Ignacio Gracia Noriega
Goico Aguirre,
arte y acción
Nació en Oviedo en 1906, estudió Bellas Artes en Madrid, amplió estudios en Roma y París, donde cosechó gran éxito como escultor, y fue profesor de Dibujo en Luarca
A pesar de sus apellidos vascos, Goico Aguirre es un ovetense que ha escogido el arte como meta de su vida, y el apócope de su primer apellido como seudónimo. De manera que Goico-Aguirre, unido por el guión, es su nombre de guerra. Resulta un nombre fácil de retener, que no se olvida.
—¿Más fácil que Goicoechea Aguirre?
—Sí, claro. Aunque sabrá usted que existen apellidos vascos más enrevesados e impronunciables.
—Sí, desde luego: apellidos kilométricos, como los rótulos de alguna estación de ferrocarril en Alemania.
—¿Usted cree que el nombre tiene importancia para un artista?
—Desde luego. Ahí tiene, sin ir más lejos, a Azorín. De haber insistido en firmar José Martínez Ruiz, que era como se llamaba, no le hubiera quedado más remedio que ponerse a trabajar, a la larga o a la corta, como pasante de notario.
—¿Usted cree, por tanto, que son los apellidos los que determinan la convivencia o inconveniencia de un seudónimo?
—Según. Yo puedo entender que Goicoechea Aguirre es un apellido demasiado largo para un escultor, y lo es, en efecto, si lo comparamos con Rodin, pongo por caso. Vea la diferencia entre Rodin y Goicoechea. El segundo suena a empresario bilbaíno. Por otra parte, Goico es más familiar.
—Ha citado a Rodin. ¿Se siente discípulo de Rodin?
—¿Y quién no, entre los modernos? Aunque mi maestro, en el sentido en que me enseñó todo lo que sé en el aspecto técnico y formal, fue don Víctor Hevia. Ningún artista puede sustraerse al influjo de Miguel Ángel o Rodin, dos hombres que miraban el bloque de mármol y ya veían la escultura dentro de él. Contemplaban la escultura hecha y terminada antes de darle el primer martillazo al mármol.
—Algunos suponen que Goico es su nombre de pila.
—Pues no. Bien sé que algunos vascos han incurrido en la moda de rebautizarse con nombres que ellos consideran más vascos que aquellos con los que figuran en el registro civil. Pero tal no es mi caso. Yo me llamo Faustino.
—¿Y dónde nació Faustino Goicoechea Aguirre?
—En Oviedo, el 9 de enero de 1906.
—¿Y pasó en Oviedo su infancia?
—Sí. En Oviedo hice los estudios primarios, y todavía no había salido de la Primaria cuando se despertó en mí la invariable vocación hacia el arte, razón por la cual, una vez terminados los estudios primarios, y todavía de calzón corto, como puede usted imaginar, ingresé en la Academia de Bellas Artes. Allí, para mi suerte, tuve como profesor a don Víctor Hevia, el cual consiguió encauzar mi afición artística hacia la escultura. En buena parte gracias a don Víctor Hevia, soy yo escultor.
—Y tengo entendido que muy precoz.
—Precoz, porque en 1923 gané una de las becas establecidas por la Diputación Provincial de Asturias para cursar los estudios de Bellas Artes en Madrid. De 1923 a 1927 fui alumno de la Escuela Superior de Bellas Artes, de la que salí en 1927, como le digo, con el título de profesor de Dibujo. Pero un año antes, en 1926, me había dado a conocer con algunos dibujos y varias esculturas presentados a la Exposición de Artistas Asturianos, que patrocinaba el Ateneo Obrero de Gijón.
—Con el título de profesor de dibujo en el bolsillo, ¿decide entonces dedicarse a la enseñanza?
—¡No! Por suerte, la Diputación Provincial me pensionó en 1929 para ampliar estudios en Roma. Pasé un año en Roma que puede decirse que fue definitivo, no ya para mi formación técnica, sino para mi maduración como artista. Durante ese año recorrí fervorosamente todos los museos que pude, porque hay quien dice que Italia entera es un museo, y no exagera, y en el estudio y conocimiento de los clásicos forjé un estilo propio: lo afirmo sin jactancia.
—Aparte del aprovechamiento artístico, ¿cómo le fue por allá?
—Muy bien. Los italianos son nuestros primos hermanos.
—¿Cuándo regresa a Oviedo?
—En 1930, después de un año que me supo a poco. Pero creo que fue un año muy bien aprovechado. Con todo el material que traje de Roma, hice una exposición en el Ateneo Popular de Oviedo, que resultó un éxito. Con las ganancias obtenidas, pude trasladarme a París ese mismo año, para completar los estudios. Volvía de Roma, muy empapado en arte clásico y renacentista, pero me faltaba por conocer el arte moderno en «el ojo del huracán», por así decirlo. Y fui a París a conocerlo en su salsa, como si fuera un argentino: figúrese hasta dónde llegaría mi entusiasmo. Aunque el francés sea especie zoológica de peor pelaje que el italiano, vaya por delante. Como en París no disponía de una beca, sino de los modestos ahorros que había podido reunir vendiendo mis obras, hube de patear la ciudad sin reposo, recorriendo las principales galerías de exposiciones con reproducciones fotográficas de mis obras debajo del brazo. Al fin, las fotografías de mis obras llamaron la atención del encargado de uno de los salones más prestigiosos, la Galería de Arte Contemporáneo, el cual me hizo la oferta de cederme gratuitamente el local siempre que yo me comprometiera a presentarle el material suficiente para hacer una exposición en el plazo de tres meses. Tuve que trabajar sin reposo, hasta la angustia y el agotamiento, de día y de noche. Pero cumplí el compromiso, la exposición resultó un gran éxito, y, a partir de entonces, fui conocido y reconocido por la crítica más exigente, y mi nombre empezó a figurar entre los escultores españoles más respetables.
—Después de este éxito, ¿no siente la tentación de quedarse en París?
—No. La vida en aquella gran ciudad resultaba un poco complicada para un escultor joven. Hubiera podido quedarme allá unos años, a ver qué pasaba; pero preferí no tentar la suerte, y ser cabeza de ratón antes que cola de león, razón por la que regresé a Oviedo, y en el verano de 1931 realicé una nueva exposición en el Ateneo, que resultó un éxito completo. Y después de este éxito consideré que era hora de tomarse las cosas con un poco de calma, razón por la que marché a Madrid a concurrir a los cursillos de selección para profesorado de Segunda Enseñanza durante el verano de 1933. Obtenida la plaza de profesor de Dibujo en el Instituto de Luarca, en 1935 hube de renunciar a ella a causa de los numerosos encargos que me llegaban, tanto de instituciones públicas como de personas privadas. Para atender tantos y tan variados encargos, algunos de ellos de gran importancia, hube de abrir un estudio en Oviedo y dedicarle las veinticuatro horas del día. De todos modos, de Luarca no sólo traje buenos recuerdos, sino que contraje matrimonio allí con la señorita Julia Suárez del Otero.
—Y poco después estalla la guerra civil.
—¡No me hable! Aquello fue un auténtico desastre, personal y colectivo. Yo colaboré en el «Avance», como dibujante, y acompañé varias veces a Juan Antonio Cabezas, que oficiaba de corresponsal de guerra, a las trincheras de San Esteban de las Cruces, Villafría y Santa Ana de Abuli. Cabezas escribía el texto y yo dibujaba algunos apuntes, para ilustrarlo.
—En Villaviciosa, ¿no tuvo una experiencia terrible?
—Sí, terrible. Me habían nombrado conservador de monumentos, y un día que fui a Villaviciosa vi a un par de milicianos que estaban atacando a martillazos la preciosa portada de una iglesia. Les llamé la atención y ellos me detuvieron, por considerarme defensor del oscurantismo, y me llevaron a presencia del jefe del comité. Este me recibió con mono y gorro cuartelero, y por poco me fusila por defender una iglesia; pero entonces yo le dije que el pórtico de aquel templo era «cultura», y al sonar esa palabra mágica, el jefe del comité me pidió disculpas y ordenó fusilar a los dos milicianos iconoclastas.
—¿Y después de la guerra?
—Me fui a vivir a Madrid. En 1947 expuse en el Museo de Arte Moderno, con gran éxito. Ahora trabajo, sobre todo, el barro.
La Nueva España · 18 de octubre de 2004