Ignacio Gracia Noriega
Benito Pérez de Valdés,
«El Botánico»
Nacido en Candás, ejerció como boticario en Oviedo y fue un reputado naturalista, además de autor de varios libros, como el «Romancero de Riego»
Entre los personajes interesantes y, a la vez, pintorescos que figuran en la nómina de los asturianos debe tenerse en cuenta a don Benito Pérez de Valdés, también conocido por el sobrenombre de «El Botánico», boticario, poeta, herborista y patriota muy distinguido. También deportista: su afición, aparte la de salir al campo a herborizar, es golpear con un palo cuantas piedras encuentra por los caminos: y si las piedrecitas caen en algún hoyo o bache da saltos de alegría. Dice que se trata de un juego muy distinguido, practicado con verdadero frenesí por los nativos de la pérfida Albión de clase alta. También le gustan con delirio las mozas y dárselas de aristócrata por antepasados que, según él, descienden de las dos patas delanteras del caballo del Cid, aunque aseguran quienes le conocen que de eso, nada de nada. Lo que nadie pone en duda es su habilidad con el palo y las piedras. También es poeta de inspiración fácil, y en tiempos difíciles para la patria dio muestras de ser un patriota exaltado. Asimismo, es un liberal de buena ley, que fue muy amigo del general Riego, y continúa siéndolo de su hermano el canónigo, en la actualidad exiliado en Londres. Don Benito Pérez de Valdés cuenta ochenta y tres años de edad, y tiene su botica donde la tuvo siempre, en el Campillín. A la puerta de la botica vemos un rótulo con la leyenda «Barrio de quien tiene, come». Don Benito me recibe muy contento y me muestra un libro muy lujoso, que guarda envuelto en un trozo de seda rojo.
—¿Qué le parece este libro, Noriega?
—Un buen libro. Un libro excelente. Muy bien editado.
—Es el «Romancero de Riego». Contiene diez romances escritos por mí en la lengua vernácula, y fue editado en Oviedo, el año 1820. En su tiempo tuvo éxito, y a punto estuvo de agotarse; y los ejemplares que no se vendieron fueron destruidos con motivo de la reacción absolutista de 1823. Poco faltó para que me metieran en la cárcel, pero libré por los pelos, y en atención a mi alta personalidad científica. De no haber tenido la suerte de ser respetado habría emigrado a Londres con mi buen amigo don Miguel de Riego, y habría enseñado a jugar como se debe a esos zopencos ingleses al juego de la pelota pequeña.
—Sin embargo, por lo que veo, este libro ha sido impreso en Londres en el año 1841.
—Efectivamente. Este libro es la gran alegría de mi vejez, y se la debo a don Miguel de Riego, quien, sabiendo que yo conservaba un ejemplar del «Romancero de Riego», me lo pidió y lo ha editado el pasado año en Londres, en edición de lujo. ¿Qué le parece?
—Ya se lo he dicho, me parece un gran libro.
—¿A que sí? Los poetas recibimos escasas alegrías en estos tiempos materialistas que corren. Yo he recibido la mayor satisfacción que se le puede dar a un poeta.
—¿Es éste su único libro publicado?
—No. Anteriormente publiqué las «Cánticas de la revolución asturiana», poema épico impreso en un folleto en 16.º y escrito en la lengua vernácula que, como usted bien sabe, no pasa de ser un español mal hablado a la manera del vulgo. Se publicó en Oviedo en 1815, y el vulgo, en lugar de llamarlo por su título verdadero, lo denomina, a su modo, «La revolución de Asturias».
—Ha escrito usted, pues, dos obras de carácter político.
—En gran medida sí.
—¿A qué revolución se refiere?
—Al espontáneo levantamiento del pueblo asturiano contra los invasores franceses napoleónicos.
—En ese levantamiento tuvo poca intervención Riego.
—Ya. Riego era, al producirse los sucesos del 2 de mayo en Madrid, el ayudante del general don Vicente Acevedo, que fue derrotado, formando parte del ejército de Blake en la desastrosa batalla de Espinosa de los Monteros. El general Acevedo resultó herido, y tanta fidelidad le tenía Riego que, por no apartarse de su lado, no intervino en la batalla. No pudo evitar, no obstante, que los gabachos remataran al general a bayonetazos, y Riego fue llevado prisionero a Francia. Mas no hay mal que no sea compensado con un bien, porque don Rafael de Riego entró en contacto en Francia con masones, carbonarios y otros miembros de sociedades secretas que encendieron en su mente la llamada de las ideas avanzadas, a las que rindió culto durante el resto de su vida y por las que murió bizarramente al imponerse en España la nefasta reacción fernandina, alentada por los cien mil franceses que entraron a las órdenes del duque de Angulema, llamados los Cien Mil Hijos de San Luis.
—¡Hombre!, permítame que considere exageración eso que dice sobre que el general Riego murió bizarramente, ya que dio un espectáculo más bien deplorable, al ser conducido a la horca, que estaba en la plaza de la Cebada, en un serón.
—¡Convenga entonces conmigo, Noriega, en que es difícil mantener la dignidad cuando llevan a ahorcar a alguien en un serón!
—De acuerdo. Pero podía haber permanecido callado.
—Le contestaré con una sentencia evangélica: el espíritu puede estar dispuesto, pero la carne es débil.
—De acuerdo. Y en el caso de Riego, sumamente débil. Pero dejémonos de Riego, que no aparece en «La revolución de Asturias».
—No, no aparece en las «Cánticas de la revolución asturiana». Mas es el protagonista del «Romancero de Riego».
—Y ahora, si le parece, vamos a hablar un poco de usted, don Benito, si le parece.
—Me parece. Pregunte cuanto quiera.
—Naturalmente, usted es de Oviedo.
—No, no soy de Oviedo. Lo que sucede es que he vivido tantos años en esta ciudad, con la botica abierta aquí, en el Campillín, que la gran mayoría de la gente me toma por nacido en Oviedo. Y no, señor, no nací en Oviedo, sino en Candás. Y tampoco realicé mis estudios en Oviedo, si le parece bien que se lo precise, ya que hice los estudios primarios en el mismo Candás, y los estudios de naturalista en Madrid, donde tuve la inmensa suerte de ser discípulo de los ilustres naturalistas Ortega, Pedrosa y Cabanillas. Este último era clérigo y un gran dibujante, que siempre elogió mis relevantes facultades para el dibujo. Gracias a éstos y a otros inolvidables maestros obtuve extensos conocimientos científicos, de los que me honró. Y al sentirme capacitado científicamente para ello, vine a Oviedo, donde abrí mi botica.
—¿Y desde entonces hasta hoy fue boticario?
—Ya lo ve usted: más de medio siglo llevo en la profesión. Ahora bien, debo advertirle de que no me dediqué en exclusiva a hacer mezclas y a descifrar recetas, sino que aproveché mis ocios dando rienda suelta a las musas, por una parte, y, por otra, dedicándome a estudiar sobre el terreno la flora asturiana. Todos los domingos agarraba un palo y salía al campo a herborizar y a estudiar la flora.
—¿Y si veía una piedra?
—Si veía una piedra, ¡leña al mono! Varias de mis observaciones sobre la flora asturiana fueron publicadas en el «Memorial literario» de Madrid, entre 1788 y 1790. Otros trabajos permanecen inéditos. A finales del pasado siglo fui llamado por Cabanillas para colaborar en la catalogación del Jardín de Plantas de Madrid, y en reconocimiento a mis trabajos se me concedió un título académico honorífico. Y como soy algo latino, también hice algunas traducciones del latín de escritores clásicos que permanecen inéditas.
—¿Cuál fue su actitud al saberse en Oviedo los sucesos del 2 y 3 de mayo de 1808?
—Me comporté como lo que soy: como un patriota. Mis versos fueron aprendidos de memoria por el pueblo patriota ovetense.
—¿También sus chistes y agudezas son famosos en la ciudad?
—También, también.
—Se dice que últimamente usted se dedica más a trabajar como curandero que a la botica.
—Eso son «levantos» de malas lenguas, Noriega, créame. Ahora bien: yo conozco las plantas, y si alguien me demanda ayuda y está dentro de mis posibilidades curarle, le curó. Esto que quede muy claro. Como que quede claro que me apellido también Cruz, apellido insigne, que muchos suelen olvidar.
La Nueva España · 6 de diciembre de 2004