Ignacio Gracia Noriega
Telesforo Cuevas,
pintor de buen humor
El artista asturiano, nacido en Oviedo en 1850, demostró a lo largo de su vida ser tan brillante con los pinceles como ingenioso para sobrevivir a su penuria económica
Telesforo Fernández Cuevas, más conocido por Telesforo Cuevas, es uno de los más dotados pintores y dibujantes asturianos. Autodidacta completo, tenía magia en sus manos y en su mirada, que sabía captar tanto el rasgo costumbrista como el matiz precioso de color. Si puede hablarse de un costumbrismo pictórico asturiano, su máximo representante sería Telesforo Cuevas, sobre quien escribe Constantino Suárez que «fue uno de los más notables pintores asturianos, insuperable en la interpretación del paisaje regional, de la que han huido, por sumamente dificultosa a causa de la constante niebla y variación de luz, hasta pintores reconocidos como geniales de fuera de Asturias. En lo que fracasaban los más y pocos llegaron a producir obras aceptables, Telesforo Cuevas dejó numerosos lienzos que pueden considerarse como obras maestras».
No obstante, siempre malvivió de la pintura, pese a que sus cuadros llegaron a alcanzar cotizaciones considerables. Vivió como pobre de solemnidad, sin salir de Oviedo, pero haciendo gala siempre de su bondad y de su buen humor. Como indica Constantino Suárez: «De la vida de Telesforo Fernández Cuevas poco tiene que decir el biógrafo, como no escribiera un anecdotario». Las anécdotas de Cueva son numerosísimas, y todas dejan constancia de su ingenio, de su carácter campechano, de su emocionante bondad natural.
Telesforo Fernández Cuevas es, en la actualidad, un anciano de 84 años, que vive acogido a la caridad pública en el Hospital de Oviedo. Allá vamos a visitarle, recordando lo que escribió Constantino Suárez a propósito de este período de su vida: «El roble hecho a todos los vendavales, a punto de ser derribado en la ancianidad, sólo encontró amparo en el asilo de ancianos de Oviedo, donde recuperó alguna savia durante varios meses».
Pero al cabo de casi cinco años de vivir de la Beneficencia, se encuentra bastante amurriado en su casa del hospital. Mas no por ello ha perdido el buen humor. Al verme entrar me pregunta:
—¿Ya han cesado los tiros?
—¿Qué tiros, Telesforo?
—Los de los revolucionarios de octubre.
—Sí, ya se acabaron los tiros y, de momento, las intentonas revolucionarias, y, como dice mi amigo José Luis Avín, las aguas vuelve a su cauce.
—Pues no sabe usted el miedo que pasé.
—¿Escuchaba desde aquí los tiros?
—¡Claro que los escuchaba!
—Bueno, usted no tiene nada que temer de las revoluciones, ya que ellos dicen que su propósito es redimir a los pobres.
—¿Y usted se cree esa patraña? Las revoluciones no se hacen para mejorar la situación de gente como yo. Ahora bien: durante la revolución del mes pasado, yo estaba aquí en la cama, pensando que los revolucionarios no serían capaces de quitarme lo único que tenía.
—¿Y qué era ello?
—El miedo –contesta Cuevas; y se ríe.
—Veo que no pierde el buen humor.
—No puedo permitirme perderlo, porque es lo único que me queda, ahora que perdí el miedo.
—¿Qué tal le tratan en el Hospital?
—Ponga en el periódico que muy bien, pero voy a decirle una cosa, que quede entre nosotros: no me dejan ni fumar.
—Será porque los médicos consideran que el tabaco es malo para la salud.
—No, nada de eso. No puedo fumar porque no tengo una perra gorda. ¿Trae usted tabaco?
—Si, claro –y le doy un par de puros. Uno lo enciende con ansia, y el otro lo guarda debajo de la almohada.
—Hace algún tiempo vino el pintor Feito Fernández a hacerme un retrato al óleo, aquí, en la cama. Y mientras posaba para él, nunca me faltó tabaco.
—¿Desde cuándo lleva en el hospital?
—Desde hace demasiado tiempo, y lo peor del caso es que ya no saldré de aquí sino es con los pies por delante. Durante la mayor parte de mi vida malviví de los que pintaba, sin tener donde caerme muerto. Pero próximo a cumplir los ochenta, mi salud, que hasta entonces había sido buena, empezó a flaquear, por lo que algunos señores de Oviedo muy caritativos influyeron para que fuera acogido en el asilo de ancianos. Al principio de estar allí, recuperé bastante, pero más tarde enfermé de cierta consideración, por lo que la Beneficencia provincial determinó trasladarme al hospital, donde tengo mejor asistencia médica, según me dicen.
—¿Usted nació en Oviedo?
—Sí, en Oviedo, en 1850.
—Y según he oído decir, no hizo estudios de ningún tipo.
—De ningún tipo, salvo leer y escribir, con muchas faltas de ortografía, y las cuatro reglas.
—¿Y cómo se inició en la pintura?
—Por intuición. Esto es cosa de familia, ya que mis hermanos Antonio y José también fueron buenos dibujantes y pintores. Antonio, como yo, nunca se alejó de Oviedo, pero José vivió la mayor parte de su vida fuera de Asturias, hasta en su muerte, en 1914. Dejó muy buenas muestras de su talento en la «Ilustración Gallega y Asturiana».
—¿Usted también colaboró en esa publicación?
—Sí, yo también. Gracias a esas publicaciones pude disponer de algún dinero, pues esa revista era seria en la cuestión de pagar.
—Ya que es usted pintor autodidacta, ¿a qué pintores considera sus maestros?
—Yo soy el maestro de mi mismo. Yo sólo aprendí a trazar líneas, a mezclar colores, a componer el cuadro. Y tendría veinte años cuando el pintor belga don Carlos Haes vio algunas de mis pinturas y dibujos, y encontrándome pintor de valía, quiso llevarme a Madrid para que visitara los museos y mejorara mi técnica en las academias. Pero a mis padres no les pareció bien que me alejara de casa, y yo tampoco estuve por la labor de abandonar Oviedo. Y es que yo soy así: si no me da la sombra de la Catedral, no estoy contento y en mi salsa.
—¿Vivió siempre de la pintura?
—Malviví, Noriega, malviví. Algunos llegaron a llamarme bohemio. Pero, ¿sabe usted lo difícil que es ser bohemio en Oviedo? Lo de ser bohemio está bien para las grandes ciudades, como París o Madrid, pero en las pequeñas ciudades, bohemio es sinónimo de mangante.
—Sin embargo, ¿usted no tuvo profesión conocida, fuera de la de pintor?
—No. Pintando me distraía y alejaba las penas. Habré pintado no sé cuantos lienzos y cartones, que luego vendí por cuatro perras, y a veces sólo por la comida. Y así pasé cuarenta o cincuenta años. Ni me casé, ni nada. A veces venía alguien a encargarme un bodegón o un paisaje, y así aseguraba la comida y la ración de tabaco durante unos cuantos días. Porque para mí, el tabaco es más importante que el pan.
—¿Nunca concurrió a ninguna exposición?
—No, ¿para qué? En esas exposiciones nacionales e internacionales se suele premiar a los ineptos. Tampoco solicité nunca el favor oficial ni el de nadie. Por eso me parecen descabellados los revolucionarios, en su empeño de redimir a gente que a lo mejor no quiere ser redimida.
—¿Usted no quiere ser redimido?
—Yo quiero ser libre.
—¿Es cierto que durante algún tiempo vivió en los castañedos de La Manjoya?
—Es muy cierto. Comía un trozo de pan, bebía agua de los manantiales y dormía bajo las estrellas.
—¿Es cierto lo que cuentan de una vez que un ricachón le encargó que le pintara un bodegón?
—Se cuentan de mí tantas cosas... Pero una vez, en efecto, un señor me llevó a su casa para que le pintura un bodegón. Había dispuesto sobre la mesa aves, quesos, manteca, frutos y hasta un jamón, y varias botellas de vino. Cuando él se marchó, dejándome solo, me comí a los modelos, por lo que no me quedó más remedio que pintar las sobras. Y es una de mis mejores obras.
—¿Por qué nunca firma Fernández Cuevas?
—Por ahorrar tinta. ¡Soy tan pobre!
La Nueva España · 8 de noviembre de 2004