Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Alfonso I el Católico,
primer rey de Asturias

Casado con Ermesinda, hija de don Pelayo, consolidó la Monarquía asturiana y extendió a sangre y fuego los límites del Reino hacia Galicia, Vascongadas y, por el Sur, hasta el Duero

Posa don Alfonso I el Católico para nuestro retratista de manera francamente imponente, coronado de rey, con el escudo en una mano y la temible hacha de guerra en la otra, en medio la espada que casi le llega a los tobillos, y, al fondo, las montañas en las que su suegro don Pelayo hizo morder el polvo al infiel.

—Y yo también –me dice, levantando el hacha, como si fuera un palillo–. Yo también les hice morder el polvo, con esta hacha y con la espada. Y con estas manos les arrojé piedras. Que no estaba don Pelayo sólo en Covadonga, ¡vaya!

—Perdone –me disculpo.

—Sí, muchas disculpas ahora, pero luego se escuchan cosas por ahí que tal parece que la batalla de Covadonga la ganó don Pelayo solo.

—¿Hubo batalla en Covadonga?

—¿Lo duda? –gruñe, mirándome con fiereza.

—¡No!

—Ah, bueno. Pues sí, Noriega, yo también estuve en Covadonga. Me envió mi padre, don Pedro, duque de Cantabria, con saludos para don Pelayo y una partida de cántabros bajo mi mando.

—Ya sé que no es así, pero alguna vez se dijo que don Pelayo era hijo también del duque de Cantabria.

—Entonces, ¿iba a ser hermano mío? No, de ninguna manera. Don Pelayo es mi suegro; es la única parentela que nos une. Y conste que fue él quien puso grande empeño en que me casara con su hija Ermesinda, mi esposa.

—¿Por qué?

—Por emparentar con la alta nobleza goda, ¿por qué iba a ser? Cuando don Pelayo llegó a Asturias, siendo un simple espatario del ejército de don Rodrigo, pretendió hacerse pasar por hijo del duque de Cantabria, que había sido el jefe de los ejércitos de los reyes godos Egica y Witiza; mas al llegar yo no pudo continuar sosteniéndolo. Por este motivo cifró todo su empeño en casarme con Ermesinda.

—¿Y usted aceptó, esperando ser rey?

—¡No! Porque don Pelayo estableció que su sucesor fuera su hijo Favila, quien, como se demostró en seguida, era algo alocado.

—En consecuencia, don Pelayo barrió para casa y nombró rey a su hijo, sin tener en cuenta que la monarquía visigótica designaba al nuevo rey mediante elección.

—Bueno, había de todo: unos reyes lo fueron por elección de los nobles y de los obispos, como el propio don Pelayo, que fue proclamado rey por los suyos alzándole sobre su pavés, a la manera antigua, y otros sucedían al rey anterior por ser sus herederos. Este sistema de ser rey por sucesión tiene ventajas sobre el electivo, ya que muchos reyes fueron asesinados para que pudiera sucederle alguien ajeno a su familia.

—Sin embargo, usted fue rey elegido.

—Poco a poco. Como es sabido, mi cuñado Favila, el hijo de don Pelayo, murió a los dos años de su reinado, entre las garras de un oso, a causa de su imprudencia. Aquel día, Favila estaba dispuesto a matar al oso, y aunque muchos le dijimos: «Que no sea al revés», no hizo caso. Y como después de la carnicería no había nada que hacer y sus hijos eran muy pequeños para ceñir la corona (de hecho, eran tan pequeños que cabían enteros dentro de la corona), fui proclamado rey yo, ya que era su pariente adulto más cercano, por estar casado con su hermana Ermesinda, y también porque por mis venas corre sangre de los reyes godos.

—¿Cuál fue la primera medida que adoptó al ser proclamado rey?

—Mi piadosa esposa Ermesinda y yo levantamos San Pedro de Villanueva, bajo el monte en que murió Favila, en recuerdo de nuestro desafortunado hermano.

—Muchos historiadores le conceden a su reinado una gran importancia. Por ejemplo, Besga Marroquín escribe: «El reinado de Alfonso I (...) significa la consolidación de la Monarquía asturiana. Si exagerado podría resultar señalar que Alfonso I fue el verdadero creador del Reino de Asturias, no cabe la menor duda de que con él se convirtió en algo irreversible». ¿Qué le parece?

—Que tiene toda la razón.

—¿Puede considerársele, en rigor, el primer rey de Asturias?

—No lo permitiría Ermesinda, que siempre tuvo en mucho a su padre y a su hermano, pero usted dirá. Don Pelayo reinó durante diecinueve años, pero hizo poco, muy poco: bien es verdad que las circunstancias no le permitieron hacer más. Y Favila, en dos años, apenas hizo otra cosa que construir la iglesia de la Santa Cruz.

—¿Puede decirse que fue usted un rey afortunado, don Alfonso?

—Lo fui: no se me cae el escudo por reconocerlo. Bajo mi reinado, los bereberes abandonaron Galicia, y por el Sur, Abd al-Rahman desembarcó en Almuñécar el año 755 originando una guerra civil en Andalucía. Cuanto más desunido esté el enemigo, mayores ventajas puede obtener uno.

—¿Cabía la posibilidad de que Abd al-Rahman fuera de origen cristiano? Lo digo por su nombre, que puede interpretarse como «Hijo del Romano».

—Hasta este momento no había caído en esa cuenta. Yo siempre le tuve por moro y enemigo.

—Sin embargo, se aprovechó de la confusión originada por su llegada.

—¡Claro! ¿Qué se esperaba que hiciese? Aproveché esa circunstancia para extenderme hacia Occidente y tomar Galicia, y hacia Oriente, hasta el territorio vascón. Pero lo más importante fue el avance hacia el Sur, hasta el río Duero, que considero nuestra frontera natural.

—Sin embargo, ese avance lo hizo a hierro y fuego.

—¿Y cómo entraron ellos, eh? ¿y cómo entraron los moros? Es cierto que mi hermano Fruela y yo conquistamos alrededor de treinta ciudades en Galicia, norte de Portugal, León, Castilla y La Rioja, asolamos los Campos Góticos y a los cristianos los enviamos al Norte, a que encontraran refugio en nuestro Reino de Asturias, y a los moros los matamos.

—Pero además asoló las tierras que ocupaba. Por eso le llaman el Yermador.

—Eso no es del todo exacto. Le diré: entre los años 748 y 756 había habido una fuerte sequía y, en consecuencia, muy malas cosechas en toda la Meseta; si a esto añadimos que los moros no se ocupaban de la agricultura, ni de la ganadería, ni de nada que no fuera saquear, aquellas tierras ya estaban bastante asoladas antes de que las yermara yo.

—Sin embargo, ¿por qué despobló las ciudades, villas y aldeas?, ¿por qué taló los bosques?, ¿por qué volvió estériles los campos?

—Por un motivo estratégico. Como no disponía de ejército suficiente para fortificar y defender las ciudades, las despoblé; como no habría brazos cristianos que pudieran recoger las cosechas, torné improductivas las tierras; como ningún cristiano podría beneficiarse de los frutos de los bosques, los talé; como no podía guarnecer los castillos aislados en pleno campo, los desmoché. Era una pena hacer aquello, porque los Campos Góticos eran fértiles y toda la Meseta, si hubiera paz, podía ser nuestro granero. Pero hice un desierto entre el Duero y los montes de Asturias, habitado tan sólo por fieras. Pero, ¿iba a permitir que, si los moros volvían, encontraran entre el Duero y las montañas campos donde aprovisionarse y villas en las que descansar? Les dejé un desierto.

—¿Y usted cree que resultó una medida efectiva esa desertización?

—Lo creo firmemente. Aquí me tiene: soy rey de Asturias. La población asturiana ha crecido con todos los cristianos que trajimos de la Meseta, y hemos incorporado a nuestro Reino la Liébana, la Trasmiera, las Vardulias y la parte costera de Galicia.

—Va camino Asturias de ser un gran reino.

—Al menos, se están poniendo los cimientos. Pero me llegan noticias alarmantes del Sur. Abd al-Rahman ha proclamado el emirato independiente de Córdoba, y eso tal vez no sea bueno para nosotros, porque se trata de la unificación de distintos poderes y de reyezuelos que actuaban a su aire. Quién sabe si los moros no nos darán nuevos disgustos. Pero una cosa es cierta: de aquí, de Asturias, ya no nos desalojan.

La Nueva España · 25 de abril de 2005