturas prácticas.

—Una vez concluidos los estudios, ¿siguió usted vinculado a la Escuela de Aprendices?

—No tanto como quisiera, porque Elorza me llevó con él, y de este modo se explica que con tan sólo 23 años de edad haya hecho mi primer viaje al extranjero, en comisión a Bélgica. En 1858 fui nombrado Examinador Principal del Grupo de los Talleres de Precisión y Pistolas revólveres, no tardando en pasar a la Fábrica de Armas Cortas de Oviedo, en comisión de servicios. Regresé a Trubia tres años más tarde, al ser nombrado primer maquinista, concediéndoseme la cruz de Isabel la Católica como recompensa a mis buenos servicios.

(Sin duda son muchos los que creen que recompensar a los obreros ejemplares con medallas y otro tipo de condecoraciones es novedad instaurada a partir del triunfo de la revolución de 1917 en la Unión Soviética, que por aquel entonces se llamaba Rusia, lo mismo que ahora. ¡Para que aprendan los que creen que modificando el santoral y la toponimia se hacen los grandes cambios! De este modo, el estajanovista cargado de medallas formaba la vanguardia de la construcción del socialismo, junto con el soldado guardián de la revolución (que era el nuevo nombre que había tomado la patria), y el estudiante ardoroso, más ahíto de consignas que de ciencia, hasta el extremo que Lenin le aconsejaba a Maxim Gorki que si enfermaba no se pusiera en manos de un médico marxista, porque, habiendo dedicado lo más de su vida a estudiar a Marx, lo probable es que hubiera descuidado el estudio de la medicina. De manera que en la Unión Soviética sucedió lo que era previsible, aunque nadie quisiera admitirlo: que en el socialismo real sólo trabajaban los estajanovistas, pero el día de San José Obrero. En cambio, en el mundo capitalista se premiaba al buen trabajador con compensaciones económicas, lo que parece ser más efectivo. Y en tiempos de Isabel II se reconocía a los operarios excelentes, como Larrosa, con grandes cruces. Y aquí cerramos el paréntesis).

—¡No me diga!

—No sólo esa cruz tengo. También estoy en posesión de la cruz de primera clase del Mérito Militar, recibida en 1867, y una nueva cruz del Mérito Militar recibida en 1870 por mi trabajo como comisionado en la Fábrica de Armas Blancas de Toledo. También desempeñé comisiones en Francia, Inglaterra y Sevilla y, posteriormente, en Ruelle y Nevers.

—¿Su labor profesional se limitó al armamento?

—No, también hice trabajos relativos a la instalación de la iluminación por gas en Oviedo, motivo por el que colaboré muy directamente con don José Ramón de Luanco, que es un sabio en toda la extensión de la palabra. Y gracias a la experiencia adquirida en Oviedo, hice la instalación de gas en la Fábrica de Trubia, y más tarde, el Ayuntamiento de Oviedo me encomendó extender la instalación del gas a las calles y barrios de Trubia. Eso fue en 1890.

—Y en la actualidad, ¿qué hace?

—Pues continúo aquí, en Trubia, ya que al llegar a la edad de la jubilación se me propuso continuar en el escalafón de Artillería como maestro armero eventual. Y yo acepté.

(Nota: Parte de los datos de esta «entrevista» están tomados del libro «Asturias, una historia del gas de alumbrado», de Juan Santana, Hidroeléctrica del Cantábrico, Oviedo 1989.)

La Nueva España · 20 de septiembre de 2004