Ignacio Gracia Noriega
El cirujano Lamagna
Médico de la Armada, en 1804 ocupó la plaza de Gijón y, siete años después, acompañó a Jovellanos hasta Puerto de Vega, donde falleció el ilustrado
El número 5 del Boletín Jovellanista, editado por el Foro Jovellanos, que preside Jesús Menéndez Peláez, contiene, como es habitual, diversos y muy interesantes artículos sobre Jovellanos y su época, y personajes de su entorno. Uno de estos personajes es el cirujano José López Lamagna o La Magna, a quien dedica un notable artículo Agustín Guzmán Sancho, director del boletín. Sobre los últimos días de Jovellanos en Puerto de Vega se ha escrito suficiente. «Las amarguras de Jovellanos», de Julio Somoza, es un libro interesante, qué duda cabe; y más lo sería de no ser por el carácter hosco y encabritado de Somoza, que más que jovellanista (a quienes debe suponérseles un carácter apacible), parece taurófilo o sidrero profesional. Francisco Sosa Wagner ha dedicado un artículo reciente a esos taurófilos de un solo toro y de un solo torero, que van a la plaza con el ceño fruncido y la boca dispuesta al comentario displicente o amargo, recordando que antes los toros eran mayores y, para torero, Frascuelo. Tal por cuales son los sidreros castizos, siempre encontrándole defectos a la sidra, al escanciador y al ambiente, de manera que cabe preguntarse por qué, si no encuentran sidra a su gusto, no beben otra cosa, y por qué, si nadie es capaz de escanciársela bien, no la escancian ellos mismos; a lo que debieran haber aprendido, ya que un sidrero de tronío da a entender que no hizo otra cosa en su vida que beber sidra. En lugar de sidra, don Julio Somoza se dedicó a beber en Jovellanos, y nunca encontró escanciador a su gusto. Mucho más moderado es el doctor Jesús Martínez Fernández, que dedicó varios trabajos a los últimos días del prócer (en «Jovellanos: patobiografía y pensamiento biológico», o el breve y emocionante artículo «El último viaje de Jovellanos) y también el polifacético José Ramón de Luanco, el «alquimista de Castropol», el mentor de Marcelino Menéndez Pelayo en la Universidad de Barcelona, el autor de «La alquimia en España», el catedrático de Química de la Universidad de Barcelona (de la que llegó a ser rector), quien, en 1881, publica en la «Ilustración Gallega y Asturiana» un artículo que se adelanta al periodismo de su tiempo. Pues Luanco, un buen día, marcha a Puerto de Vega en busca de las huellas de Jovellanos, a descubrir recuerdos entre los vecinos e incluso llega a encontrar a dos o tres que aseguraron haberle visto en vida, e incluso hablado con él. Tanto Somoza como Luanco mencionan al cirujano Lamagna, aunque Somoza se limita a desarbolarle de una andanada. Por el contrario, a Luanco no le desanima que biógrafos como Ceán Bermúdez y Nocedal no mencionen a Lamagna, más debe al entusiasmo jovellanista de don Joaquín Junquera Huergo el dato sobre que, a comienzo del siglo XIX, residía en Gijón una familia apellidada Lamagna o La Magna. Y como tirando del hilo se deshace el ovillo, gracias a las tarjetas y cartas de presentación del inolvidable doctor Martínez Fernández y de Agustín Gómez Sancho, llegamos a don José López Lamagna, cirujano retirado de la Armada y, en la actualidad, cirujano interino de Gijón, cargo que, según sospechamos, es inferior a sus merecimientos. Pero donde hay burocracia no vale experiencia, y como Lamagna entiende que le voy a entrevistar más por su relación con Jovellanos que por sus cuitas profesionales, le quita importancia al asunto y me pide que hablemos de otra cosa.
—En primer lugar, ¿cómo se escribe su segundo apellido? ¿La Magna o Lamagna, todo seguido?
—Yo lo escribo Lamagna, todo seguido. El apellido procede de Francia, pero ya son varias las generaciones de antepasados míos que viven en España, de manera que mi padre firmaba, como yo, Lamagna, en lugar de La Maga o La Magne.
—¿Cómo llega usted a Gijón?
—Yo era cirujano de la Armada, pero en 1802, al tener conocimiento de que el Ayuntamiento de Gijón convocaba la vacante de una plaza de cirujano de la villa, por haber pasado su titular, don Domingo Font, a desempeñar la plaza de médico, de mayor categoría social y mejor sueldo, me presenté a ella, y con este motivo hube de enfrentarme a burocracias que supusieron para mí un verdadero calvario.
—¿Por qué motivo?
—Porque hay dos tipos de cirujanos, los latinos y los romanistas, y yo pertenezco a la segunda, que es la categoría inferior.
—¿Por qué motivo?
—Por la índole de los estudios. Los cirujanos llamados latinos estudiaron latinidad. Ahora dígame usted qué tendrá que ver saber declinar «rosa» o «dominus» con sajar un divieso.
—Yo creo que nada. Pero habida cuenta que también se exige a los proveedores que tengan las cuentas en orden con Hacienda antes de pagarles, cualquier cosa puede esperarse de la burocracia. A fin de cuentas, hay demasiados funcionarios, y como deben tener poco que hacer, hacen lo que les da la gana.
—Sí, tiene usted razón, Noriega. Con tantas leyes, no sé a dónde iremos a parar.
—A dar con la cabeza en un pesebre. A ver, dígame cómo se zanjó el asunto.
—De manera muy desfavorable para mí, ya que el Real y Supremo Consejo de Castilla, al crear la plaza de cirujano de Gijón, determinó que su titular fuera latino. Razón por la que fue nombrado en primer lugar don Vicente Millet, y en segundo don Cristóbal Ballester. Más tanto uno como otro solicitaron prórrogas, dando largas y más largas a su toma de posesión, hasta que en 1804 fui llamado para ocupar la plaza de cirujano de la villa con carácter interino.
—¿Cuánto tiempo le duró esa interinidad?
—Hasta hoy, prácticamente. Bajo la ocupación francesa, continué ejerciendo mi oficio.
—¿Aumentó entonces su trabajo?
—¡Claro que aumentó! Las guerras siempre aumentan el trabajo de los cirujanos. Respecto a mi actividad en tiempo de guerra, el Ayuntamiento me concedió un informe con fecha de 9 de diciembre de 1815, en el que se especifica que en tiempo de la invasión de los enemigos acudí a los hospitales con toda puntualidad, asistiendo y curando a los soldados españoles, y protegiéndolos en todo cuanto estaba de mi parte, sin que tuviera en cuenta la ocupación del enemigo, y haciendo lo mismo en las aldeas con los soldados españoles dispersos, y arriesgando mi vida en diferentes ocasiones en que, con ocultamiento de los enemigos, hacía curas a los soldados que andaban fugitivos o estaban escondidos. De mis informes sobre lo que sucedía en las aldeas, a las que tenía libre entrada y salida, se deben algunos movimientos de las tropas patrióticas con resultado feliz. También contribuí a que algunos prisioneros fueran liberados gracias a mis informes, y alguno lo liberé de la muerte con mi ciencia médica, aunque muchos opinan que ésta no era mucha. Pero más sabe el diablo por viejo que por sabio.
—¿Por qué acompañó a Jovellanos cuando salió de Gijón por mar?
—Por si podía hacer algo por él: su estado no era bueno. El 14 de noviembre de 1811 llegamos a Puerto de Vega; a Jovellanos le acompañaban también Domingo García de la Fuente, su mayordomo, que pernoctaba en el barco mientras Jovellanos se albergaba en la casa de don Antonio Trelles Alonso. El proyecto era llegar a Ribadeo, donde sabíamos que se encontraba una fragata inglesa, que podía conducirle a Cádiz o a Inglaterra. Pero las cosas se fueron complicando.
—Muchos atribuyen la muerte de Jovellanos a su incompetencia.
—Sí, lo he oído repetir, y me duele.
—¿De qué murió Jovellanos?
—De pulmonía. Empezó atacado por un frío general, con dolor vivo y agudo en costado izquierdo, dificultades para respirar y fiebre violenta. No se pudo hacer nada.
—Don José Angulo, el cirujano titular de Navia, opina que se debían haber tomado medidas que usted no tomó, y cuando él llegó, ya era tarde.
—En ese caso, que le hubieran llamado antes.
—Bien, y después de esto, ¿vuelve usted a Gijón?
—Sí. En 1815, don Domingo Font, que se había graduado en Medicina en Barcelona, deja la plaza, y aunque le correspondía a don Francisco Alas por licenciado, vuelvo yo a ocuparla como interino. Y aquí estoy.
La Nueva España · 4 de abril de 2005