Ignacio Gracia Noriega
Los Infanzones de Langreo
Fueron doce hidalgos que litigaron contra Alfonso VI al decidir el rey entregar el concejo langreano a la Iglesia de Oviedo, un pleito que perdieron y en el que actuó como juez el Cid
Curioso asunto el de los Infanzones de Langreo, y excelente ejemplo del ánimo litigante de los asturianos, que, en esto, como en otras muchas cosas, son primos hermanos de los gallegos, gentes litigantes donde las haya, según don Ramón del Valle-Inclán, pese a que el autor de las «Comedias bárbaras», siendo en lo demás tan gallego, no confiaba ni poco ni mucho en los tribunales, ni los admitía, al igual que su gran personaje don Juan Manuel de Montenegro, el cual, con nostalgia de los antiguos tiempos y de sus antepasados, que descendiendo del árbol genealógico llegaban hasta los reyes suevos, prefería la justicia brutal, rápida y expeditiva del señor (don Juan Manuel aseguraba que, en otro tiempo, en el patio de su pazo se alzaba una horca), a la sibilina, solapada, hipócrita, prolija, de pésimo estilo literario (emborronadora de papelotes hoscos y reiterativos, llenos de frases huecas o confusas, precedidas casi siempre de un «de», como se queja Victor Hugo en «Los miserables») y no menos brutal que la otra, de jueces, abogados, alguaciles y leguleyos. El ánimo litigante no es síntoma, necesariamente, de mayor civilización, pero sí puede serlo de debilidad y carácter apocado. Shakespeare, en «El rey Lear» (ac. II, e. I), califica de hijo de golfa de las cuatro letras al que, por vengar una ofensa, acude a los tribunales: «Un cobarde que si le apaleáis os perseguirá por la justicia; un hijo puta...». Y Vauvenargues afirma: «Los débiles quieren la dependencia a fin de ser protegidos: quienes temen a los hombres, aman las leyes». Ortega y Gasset, por su parte, señala en «España invertebrada», la diferencia de mentalidad entre los pueblos romanizados y los germanos no romanizados, fundamentados unos en la agricultura, el municipio, la «civitas» y el derecho (que siempre es colectivista, pues regula las relaciones entre individuos y grupos) y los otros en la caza y en un espíritu (Ortega se ocupa de precisarlo) no exactamente individualista, sino «personalista». Y pasa a describir Ortega la puridad, que «consistía en el derecho del feudal a resolver un pleito, antes de ser judicialmente perseguido, en conversación privada y secreta con el superior jerárquico; por ejemplo, con el rey. Y una de las más graves injurias que el rey podía hacer a un señor era negarle esta instancia, o como se dice en nuestras crónicas, negarle la puridad». Se consideraba tal negativa como fundamento para romper el vasallaje. Pues bien: la puridad es también arreglo de hombre a hombre, evitación de someterse al procedimiento impersonal de los tribunales.
Mas, ¿qué sucede cuando se ha de pleitear contra el rey? Esto fue lo que sucedió a los Infanzones de Langreo, que, en defensa de los que consideraban sus intereses, no se echaron atrás, sino que dieron un paso adelante, y le plantaron cara al mismísimo rey Alfonso VI. No porque su talante fuera de diálogo, sino porque no les quedaba otro remedio; y debe entenderse que los pleitos no siempre se resolvían con papeles y leguleyos, sino también a caballo en el palenque, lanza en ristre, por «juicio de Dios». El indispensable y magnífico Luis Alfonso de Carvallo refiere el incidente en sus «Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias», parte III, título XXXIII. El ilustre autor plantea el pleito del siguiente modo: «Cuando el rey don Alfonso dio el concejo de Langreo a la Santa Iglesia de Oviedo, unos hidalgos infanzones de Riaño y San Felechoso estaban apoderados de aquella tierra, por ser de gran valor, y tener mucha potencia; eran sus apellidos Linden, Peláez, Sánchez, Monices, Adnaris, Froylez, Amorinez, Yetaces, Laínez, Rodríguez, Díaz y Pérez, los cuales reclamaron de esta donación, diciendo que era suyo este concejo; el rey decía pertenecerle, por haber sido del conde de Castilla don Sancho, llamado el mayor, rey de Navarra, hijo de don García el Tembloso y de doña Constanza Asturiana, que, como afirma Baseo, había sido del mismo concejo». Aguardemos a que el resto de la historia nos lo refieran los propios Infanzones. Hemos reunido a Linden, Peláez, Sánchez, Monices, Adnaris, Froylez, Amorinez, Yetaces, Laínez, Rodríguez, Díaz y Pérez. Su enumeración recuerda cualquier página de Azorín enumerando a hidalgo manchegos. Pero estos hidalgos asturianos son muy distintos de los pulcros eruditos que tanto gustaban a Azorín, sino que gastan barbas feroces, y quien no lleva espada y puñal, va armado de cuchillo cachicuerno. Los hemos reunido en las inmediaciones del carbayo, desde donde se divisa el valle a nuestros pies, y el río Nilone fluyendo lentamente, reflejando nubes oscuras. Con no poco esfuerzo conseguimos imponernos al vocerío y general clamor, y le damos la palabra a Peláez, que parece el más espabilado de la asamblea. Quien, después de mirar a los otros por encima del hombro, me dice con acento lastimero:
—Muy mala idea tuvo el rey Alfonso contra nosotros. Créame, Noriega: muy mala idea.
Y los demás se suman a la queja: «Muy mala idea mostró el rey Alfonso contra nosotros. Malísima idea. Apúntelo, Noriega. Fue malo para todos nos».
—¿Por qué? –pregunto, mientras saco papel y lápiz. Si aquella gente me pide que lo apunte todo, habrá que apuntarlo todo.
—Porque al indicar nosotros nuestro derecho sobre las tierras de Langreo recorridas por el río Nilone, el rey nos contestó que, como eran nuestras estas tierras, las defendiésemos por las armas, señalándonos tiempo y campo y nombrando campeón de su causa al famoso don Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid, y muy avezado a la lucha contra el moro.
—Sí, verdaderamente les nombró un duro contrincante.
—Muy malo. De aquella, el Cid era joven y muy de temer. Más tarde, en haciéndose mayor, ya no era él quien empuñaba la lanza en las justas, y cuando hubo de hacer reclamaciones a sus yernos, los infantes de Carrión, que tan mal trato le habían dado a sus hijas, lidiaron en su nombre Martín Antolínez y Muño Gustioz. Bien es verdad que los infantes, muy cobardones, tampoco salieron a la palestra, sino que pelearon en su nombre otros caballeros de su servicio.
—¿Y cómo quedaron ustedes frente al Cid defendiendo la causa del Rey?
—Por fortuna no hubo necesidad de lidiar, gracias a doña Urraca, la hermana del rey, la cual le convenció para que el pleito no se resolviera en lidia, sino por razones y probanzas, como se hizo.
—Entonces, el Cid no tuvo que intervenir.
—No intervino como caballero campeón del rey, pero sí como letrado, ya que también era perito en materia jurídica. El rey Alfonso el Sexto había venido a Asturias con objeto de contemplar las reliquias que se guardaban en el Arca Santa custodiada en la Cámara Santa de la iglesia de Oviedo; por este motivo le acompaña también su hermana doña Urraca, junto con otros nobles, entre los que se contaba el Cid, que tenía parentela asturiana por su casamiento con doña Jimena, la hija del conde de Oviedo, Diego Rodríguez, y era su cuñado un famoso caballero de Cangas de la Sierra, llamado como él, Rodrigo Díaz, mas, para distinguirle de él, le apodaban el Asturiano. Y otros que venían en el séquito fueron don Bernardo, obispo de Palencia; el conde Sisnando, que por entonces era el gobernador cristiano de Coimbra, y un letrado llamado Cromas. Don Alfonso el Sexto, además de venir a lo que venía a hacer, quiso, de paso, aprovechar el viaje y resolver dos pleitos que tenía pendientes, uno a propósito del monasterio de San Salvador de Tol y el otro contra nosotros, los Infanzones de Langreo. Los dos pleitos obedecían a la misma causa; porque el rey había cedido, tanto en el monasterio de Tol, sobre el que tenía potestad el conde Vela, como el concejo de Langreo, a la Mitra de Oviedo, a la que le debía favores; esta cesión nos perjudicaba muy fuertemente, y también, en lo suyo, al conde Vela.
—¿Poseían ustedes motivos para considerarse dueños de Langreo?
—Los teníamos y los alegamos. Pero el rey adujo que había recibido Langreo como parte de la herencia de su padre, el rey Fernando I, y éste, a su vez, de los reyes de Asturias, que las poseían desde tiempo inmemorial. Por tanto, podía donarlas al obispo de Oviedo, o a quien le viniera en gana, sin tener en cuenta cuánto nos perjudicaba. El pleito fue juzgado mediante la prueba de testigos y pesquisidores, figurando entre los jueces el conde Sisnando, el Cid y el obispo de Palencia, además del letrado Cromas, no hace falta decir a quién resultó favorable la sentencia.
—¿A quién benefició?
Y se alza el coro de Infanzones, entre airado y apenado:
—¿A quién iba a beneficiar? ¡Al rey! ¡Parece usted tonto, Noriega!
—El rey –precisa Peláez– probó que se trataba de legítima propiedad suya todo el concejo de Lagneyo o Langreo y que jamás había sido cedido a nosotros, porque, en todo momento, nosotros habíamos pagado los tributos a los merinos reales.
—¡Eso nos sucedió por ser decentes y pagar a hacienda! –ruge Laínez, y los demás le dan la razón.
—¿Y luego?
—Luego, el rey traspasó nuestra propiedad y jurisdicción a la del obispo de Oviedo.
—¿Se acomodaron?
—¿Y qué quiere? ¿Vernos, además de desalojados, apaleados?
—Una última pregunta, ¿cómo juzgó el Cid?
—Se guió por «Liber iudiciorum», que es ley en León y Asturias. Pero a nosotros nos perjudicó como si fuera ley de Castilla.
La Nueva España · 7 de marzo de 2005