Ignacio Gracia Noriega
Frankowski y los hórreos
La Gran Guerra retuvo de 1914 a 1920 al etnógrafo polaco en España, lo que le permitió conocer y estudiar la arquitectura tradicional del Principado
Próximo a celebrarse en Oviedo el I Congreso del hórreo asturiano, durante los días 29 y 30 de este mismo mes, no está de más que nos traslademos a Poznan para hacerle una visita a Eugeniusz Frankowski, el investigador polaco autor de «Hórreos y palafitos de la península Ibérica». Con muy buen aspecto, pese a sus muchos años, el ilustre etnógrafo recuerda la lengua española con bastante precisión y se complace hablándola, porque le trae el recuerdo de la juventud, ida ya para siempre. Frankowski, que nos dice en voz baja, por si las paredes oyen, que en Polonia se disfruta de la paz del cementerio, está dispuesto a contestar lo que sea, sobre sí mismo o sobre los hórreos.
—¿De dónde procede su interés por los hórreos de la península Ibérica?
—Se debe a un accidente, a un gravísimo accidente, que costó muchos muertos. En 1914 yo tenía treinta años y después de una corta permanencia en el norte de África, me detuve en España para incorporarme al equipo de prehistoriadores que durante el verano hacían excavaciones en la cueva prehistórica paleolítica de El Castillo, en Puente Viesgo, provincia de Santander, bajo la dirección del geólogo y prehistoriador bávaro Obermaier, y patrocinados por la Fundación Alberto I de Mónaco, que era el mecenas del Institute de Paleontologie Humaine de París. Al estallar la Gran Guerra a finales del verano de 1914, Obermaier y yo, y otros participantes en las excavaciones, por pertenecer a países beligerantes, fuimos confinados en España, hasta el cese de las hostilidades.
—¿Y de ahí parten sus estudios sobre los hórreos?
—No sólo sobre los hórreos. Tenga en cuenta que permanecí en España desde 1914 a 1920, y en esos años tuve tiempo para hacer muchas cosas. También hice una investigación sobre «Estelas discoideas de la península Ibérica», publicada en Madrid por la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, el año 1920. La monografía sobre hórreos y palafitos se había publicado en 1918, por la misma comisión.
—¿Son éstas sus primeras publicaciones?
—No. Anteriormente había publicado en Polonia un texto sobre «Los paisajes de Wolin», en 1913, que, en rigor, es mi primer texto que ve la luz de la imprenta, y trabajos sobre cómo el pueblo alumbraba sus chozas y sobre la celebración del Domingo de Ramos en la región de Sacz. Durante mi estancia en España publiqué otros trabajos sobre «La lucha entre el hombre y los espíritus malos por la posesión de la tierra y su usufructo» y sobre «Los signos quemados y esquilados sobre los animales de tiro en la península Ibérica», además de otros trabajos en portugués, como «As cangas e jugos portugueses de jungir os bois pelo cachaco» o «As cabeceiras de sepultura e as suas transformaçoes».
—¿Tienen los polacos el don de lengua? Lo pregunto por esa facilidad para ponerse a escribir en español y portugués al poco tiempo de vivir en la península Ibérica.
—Mi caso es modesto. No olvide a mi compatriota Joseph Conrad, que es uno de los mejores escritores de la lengua inglesa. Ello puede deberse a que el español o el inglés son lenguas que ofrecen menos dificultades que la polaca.
—Y a diferencia de los polacos, los españoles y los ingleses son muy reacios a aprender lenguas ajenas. Si me lo permite, cambiemos de tercio. ¿De qué parte de Polonia es usted, Mr. Frankowski?
—Yo nací en Siedlce, ciudad por entonces perteneciente a Rusia, el 21 de noviembre de 1884. Mi familia, amante de las tradiciones patrias, abogaba por la enseñanza en polaco, razón por la cual yo fui expulsado en dos ocasiones del Liceo. No obstante, pude terminar los estudios secundarios en polaco, y nada más terminarlos, marché a la Universidad de Cracovia, en la que cursé los estudios de Antropología y Arqueología. Una vez licenciado, fui profesor ayudante de la cátedra de Antropología en la Universidad Jagellonense, e inicié unas investigaciones sobre el «hábitat» de las montañas polacas, en colaboración con el profesor J. Talke-Hyniewicz, titular de la cátedra, y después por mi cuenta. En 1911 efectué trabajos de campo en la parte oriental de Polonia, y en 1912 fui a trabajar al Instituto Antropológico de Zurich, bajo la dirección del profesor O. Scheiginhaufer, lo que me permitió familiarizarme con métodos nuevos, desconocidos en Cracovia. En 1914 hice un viaje al norte de África y al regreso me quedé excavando con Obermaier en Santander, no sé si para mi buena o mi mala suerte. Yo creo que para mi buena suerte.
—Y terminada la guerra, ¿no sintió la tentación de quedarse en España?
—Tuve la tentación, sí, pero tenía cosas que hacer en Polonia. En España estábamos muy bien, sin agobios. Obermaier gozaba de la protección del prehistoriador asturiano conde de la Vega del Sella, y yo pude hacer las investigaciones que me apetecían sin ninguna traba. Pero mi carrera académica había de realizarla en Polonia. En 1921 me doctoré en la Universidad Jagellonense de Cracovia, y en 1922 me trasladé a Varsovia, para especializarme en Etnografía y Etnología. Seguidamente se me encargó dirigir un seminario de Etnografía en esa Universidad, hasta que en 1926 soy llamado para desempeñar la cátedra de Etnografía y Etnología de la Universidad de Poznan, que más tarde pasaría a ser el Instituto de Etnología.
—El siglo XX fue siglo de guerras mundiales. usted se libró de la primera, pero no de la segunda.
—Es cierto. Me opuse cuanto pude a los nacionalsocialistas y aunque tal vezno habría podido hacer mucho, dirigí un seminario en la Universidad clandestina de Varsovia. Terminada la guerra, se me permitió volver a mi cátedra en Poznan y volví también a dirigir el Museo Etnográfico de Varsovia. Y así hasta mi jubilación en 1960, siéndome reconocidos entonces mis méritos para la República Popular de Polonia.
—¿Sobre qué trabajó a su regreso a Polonia?
—Sobre muchas cosas: sobre los bordados del pueblo polaco, sobre los gorros femeninos con bordados dorados en Pomerania, sobre el calendario ritual de los polacos, sobre la forma de las fábulas de los montañeses polacos, sobre los útiles de arar en Polonia... También seguí prestando atención a temas españoles, en estudios como «El carnaval de los hombres y los animales en España» o «El arte popular vasco».
—¿Cómo son los hórreos asturianos?
—No hay demasiadas descripciones literarias sobre ellos, y la mejor es la de Jovellanos. Sí consta que los asturianos eran hábiles constructores en madera, ya que el Padre Carvallo asegura que los astures llegaron a Inglaterra, hacia el año 225 antes de Cristo, y allí establecieron «sus casas de madera y estacones hincadas en tierra y entretejidas con varas».
—¿Hay referencias a los hórreos en la Antigüedad?
—Sí, claro. Herodoto describe ciertas plataformas palafíticas, que eran comunes a varias viviendas, en Tracia, más o menos como en la España húmeda un hórreo puede ser común a varias familias. Estrabón describe los palafitos de Ravenna, levantados sobre pantanos con estacas, e Hipócrates se refiere a una aldea palafítica en la orilla este del mar Negro, en la pantanosa cuenca del río Kutais. La primera mención en lengua castellana del granero rural peraltado se encuentra en las «Antigüedades», del mencionado Carvallo.
—Sin embargo, la mayoría de los viajeros que pasaron por Asturias, no ven hórreos.
—Es cierto. Townsend describe con mucho detalle el carro del país, pero nada dice de los hórreos. Y Gamow se da cuenta de ellos en Riaño. En un dibujo de Alfred París incluido en «Por los Picos de Europa», del conde de Saint-Saud, se ve un hórreo como los asturianos, en Caldevilla, en Valdeón.
—¿Puede hablarse de un único tipo de hórreo asturiano?
—No, de ninguna manera. Los hay muy diferentes. Una originalidad asturiana es colocar los hórreos sobre los tejados de las casas. Debo destacar que los hórreos de Asturias suelen caracterizarse por sus dimensiones muy armónicas, sobre todo, los de menor tamaño. En mi opinión, son restos de construcciones de madera, hoy reemplazados por casas de piedra y ladrillo. Cerca de Oviedo vi un hórreo convertido en vivienda, muy limpia, por cierto.
La Nueva España · 1 de noviembre de 2004