Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

José Ramón Lueje,
el hombre de la montaña

Gobernador de Villaviciosa al inicio de la guerra contra Napoleón, fue hombre de múltiples inquietudes, que tanto fomentó el aprendizaje del francés como plantó olivares y diseñó riego

Manuel Fernández, asturiano polifacético (periodista, cantautor, escritor de libros y promotor editorial, entre otras cosas), ha puesto en pie un hermoso libro, «Lueje, el amante de la montaña», publicado por Cajastur en 2003, y en el que hay de todo un poco, a partir de un prólogo de Francisco Álvarez-Cascos, por entonces ministro de Fomento: biografía, textos diversos sobre Lueje (César Pérez de Tudela, Juan Ramón Pérez Las Clotas, Mauro Muñiz, Antonio Suárez, José María Argüelles, Bernardo Canga y Francisco Ballesteros Villar, que, últimamente, está escribiendo sobre los montes asturianos más que el Tostado escribía sobre cuestiones que dominaba), hermosas reproducciones de cuadros (de Piñole, Jaureguizar, Pelayo Ortega, Antonio Suárez, Gomila, Joaquín Vaquero Turcios, Roberto Crespo Joglar, Urbano Cortina Meana, César Pola, Ruperto Caravia, Suárez Torga y Joaquín Vaquero Palacios: excelente selección de pintores montañeros) y una interesante antología de los escritos de Lueje, que además de montañero era escritor, y un buen escritor, autor de libros muy notables sobre los Picos de Europa, el macizo de Ubiña y la Cordillera Cantábrica, además de mucha obra breve dispersa. Sería interesante que se editaran sus escritos en un libro más manual. Y también sería interesante, dado que en Asturias puede hablarse de la existencia de una literatura montañera, una antología de escritores asturianos de montaña que abarcara desde don Pedro Pidal hasta Ramón Sordo Sotres, entre los más jóvenes, y que es empresa, además de útil y urgente, muy apropiada para que Bernardo Cangas la lleve a buen término. Entre estos escritores de montaña, Lueje ocuparía el lugar principal. Porque con sus libros y artículos, José Ramón Lueje enseñó a andar por la montaña, enseñó las rutas, los peligros y las compensaciones, y enseñó a contemplar el paisaje y a detenerse ante las bellezas majestuosas de las alturas. En una palabra, José Ramón Lueje enseñó a mirar la montaña. Algo que no saben hacer ni siquiera esos montañeros desaforados, que prefieren el esfuerzo puramente mecánico a la contemplación, que es deleite espiritual, según diría algún altisonante. Porque los montañeros también son muy dados a la altisonancia, sobre todo los que no escriben. Será porque al escribir se mide uno y evita ciertos excesos.

Manuel Fernández y González (ni más ni menos: se llama igual que el ilustre folletinista del siglo XIX, autor de «Men Rodríguez de Sanabria», maestro de Blasco Ibáñez a quien, de paso que le enseñaba a escribir novelas con muchos personajes y mucho movimiento, a la manera de las de Dumas, le utilizaba como «negro») también le hizo a Lueje una «entrevista» imaginaria: de manera que ahora me da permiso para que le haga yo otra: a ver qué novedades cuenta. Siempre es grato dar la palabra a alguien que amó el paisaje asturiano, a diferencia de tantos otros, que sólo tienen en cuenta el paisaje para hacer negocios turísticos e inmobiliarios con él.

—¿Dónde nació Lueje?

—En Infiesto, el 30 de junio de 1903.

—No es la parte más montañosa de Asturias.

—No, desde luego. Aunque no crea que no es montañoso Piloña, con montes como el Vízcares, de cerca de mil quinientos metros. Eso sí: mis antepasados, los primeros que pisaron Asturias, venían de tierra más llana.

—¿De dónde eran?

—Eran flamencos, que llegaron a Asturias con don Carlos de Gante, cuando desembarcó en Villaviciosa. Y ellos se establecieron en el pueblo de Siete, donde las lápidas del cementerio documentan su presencia y la evolución del apellido, que debía escribirse inicialmente Luetge y posteriormente Lütge y Luejens. Procede del alemán antiguo, que significa «ruidoso», y también «pelea», y tiene la misma raíz de Ludwig, que en español equivale a Luis.

—Qué cosas más curiosas. En fin, continuemos con lo nuestro: calculo que los estudios primarios y todo eso los haría en Infiesto.

—En efecto, los hice en Infiesto, aunque iba a examinarme al Instituto Jovellanos de Gijón, durante los cursos de 1914 y 1915. Pero al ser nombrado mi padre, que era melquiadista, gobernador civil de Soria, nos trasladamos a vivir a Soria, «ciudad castellana, tan bella bajo la Luna». Allí hice los cursos de 1916 y 1917, concluyendo esos estudios en septiembre de 1917, a los 14 años de edad.

—Muy joven.

—Sí, muy joven. Es que fui muy buen estudiante, tanto en el Instituto como en la Universidad. No está bien que yo lo diga, pero fue así.

—¿Dónde siguió los estudios universitarios?

—En la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo, concluyéndolos en 1922, con 19 años, y después de haber obtenido en la carrera muchos sobresalientes y matrículas de honor. Y no crea que sólo me dedique á a estudiar, porque también intervine en política, siendo estudiante, participando en reuniones, concentraciones, mítines y banquetes del Partido Republicano Liberal Demócrata, que era el de mi padre, como ya le he dicho.

—Supongo que también haría sus excursiones a la montaña.

—Aunque siempre me gustó la vida en el campo y al aire libre, la montaña como práctica surgió en mí como afición un poco tardía, ya que la primera subida de consideración que hice fue al Vízcares, el pico más alto del concejo de Piloña, de 1.419 m., aquel verano de 1922, que terminé la carrera. Por entonces me encontraba veraneando en Miera, y subimos a ese pico unos amigos de Infiesto, entre ellos Fernando Argüelles, por Degoes, una mañana de niebla cerrada. Pero arriba se desvaneció la niebla, y en el atardecer, sobre el horizonte, había una circunferencia completa por encima de la Cordillera, fija de colorido, que me impresionó vivamente. Desde allí se divisaban El Musel, Peña Santa, Peña Bermeja, Peña Prieta, Gildar, Espigüete, el Canto el Oso, Peña Ubiña y el Aramo. Magnífica vista, ¿no le parece?

—Me parece una vista majestuosa.

—En otro orden de cosas, me puse a preparar oposiciones. En 1923, al producirse el golpe de Estado del general Primo de Rivera, mi padre fue cesado del cargo que entonces ocupaba al de gobernador civil de Gerona, y considerando que no se ha hecho la miel para la boca del burro, decidió abandonar la cosa pública para dedicarse a sus negocios, entre los que se encontraba la fábrica de madreñas más importante de Asturias, ya que ponía en el mercado de 35.000 a 40.000 madreñas al año. Muchas de ellas se enviaban a América, a México, La Habana, Nueva York, Nueva Orleans o Chile. Yo, por mi parte, ingresé en 1924, por concurso, en el cuerpo de Inspectores Técnicos del Timbre del Ministerio de Hacienda, siendo destinado a la Delegación de Hacienda de Badajoz. De allí pasé a la de La Coruña, y después de andar medio año por esos mundos, a mediados de 1924 fui destinado a la Delegación de Hacienda de Asturias, con despacho a caballo entre Gijón y Oviedo, aunque fijé mi residencia en Gijón. Y aquí desarrollé toda mi actividad profesional durante cuarenta años. En 1964 fui nombrado inspector regional de la zona sexta de la Dirección General de Impuestos Indirectos, con base en Gijón.

—¿Y esta profesión le permitió ejercer el montañismo?

—Sí, claro.. Además, tenía las montañas al alcance de la mano.

—Se dice que en su afición montañera influyó mucho el descubrimiento de la localidad leonesa de Lario.

—Sí, es cierto. Yo me casé en Oviedo, en la iglesia de San Pedro de los Arcos, en 1933, aunque mi domicilio estaba en la calle Capua, de Gijón. Por entonces empezamos a ir a veranear a Lario, que descubrí como excelente base para excursiones montañeras. El nombre de Lario indica que, en este lugar, se concentraban los dioses del hogar, las divinidades protectoras y las almas de los antepasados.

—Un lugar mágico…

—Desde luego. Y puerta a montañas no menos mágicas. Aunque, naturalmente, no me limitaba a las montañas de sus alrededores. En 1936 subí por primera vez y sólo al Yordas, y poco más tarde hice una extraordinaria marcha por los Picos de Europa, desde Peña Castil hasta Ordiales. El 17 de julio de 1936 yo me encontraba en Peña Ten, y divisé con los prismáticos Cangas de Onís, la primera capital de esta gran nación llamada España. Pero la guerra me apartó de las montañas durante algún tiempo.

—¿Dónde hizo la guerra?

—En el frente de Teruel, en la batalla del Ebro. El asesinato de don Melquíades Álvarez nos abrió los ojos a muchos. Los melquiadistas éramos gente de orden, poco dadas al radicalismo. Yo creo que a los liberales sólo nos quedaba luchar en el bando que mantenía una retórica de aspecto más antiliberal. Pero el otro bando era mucho peor, mucho más antiliberal, y hubiera terminado con España. En fin, yo prefiero no hablar de la guerra. Aquello pasó y espero que haya pasado para siempre. Me desagradan los que hablan de la guerra a todas horas, porque tal parece que pretenden repetirla.

La Nueva España · 21 de febrero de 2005