Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Marcelino Menéndez Pelayo

«El único suspenso de mi carrera se debió al sectarismo del krausista Salmerón»

El polígrafo santanderino destaca la importancia de la obra de dos intelectuales asturianos en su formación: Gumersindo Laverde Ruiz y José Ramón Fernández de Luanco

Sobre «Menéndez Pelayo y Asturias» escribió un libro muy bien informado y bien hecho, como todos los suyos, José María Martínez Cachero, en cuya portada figura como colaborador Enrique Sánchez Reyes. Fue publicado en 1957 por una institución ovetense sumamente erudita. Las relaciones del polígrafo santanderino con Asturias no se reducen a la proximidad geográfica, ya que su padre, don Marcelino Menéndez Pintado, era asturiano, y asturianos fueron dos intelectuales valiosos, Gumersindo Laverde Ruiz y José Ramón Fernández de Luanco, que tuvieron gran influencia durante sus años de formación.

A ambos, a Laverde y a Luanco, les dedica Martínez Cachero el debido espacio en su libro; sobre Luanco, además, publicó un extenso y documentado artículo Vicente Loriente en 1956. En 2004, Miguel Ángel Serrano Monteavaro publicaba un artículo titulado «Consideraciones ante el centenario de José Ramón Luanco», en el número primero de la revista «Campo del Tablado», de temática cultural y nación astur-galaica.

Luanco falleció en su casa de Castropol el 5 de abril de 1905. Y aunque Serrano Monteavaro escribe como final de su artículo: «Sirvan estas líneas de homenaje a Luanco, y como recuerdo al Ayuntamiento de Castropol de que el próximo año se cumple el centenario de su muerte», la figura de Luanco no se reduce a Castropol, y toda Asturias debería estar implicada en su recuerdo, y, de manera muy especial, Oviedo, donde José Ramón de Luanco pasó sus años más felices y realizó sus primeras investigaciones, destinadas a dotar de alumbrado público a la ciudad partiendo de la fermentación de la manzana.

Luanco era químico, por lo que le conocían por el sobrenombre de «El Alquimista de Castropol»; pero, además, estaba verdaderamente interesado por la alquimia, y coleccionó sus trabajos sobre este asunto en la obra «La alquimia en España», publicada en dos tomos, en 1889 y 1897. Profesor en las universidades de Oviedo, Santiago de Compostela, Madrid y Zaragoza, al fin, pudo obtener la cátedra de Química en la Universidad de Barcelona, en la que llegó a decano de la Facultad de Ciencias y a rector, y fue tutor de Menéndez Pelayo durante su estancia en Barcelona como estudiante.

Además de diversos trabajos de carácter científico sobre su especialidad, entre los que se cuentan una «Química general», que todavía se reeditaba, puesta al día, hace medio siglo, escribió artículos sobre temas muy diversos: sobre los aerolitos que cayeron en Oviedo en 1856 y en Cangas de Onís en 1866, sobre «Los metalúrgicos españoles en el Nuevo Mundo», sobre los últimos días de Jovellanos en Puerto de Vega o sobre «El neologismo en las ciencias». A él se debe la monografía sobre Castropol, incluida en «Asturias», de Bellmunt y Canella, y la edición del «Libro de la Orden de Caballería», de Ramón Llull, en Barcelona, el año 1901. No estaría de más que el homenaje de Asturias a Luanco en su centenario no se redujera a su tierra natal y que el Ayuntamiento de Oviedo le dedicara una calle a quien, a mediados del siglo XIX, proyectó alumbrar con sidra las calles de Oviedo.

Le pregunto a don Marcelino por sus recuerdos de Luanco, y el polígrafo me contesta:

—Guardo de él magníficos recuerdos. Era un gran tipo, muy simpático, con mucho sentido del humor, y uno de los mejores amigos de mi padre. Yo estaba acostumbrado a verle desde que era niño, porque mi padre todos los veranos nos llevaba a Castropol.

—De manera que usted hubiera podido nacer en Castropol.

—Tal vez. Si hubiera nacido por el verano.

—Pero no nació por el verano.

—No, nací el 3 de noviembre, en Santander.

—Sin embargo, siempre mantuvo relaciones con Asturias.

—Habiendo nacido en Santander, es imposible no mantenerlas. Además, dos grandes amigos, que influyeron de manera decisiva en mi formación, eran asturianos. Me estoy refiriendo a don Gumersindo Laverde Ruiz y a don José Ramón Fernández de Luanco. Es curioso: los dos eran hijos de administradores de aristócratas terratenientes. El padre de don Gumersindo era el administrador del conde de la Vega del Sella, el cual poseía propiedades en el concejo montañés de Val de San Vicente, razón por la que don Gumersindo nació accidentalmente en La Estrada y razón también por la que él se proclamaba «asturiano de las dos Asturias», de las de Santillana y de las de Oviedo. Por su estrecha relación conmigo se le supone más santanderino de lo que en realidad era. En cuanto a don José Ramón de Luanco, nació en Castropol porque su padre administraba los bienes del marqués de Santa Cruz en la parte del Eo, pero tanto su padre como su madre eran de Luanco.

—¿En qué medida contribuyeron uno y otro en su formación?

—En muy grande medida. A don Gumersindo le debo el impulso para polemizar con don Gumersindo Azcárate a propósito de la ciencia española. Este Azcárate, krausista, y con esto ya lo he dicho todo, había afirmado en un artículo titulado «El "Self Government" y la monarquía doctrinaria» la inexistencia de una ciencia española durante tres siglos: los siglos XVI, XVII y XVIII, ni más ni menos. Laverde, que había leído el artículo, me lo dio a leer, apostillando que «no puede uno leer con calma afirmaciones tan desprovistas de fundamento». Mas, como su estado de salud era delicado, me pidió que pusiera en su sitio a Azcárate, de la misma manera que, a veces, Alvar Fáñez o algún otro de sus compañeros combatían por «Mio Cid». La polémica fue dura, y gracias a ella surgió mi libro sobre la ciencia española. ¿Cómo no iba a haber ciencia española? Por ponerle un par de ejemplos a bote pronto, fray Bernardino de Sahagún inventó las encuestas etnológicas, y Gómez Pereira se adelantó en mucho a Descartes.

—¿Y Luanco?

—Fue mi tutor durante mi estancia en Barcelona, de cuya Universidad era catedrático de Química, y, andando el tiempo, llegaría a ser rector. Al concluir yo el Bachillerato, mi padre dudó a qué Universidad enviarme: en la de Valladolid, el profesorado era malo; la de Madrid, estaba llena de masones y krausistas. La más conservadora era la de Barcelona, de manera que allá marché, en compañía de José María Vijande, sobrino de Luanco, y que también iba a estudiar allí. Y como don José Ramón era soltero, los dos nos alojamos en la misma pensión en la que vivía él, la de doña Francisqueta, en la calle de la Fuente de San Miguel, de la que guardo inolvidable recuerdo. Gracias a doña Francisqueta y a Luanco no me convertí en un estudiante desaliñado y ajeno al mundo, como temía mi madre. Al marchar Luanco a Madrid, fui con él, y en esa Universidad, por cierto, obtuve el único suspenso de mi carrera, en Metafísica, obra del sectarismo del catedrático, el krausista y ex presidente de la nefasta república Salmerón.

—¿De ahí le viene la inquina contra el krausismo?

—No, ya tenía mala opinión de esa ideología mucho antes, pero la arbitrariedad de Salmerón no contribuyó a mejorarla.

—¿Continuó manteniendo relaciones con Luanco después de terminada la carrera?

—Sí, claro. Nos seguíamos viendo todos los veranos en Castropol. Gracias a él pude cobrar mis primeros artículos, publicados en «La Ilustración Española y Americana». Y le debo muchas noticias sobre ciencia y científicos españoles, ya que, además de catedrático de Química era un buen historiador de la Ciencia, autor de un notabilísimo libro sobre «La alquimia en España», que me fue de gran utilidad para mis trabajos sobre los heterodoxos españoles y para la ciencia española. La última vez que le vi fue en 1901, a su paso por Madrid para retirarse a Castropol, después de haberse jubilado en Barcelona, y ya estaba muy disminuido, intelectual y físicamente.

—Su padre era asturiano. ¿Y su madre?

—Mi madre era de Santander, y los abuelos maternos del valle de Carriedo el abuelo y, de Palencia, la abuela. Por la parte paterna, mi abuelo era de San Julián de Lavandera, en el concejo de Gijón, y mi abuela de Oviedo. Mi abuelo paterno era empleado del servicio de Correos y, estando destinado a Castropol, nació mi padre. Luego, mi abuelo fue destinado a Torrelavega, y cuando mi padre se estableció en Santander como catedrático de Matemáticas, el abuelo vino a vivir a nuestra casa, hasta su muerte el 25 de abril de 1864.

—¿Usted fue senador por la Universidad de Oviedo?

—Sí, en tres ocasiones: por iniciativa de mi gran amigo Leopoldo Alas, a quien había conocido siendo estudiante en Madrid. La primera vez fui elegido por unanimidad. Las otras dos veces resultó más reñida la elección. Y, finalmente, convocadas elecciones en 1899, determiné no presentarme.

—En la actualidad, ¿qué relaciones mantiene con Asturias?

—Sigo manteniéndolas muy buenas. Mi pueblo de Castropol me encomendó que redactara la leyenda de la base de la estatua al heroico marino Villaamil. Se trata de un honor para mí.

La Nueva España · 28 de febrero de 2005