Ignacio Gracia Noriega
El tremendo erudito Julio Somoza
Julio Somoza, el irascible erudito gijonés, es conocido más que por sus erudiciones por sus malhumores, y esto, que tratándose de cualquier otra profesión podría ser malo, tratándose de un erudito resulta hasta normal. Los eruditos se han convertido en algo parecido a los «viejos verdes» de zarzuela: en personajes cómicos. Al sabio distraído de la novela decimonónica sucede casi de inmediato el erudito que siempre está como si se lo llevaran los diablos. Dedicados las más de las veces a resolver insignificancias puntuales, pretenden convertir las más de las veces sus amplios saberes centrados en asunto reducidísimo en castillo roquero. No existe nada que merezca la pena ser valorado fuera de su saber, y arremeten contra lo que se aparte de lo que ellos tienen por suprema sabiduría: por ejemplo, descubrir quién era alguien a quien Jovellanos cita sólo con las iniciales. En la cornisa cantábrica abunda este tipo de eruditos, siendo muy representativos de la especie el santanderino Ángel del Río, también conocido por «el Sordo de Proaño», por estar sordo como una tapia y vivir en su torre de Proaño, «compañero de la lluvia y del viento», según Leopoldo Rodríguez Alcalde, muy cerca del nacimiento del Ebro, y el gijonés Julio Somoza. Se cuenta que el Sordo, en cierta ocasión, resolvió una discusión a tiros; bien es verdad que, en aquel momento, no discutía sobre behetrias, sino sobre fincas rústicas. Respecto a Somoza, Jesús Menéndez Peláez se pregunta en el prólogo a «Las amarguras de Jovellanos»: «¿Qué valor tienen para la investigación actual sobre Jovellanos las investigaciones realizadas por Somoza?»; y cede la palabra, para que dé la respuesta, a otro gran jovellanista, José Caso: «No es posible tratar hoy a Jovellanos sin consultarle (a Somoza) constantemente. Pero Somoza era, en primer lugar, un hombre de su tiempo, y en segundo, un autodidacta. Su método de trabajo a la hora de editar textos no se ajusta a lo que hoy consideramos un método científico. Tenía también sus rarezas. Todo esto nos obliga a ser enormemente cautos al utilizar sus materiales, tanto los impresos como las copias suyas que se conservan. De todas formas, la bibliografía jovellanista dio pasos de gigante con Somoza». Luces y sombras, pues.
Encontramos a don Julio Somoza en una habitación polvorienta, examinando un libro de Jovellanos con una lupa. Al verme, levanta la cabeza y me saluda con un gruñido.
—¿Qué le parece, don Julio, que van a hacer santo a fray Melchor García Sampedro?
—¿Quién le ha dicho tal barbaridad, so zoquete?
—No es ninguna barbaridad.
—¡Claro que es una barbaridad! Yo he afirmado como rasgo del carácter de los asturianos que en dos mil años de cristianismo no hubo un solo santo asturiano, y así fue, y así ha de ser, aunque se hunda Roma.
—En fin, si usted lo dice... Pasemos a otra cuestión, don Julio, si le parece. Dígame su opinión sobre el obispo don Pelayo.
El erudito está a punto de echar espuma por la boca.
—¿Es que ha venido aquí a tocarme las narices? Era un «malaventurado escritor», y conste que es lo más suave que se me ocurre decir sobre él, y Fuertes Acevedo es un asno, por haber ponderado su «amor a la verdad». ¡Amor a la verdad el obispo Pelayo, que era un mixtificador! Si no tiene mejores preguntas que hacer, ¡ahí tiene la puerta!
—¿Es usted de Gijón?
—¿De dónde voy a ser si no, so burro? Nací en Gijón, en la plaza Mayor, esquina a Trinidad, número 6, el 23 de diciembre de 1848, aunque algún mentecato me da por nacido en El Ferrol. ¡Inadmisible!
—Sin embargo, su segundo apellido, Montsoriú, no parece ser muy de Gijón.
—¿Y a usted qué le importa?
—Tiene razón: no me importa. Hábleme un poco de su vida, si le apetece, y si no, hable de lo que quiera.
—¡Eso es lo que voy a hacer! Hablar de lo que me dé la gana. Así que voy a hablarle de mí mismo. ¿Sabe usted que siendo joven sentí la vocación de las armas y marché a Segovia, para ingresar en la Academia de Artillería? Pues así fue: pero fracasé por tres motivos. El primero: mido 1,60 metros. El segundo: soy sordo de nacimiento e incorregible. Y el tercero: me arrastraban más los estudios histórico-literarios que la artillería, que, en el fondo, maldita si me importaba.
—Pero no se preocupe, hombre. Beethoven y Goya eran sordos, y Napoleón bajito, y mire usted...
—¿Es que ahora pretende compararme con esos tres señores? No me ofenda. ¿Es que cualquiera de ellos ha estudiado a Jovellanos tanto como yo? Entonces, ¿qué hicieron de provecho en la vida?
Me encojo de hombros. No me parece que ésta vaya a resultar una entrevista fácil. Tengo que hacerle las preguntas a gritos, y repetirlas hasta cuatro o cinco veces. Don Julio, en el fondo, está gozando con mis gritos desaforados.
—¿Qué hizo cuando fracasó como artillero?
—Me vine a vivir a Gijón. Era el año 1873, y desde entonces no he salido de Gijón. ¿Qué le parece?
—De mucho mérito.
—Y aunque bajito, sordo y con mala uva, me casé con doña Josefa Menéndez Sánchez. Una santa que murió en 1905, hace treinta y cinco años. Desde entonces, la erudición y Gijón constituyen mis consuelos.
—A usted se le encuadra en el movimiento intelectual asturianista del último cuarto de siglo XIX, junto a Máximo Fuertes Acevedo, Fermín Canella, Braulio Vigón, Ciriaco Miguel Vigil, Fortunato de Selgas, Félix de Aramburu, Bernardo Acevedo y otros. Con Fuertes Acevedo, Canella y Vigón fundó en 1881 «La Quintana», una especie de academia asturianista. ¿Le parece que está en buena compañía?
—No me haga hablar, Noriega, no me haga hablar.
—De acuerdo. Corramos un tupido velo. Además de la erudición, usted cultivó el periodismo, ¿no es así?
—Sí, sí, en efecto. Aunque sin prodigarme demasiado, colaboré en «El Productor Asturiano», de Gijón; «El Eco de Asturias», y más tarde la «Revista de Asturias» y «El Carbayón», de Oviedo, y en «La Ilustración Gallega y Asturiana», de Madrid. En «El Carbayón» tuve una sección fija rotulada «Diálogos gijoneses», desde 1888 a 1890, y algunos de mis artículos van firmados con el pseudónimo de «Don Diego de Noche».
—Muchos de sus libros están dedicados a Jovellanos y sus obras: «Catálogo de manuscritos e impresos notables del Instituto de Jovellanos, de Gijón», «Jovellanos. Nuevos datos para su biografía», «Las amarguras de Jovellanos», «Inventario de un jovellanista», «Escritos inéditos de Jovellanos», «Cartas de Jovellanos a lord Vassal Holland sobre la guerra de la Independencia», «Documentos para escribir una biografía de Jovellanos», «Jovellanos: manuscritos inéditos, raros o dispersos», el prólogo a «Jovellanos: miscelánea de trabajos inéditos», de 1931, o la preparación de los diarios de Jovellanos para su edición, en dos tomos. Tanto fervor jovellanista, ¿obedece a que Jovellanos era de Gijón?
—¿Se le ocurre mejor motivo? Aparte de que Jovellanos fue la gran figura española del siglo XVIII; esto se puede afirmar sin duda alguna. Pero, además, he escrito sobre otras cosas: «Gijón en la historia general de Asturias», «Cosiquines de la mio quintana», «Registro asturiano», sobre numismática asturiana, etcétera. Ahora estoy preparando un libro sobre «El carácter asturiano».
—¿Cómo es el carácter asturiano?
—¡De mil demonios! ¿Cómo quiera que sea?
Y me señala la puerta, dando a entender que la entrevista ha terminado. Pero, al tiempo que salgo, le oigo decir, con tristeza: «Todo me ha salido mal, hasta el nacimiento, pues que vi la luz con una sordera total de oído izquierdo y no oigo el violín, ni el canto de los pájaros, ni puedo percibir la voz angelical de la divina Patti, ni la maravillosa voz del egregio Emilio Castelar...».
Me vuelvo y le digo: don Julio, buenas noches. Y él baja el rostro sobre el libro, como si ocultara una lágrima.
La Nueva España · 16 de mayo de 2005