Ignacio Gracia Noriega
Manuel María de Acevedo,
un liberal asturiano
Nacido en Vigo en 1770, mantuvo una fuerte vinculación con Asturias, donde fue jefe político y de la que, por defender la Constitución de Cádiz frente a los absolutistas, tuvo que huir a Inglaterra
Aunque nacido en Vigo, y con una carrera política bastante vinculada a Galicia (fue diputado por Pontevedra en 1837), Manuel María de Acevedo y Pola Navia era asturiano por familia y, desde su infancia, su vida estuvo unida a Asturias, por lo que, como escribe Gabriel Santullano, «siempre se le consideró asturiano y asturiano se consideraba él mismo». En la actualidad reside en Noreña, en el palacio de Miraflores, donde también vive su primo, el ilustre economista y político don Álvaro Flórez Estrada, unos años mayor que él. Don Manuel María es muy feo, feísimo, y alto y delgado, larguísimo, a pesar del encorvamiento de los años. Según el testimonio de una persona que le visitó en Noreña, «es alto, delgado y casi largo; basado sobre unas babuchas y coronado de una pelucha crespa: en el intermedio están el bastón y las gafas». Lo que no es inconveniente, a pesar de su aspecto desastrado, para que se le considere «erudito honrado y muy español como fino asturiano», que envejeció defendiendo la buena causa (según los liberales) y «amó la libertad por hábito». En la actualidad, su aspecto es deplorable. Sentado en un sillón, no puede moverse por sí mismo, no ve y apenas oye. Pero todavía se altera cuando escucha la palabra «libertad» y es capaz, pese a su deterioro, de recordar con un rescoldo de entusiasmo los buenos tiempos en los que luchó por ella.
—¿Eran buenos tiempos, don Manuel María?
—No, eran muy malos. Dominaba el absolutismo todo el ámbito de la nación. Pero yo era joven. Por eso los considero buenos tiempos. Entonces no estaba yo reducido a esta condición en que me encuentro.
—Usted nació en Vigo, si no me equivoco.
—No se equivoca. Nací en Vigo en 1770, pero siempre fui asturiano. Mi madre, Josefa Pola y Navia, era tía materna de Álvaro Flórez Estrada, y mi padre, Jacinto Acevedo, era mariscal de campo y, por imposiciones de su carrera militar, se encontraba destinado en Vigo cuando me tocó nacer. En Vigo nacieron también mis hermanos. Pero yo, siendo muy niño, fui traído a Asturias, a este palacio de Miraflores, en el que transcurrió mi infancia.
—¿A su madre la llamaban la Mariscala debido al grado militar de su padre?
—Efectivamente. Y al palacio de Miraflores llegó a llamársele «el de la Mariscala».Guardo grandes recuerdos de este palacio durante mi niñez; y aunque sigo viviendo en él de viejo, no es lo mismo. De niño jugaba en el prado llamado El Payarón, en el que se yergue el roble muchas veces centenario. Ahora, mi primo Álvaro Flórez Estrada, «el sabio de Europa» como le llaman, suele pasear hasta él y cobijarse bajo su sombra los días de verano. Yo ya no puedo.
—¿Cuánto tiempo vivió en Noreña durante la primera parte de su vida?
—Hasta que tuve que marchar a Oviedo para cursar los estudios de leyes. Una vez terminados éstos, ejercí como abogado en Oviedo, llegando a ser magistrado de la Audiencia y alcalde mayor. Al producirse la invasión napoleónica, y dado que mi primo Álvaro (Flórez Estrada) figuraba entre los patriotas más activos, abracé la causa de la patria, siendo designado en 1810 censor del periódico que por entonces empezó a publicarse, y el 24 de septiembre de 1812 me cupo el honor de ser nombrado el primer jefe político de la provincia. Como tal, procuré hacer vigente el sistema constitucional establecido por las Cortes de Cádiz, y, por si esta labor fuera pequeña, me tocó resistir el golpe de La Romana contra la Junta y expulsar de la diócesis al obispo Hermida, curiosa mezcla de afrancesado y reaccionario (para que se vea que no todos los afrancesados eran «progresistas»), por negarse a aceptar la decisión de las Cortes de suprimir el Santo Oficio. Mas al ser disueltas las Cortes de Cádiz por decreto de Fernando VII, sarcásticamente denominado «el Deseado» por el populacho, de 4 de mayo de 1813 yo fui detenido y confinado en el monasterio de Cornellana; poco después me enviaron desterrado a Vigo, mi ciudad natal, y donde, como era de esperar, no conocía a nadie. Empezó para mí un período de sufrimientos, de amarguras y de persecuciones, y, para colmo, el obispo Hermida riéndose a mis expensas. Por entonces, Porlier entró en contacto conmigo por medio de otros asturianos: Peón, que era algo pariente mío, y Baqueros, intentando que yo participara en el levantamiento que se estaba fraguando. Pero enseguida me di cuenta de que aquella intentona tenía pocas posibilidades de éxito, cosa que lealmente le comuniqué al propio Porlier, que no me hizo caso. A pesar de haberme mantenido al margen, fui detenido y pasé por penalidades y nuevas amarguras.
—Sin embargo, se le reprocha haber mantenido, a partir de entonces, una actitud conciliadora con el absolutismo moderado.
—También se me reprochó mi carácter destemplado y haber sido en exceso gruñón cuando tuve mando. Ya sé que nunca fui santo de la devoción de los liberales radicales. Yo sólo hice lo que se podía hacer. Pero estuve a favor de la causa de la libertad cuando hizo falta estar. En 1820, después del triunfo del golpe constitucional de Riego, volví a aceptar el cargo de jefe político de Asturias, que desempeñé con muchas dificultades y muchas veces sintiéndome con las manos atadas, por lo que los radicales me acusaron de templagaitas. Mis mayores enfrentamientos fueron con el obispo Ceruelo, cabeza de la reacción asturiana, como antes los había tenido con don Gregorio Hermida. Y en 1823, con la entrada en España de los 100.000 Hijos de San Luis, nuevamente soy perseguido como un delincuente, aunque en esta ocasión conseguí escapar de Oviedo, y después de mil peripecias, trabajos y fatigas, llegué a Gibraltar, donde pude embarcar en dirección a Inglaterra el 13 de julio de 1823. Con lo que libré a mi persona, pero no mis bienes, que me fueron confiscados.
—¿Qué hizo en Inglaterra?
—Pasé penuria y hambre. Y como desconocía el idioma inglés, no podía valerme por mí mismo. En Asturias, mis bienes habían sido despedazados, y el marqués de Marcel de Peñalva pedía mi cabeza, porque no podía perdonarme que le hubiera arrestado siendo yo jefe político y hecho conducir al convento de San Vicente por nacionales armados de bayonetas. Al fin, recibí algunas ayudas de mi hermana Concepción, de la marquesa de Gastañaga y de algunos exiliados asturianos, como Villanueva y Escario, que hicieron más llevadero mi exilio; al menos, pude trasladame a vivir a Londres.
—Sin embargo, cuando sus amigos Villanueva y Canga le invitaron a colaborar en el periódico liberal que ellos animaban, usted se negó. ¿Por qué?
—Porque no me consideraba con la suficiente instrucción para escribir en una ciudad tan cosmopolita como Londres; además, opinaba, en lo que a mí se refiere, que no debía dar motivo para excitar controversias.
—¿Esto indica que renunciaba a la política?
—Indica que me volví prudente. Yo era gato escaldado. Me había escaldado en Asturias y no quería que me escaldaran en Londres. En el verano de 1824 me trasladé a la isla de Jersey, en la que había pocos españoles, y todos ellos liberales moderados y desentendidos de la política. No obstante, me fue negada la solicitud de asilo político en Portugal. En 1826 viajé a Bélgica y en 1829 a Francia, quedándome a vivir en París.
—¿Cómo reaccionó durante la revolución de 1830?
—No me mezclé con los revoltosos. Y al promulgar la reina Cristina la amnistía, en noviembre de 1832, marché inmediatamente a Burdeos, y al fin, el 19 de enero de 1833, crucé la frontera y pisé suelo español por primera vez al cabo de once años de destierro.
—Entonces todavía vivía Fernando VII.
—Sí, todavía reinaba en apariencia el «reto neto», pero estaba muy enfermo, y, además, la amnistía había sido promulgada.
—Usted había afirmado en Londres que volvería a dedicarse a la política y llegó a decir que, si se lo proponían, respondería con una renuncia acompañada de reflexiones decorosas pero muy enérgicas. No obstante, fue elegido diputado en las Cortes del Estatuto, de 1834 a 1836, y aceptó el cargo, y nuevamente diputado por Pontevedra para las constituyentes de 1837, y también aceptó. Y el 20 de noviembre de 1837 se le designa senador vitalicio, y aceptó igualmente. ¿Por qué?
—Alguien tenía que ocupar esos cargos –responde con un hilillo de voz–. Mejor que fuera yo antes que un reaccionario o –¡ay!– un radical.
La Nueva España · 14 de marzo de 2005