Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

El conde don Alfonso Enríquez,
turbulento

Nacido en Asturias en 1355, conde de Gijón y de Noreña, fue un hombre soberbio, violento y codicioso que se levantó en armas contra su hermano, el rey Juan

El conde don Alfonso Enríquez es un turbulento de mucho cuidado, incapaz de sosiego y siempre dispuesto a cometer tropelías y a alzarse en armas contra el lucero del alba si hiciera falta, a la menor oportunidad que se le presente. Según escribe el P. Luis Alfonso de Carvallo en «Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias», este conde Alfonso Enríquez, conde de Gijón y Noreña y hermano bastardo del rey don Juan el Primero, «por ser muy soberbio y codicioso, dio en meterse en las tierras y señoríos de la Santa Iglesia de Oviedo, pidiendo a sus vasallos ciertos tributos y poniendo justicias de su mano». Con lo que el lío estaba armado, porque bueno era el obispo de Oviedo, don Gutierre de Toledo, para dejarse pisar y acudió al rey en defensa de sus intereses, aunque esto no bastó para que el conde se moderase, sino al contrario, se puso que se lo llevaban los demonios. Poco le importaba al conde levantarse en armas, jurar en falso o hacer traición. Como dijo un personaje de Noreña a quien preguntamos por el conde:

—¡Con lo grande que debe ser España y va a tener que venir un personaje de esta catadura a caernos en Gijón!

Pero lo que finalmente cayó fue Gijón en manos de los enemigos del conde, el cual se encuentra en este momento en algún lugar de Francia (no me permite poner dónde), asomado a la costa, escrutando la bruma, mirando ferozmente hacia Poniente, mientras las olas rompen violentamente contra los acantilados.

—Hacia allí queda Gijón –me dice, indicando el Oeste; y levanta el brazo en esa dirección, como si fuera a arrojar un dardo–. Casi lo estoy viendo desde aquí.

Si los de Gijón conocieran los pensamientos del conde, no dormirían tranquilos. El conde Alfonso Enríquez fue lo peor que le pudo pasar a Gijón desde que los vikingos dejaron de acercarse a las costas asturianas.

—Señor, para llegar a Gijón tendrá que navegar varias jornadas –le digo, por decir algo.

—¡Ni media jornada! –contesta–. Es tal la furia que tengo sobre mí, que soy capaz de ir soplando las velas, para que las naves lleguen más pronto.

—¿Piensa usted reconquistar Gijón?

—En eso estoy –me contesta sombríamente–. Y ante todo, he de hacerle una aclaración, para que la dé a conocer a los cronistas, para que escriban como Dios manda, que es como digo yo. Yo no huí de Gijón, dejando a mi esposa Isabel encargada de su defensa. Yo vine a Francia a pedir ayudas y a reunir nuevas tropas. Lo que sucede es que estos franceses son unos traidores, y enterados de que ya no poseo Gijón, me toman por un cobarde. Pero me van a oír. ¡Tome nota!

Juan Uría Maqua, que me ha presentado al conde, me dice al oído:

—Apunta todo lo que te diga, que es muy mal tomado.

—Voy a preguntarle dónde nació.

—Pregúntale, pregúntale –me anima Juan–, y no dejes que se lance.

—¿Dónde nació, don Alfonso?

—En Asturias, el año 1355. De unos amores de mi padre, el rey don Enrique el Segundo, con doña Elvira Iñiguez de la Vega.

—¿Y por ser hijo del rey usted considera que le correspondió Asturias en la herencia, como si fuera su finca particular?

—Así es, no lo dude.

—Pues en ese caso, estamos aviados.

—Usted dice eso porque estoy en el destierro, pero ya volveré. Y ahora pregunte algo inteligente.

—¿Le gusta el poder?

—Desde que era niño. Tenía apenas 11 años, en 1366, cuando recibí de mi padre el rey el título de conde y el señorío de Noreña, que más tarde fue ampliando con nuevas villas y concejos realengos, y aquello me agradó mucho más que si me hubiera hecho un gran regalo más apropiado para mi edad.

—Por qué siempre que se refiere a su padre ha de decir «mi padre el rey»?

—Para que se recuerde, por si alguien lo olvida, que sólo soy bastardo por parte de madre. Pero mi padre era todo un rey.

—Con las donaciones que le hizo su padre acabó siendo dueño de casi toda Asturias. Sin embargo, se le acusa de no haber sabido corresponder a esa confianza y no haber sabido mantener buenas relaciones ni con la corte ni con sus vasallos. Contra su hermano el rey dio claras muestras de deslealtad y a los asturianos los hizo víctimas de sus atropellos. ¿Por qué se comportó de ese modo, pudiendo haberse comportado de otros más noble?

—Porque es mi modo de ser, como le dijo el escorpión a la rana.

—Sin embargo, mientras vivió su padre usted se mostró más prudente que después de la muerte de don Enrique, en 1374.

—Sí, porque un padre merece respeto, aunque el mío era un buen pájaro de cuenta, que se obstinó en amañar mi matrimonio con la princesa portuguesa Isabel, bastarda como yo. Para que se dijera de nosotros: puta la madre, puta la hija, puta la manta que los cobija.

—Sin embargo, usted cedió y acabó obedeciendo.

—A la fuerza. Pero me vine a Asturias a vivir según mi modo. Me hicieron tragar a Isabel, pero a partir de esta imposición tuvieron que aguantarme.

—Al comienzo del reinado de su hermano Juan, usted inicia la rebelión abierta.

—No crea que fue inmediata. Mi hermano empezó a reinar en 1379, y hube de aguantarle dos años de intromisiones, hasta que en 1381 levanté la bandera de la rebelión, porque mi derecho estaba por encima del suyo. Yo no soporto que nadie me diga qué debo hacer, y porque pretendió mandar más que el alcalde, mandé cortar las manos y la lengua y sacarle los ojos a la jefa de tesorería del Ayuntamiento de Oviedo.

—Sin embargo, no tarda en reconciliarse con su hermano, en la capilla de las reliquias de la iglesia de Oviedo.

—Aquella reconciliación fue una reconciliación entre lobos. La relación entre hermanos está maldita desde los tiempos de nuestros primeros padres, cuando Caín mata a Abel. Mi hermano y yo nos abrazamos en Oviedo y no corrió la sangre porque en ese momento los dos estábamos desarmados; pero mi padre, en Montiel, llevaba un puñal en la mano, por lo que mató a puñaladas a su hermano, el rey Pedro. De no haberle apuñalado, no hubiera llegado a reinar nunca.

—Porque era bastardo. Qué manía, la de los Trastamara, de llenar el mundo de bastardos.

—Ésa es la tendencia de mi familia. Ya lo ve usted.

—La reconciliación de 1381 duró poco, porque en 1382 se le descubre a usted intrigando contra su hermano con el rey de Portugal.

—¿No habían querido casarme con una princesa portuguesa? ¿Qué tenía, pues, de malo que mantuviera mis tratos y negocios con el rey de Portugal?

—Al rey don Juan no debió parecerle bien, porque reaccionó también a la brava.

—Sí, es cierto, confiscó todos mis bienes de Asturias y norte de León. Pero después de obtenido el perdón, me los devolvió.

—Y usted volvió a rebelarse en 1383. Don Alfonso, no tiene usted arreglo.

—Aquella rebelión fue algo más seria y más infortunada que las anteriores. Fui sitiado en Gijón y hube de rendirme el 18 de julio de 1383. Y aunque el rey me concedió su perdón, confiscó mis dominios asturianos, entregándole el señorío de Noreña y la mitad del concejo de Tudela al obispo de Oviedo, don Gutierre de Toledo, quien, cuando menos desde un año antes, venía velando por los intereses del rey en Asturias. Con esto, don Gutierre se convirtió en mi peor enemigo, y por si esto fuera poco, mi ingrato hermano Juan, según él, para evitar nuevas deslealtades, ordenó mi encarcelamiento.

—Con lo que supongo que respirarían tranquilos los asturianos.

—¡Chusma desagradecida!

—Su hermano muere en 1390 y le sucede su hijo Enrique III. ¿Qué ocurre entonces?

—Que me devuelve mis posesiones, pese a que Juan le había aconsejado que estas tierras de Asturias fueran siempre de la corona y, a partir de la institución del Principado en 1388, del príncipe de Asturias.

—Sin embargo, y a pesar de estas muestras de generosidad por parte de su sobrino, usted pretendió destronarle.

—Sí, pero me salió mal la conjura, y he de añadir que mi sobrino se comportó conmigo con mucha mayor dureza que mi hermano. Trasladamos nuestras rivalidades a Asturias, y después de luchar en Oviedo y en el castillo de San Martín, me fortifiqué en Gijón, donde resistí al sitio y el duro invierno de 1394 actuó en mi favor, obligando al rey a pedir una tregua. Pero a comienzos del verano de 1395 reanudó el cerco, lo que me obligó a dejar a mi esposa Isabel defendiendo Gijón, mientras yo me encuentro aquí, en Francia, buscando ayudas.

—Unos mensajeros anuncian que Gijón ha sido tomado por el rey, y destruido.

—Lo oí decir, pero es una patraña. Son infundios de mi sobrino Enrique, con ánimo de desanimarme. Pero conmigo no puede.

Uría Maqua me da con el codo y me dice al oído: «Vamos, que empieza a desvariar. Éste no vuelve a Asturias».

La Nueva España · 20 de junio de 2005