Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Suero de Braña,
juglar asturiano

En Asturias, dados la pobreza y el atraso de la tierra, no abundaban los juglares, que se concentraban en villas comerciales como Oviedo, Gijón, Avilés o Llanes

Don Juan Uría Ríu, cuya interesante «Obra completa» se empieza a editar en KRK, en su breve estudio «Juglares asturianos», publicado en la «Revista de la Universidad de Oviedo», 1940, cree identificar como asturiano al juglar Suero de Braña, a quien Ramón Menéndez Pidal tiene por leonés. Entre otras razones que aporta Uría se encuentra el apellido o sobrenombre Braña, alegando que la toponimia de «braña» y sus derivados se encuentra mayoritariamente en Asturias, como se demuestra en el «Índice general de entidades» de 1927, en el que recogen 88 nombres de lugar en los que aparece «Braña», correspondiendo 50 a Asturias, 32 a Galicia, 3 a León, 1 a Palencia y otro a Zamora.

Antes de seguir adelante, digamos qué era un juglar, y en qué consistía su arte de juglaría. Para don Marcelino Menéndez Pelayo, «la juglaría era el modo de mendicidad más alegre y socorrido, y a ella se refugiaban lo mismo infelices lisiados que truhanes y chocarreros, estudiantes noctámbulos, clérigos vagabundos y tabernarios (de los llamados en otras partes goliardos) y, en general, todos los desheredados de la naturaleza y de la fortuna que poseían alguna aptitud artística y que gustaban de la vida al aire libre o tenían que conformarse con ella por dura necesidad». Más, para don Ramón Menéndez Pidal, «el juglar no era un mendigo, ni siquiera era un hombre pobre en todos los casos; muy lejos de eso, hallaremos juglares de posición social aventajada», añadiendo que «los juglares tienen por oficio alegrar a la gente» y señalando que «los solaces principales de juglar son el canto y la música. El canto juglaresco es lo más deleitoso que el Arcipreste de Hita podía evocar para ponderar la estulticia del cuervo de la fábula: "Bien se coidó el cuervo que con el gorgorear / alegraba las gentes más que otro juglar". Todo lo alegre o lo burlón podía llamarse juglar, tomando esta palabra en sentido adjetivo: "Sermón juglar", "lengua juglara", y esta calificación tiene un valor despectivo, sobre todo cuando se aplica a personas. De igual modo "juglaría" significa primeramente el oficio o menester propio del juglar, la diversión o espectáculo que proporciona el juglar y luego pasa a significar burla o chanza».

El juglar suele tañer, con mejor o peor fortuna, diversos instrumentos musicales, y viste ropas de alegres colores para proclamar su oficio: «Los juglares, y los tipos afines a ellos, ministriles o músicos en general, solían llevar trajes vistosos, hechos con paños de tintes vivos y abigarrados», escribe Menéndez Pidal.

Cabe preguntarse si el juglar era poeta o repetía composiciones escritas por otros, para que él las divulgara por los caminos, o en las ferias, o a la puerta de los templos, o en los mesones y tabernas, después de la caída de la tarde. Esta cuestiones es central en la definición del tipo del juglar que canta lo que escriben para él los poetas, y en este aspecto, el juglar casi se define socialmente, ya que es de inferior categoría que el poeta que escribe versos por sí mismo, sin necesidad de solicitárselos a nadie. Este poeta es el trovador, y las diferencias entre ambos son sumamente reveladoras. Si van juntos, el trovador equivale al caballero (en ocasiones, efectivamente lo es) y el juglar, al escudero. El trovador compone y el juglar se entiende con la moza de mesón. El trovador canta en los castillos, y el juglar canta y hace sonar sus instrumentos en la plaza. «El tipo arcaico del juglar, como inferior socialmente al del trovador, tiene con éste relaciones de dependencia. El juglar en las cortes es el que, tañendo un instrumento, canta los versos del trovador o el que con su música acompaña a éste en el canto», afirma Menéndez Pidal. No obstante, siempre hay excepciones, y el humilde juglar Meendiño fue el autor de una de las cantigas de amigo más delicadas de los cancioneros gallegoportugueses.

En Asturias, dadas la pobreza y el atraso de la tierra, no abundaron los juglares, aunque don Juan Uría cita a varios, como Juan Juglar; Pedro Domínguez, fillo del juglar, o Nicolao de Faro, juglar que en un documento del año 1305 figuraba en la clase de los letrados. Los juglares se concentrarían en villas comerciales, con alguna riqueza y actividad, como Oviedo, Gijón, Avilés o Llanes, y saldrían a los caminos cuando había que salir. Suero de Braña vive en Oviedo, en las proximidades de San Pelayo, en una casa de cuidado aspecto, en la que los instrumentos musicales cuelgan muy ordenadamente de la pared.

—Siendo usted de León –le digo, como quien dispara un escopetazo–, será usted un juglar cazurro.

—No, señor, de ninguna manera –responde el juglar, ofendido–. En primer lugar, no soy leonés, sino asturiano, y en segundo, se la llama a algunos juglares cazurros no por ser leoneses, sino por menosprecio, ya que son hombres faltos de buen aspecto que dicen versos sin argumento, que por calles y plazas ejercitan vilmente su vil repertorio, sin regla ninguna, ganando un mal salario en vida deshonrada. Yo, más bien, soy juglar pendolista.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que como sé escribir, a veces soy llamado para redactar algún documento, en el que figuro a la vez como escribano y testigo, tal como suele hacer Nicolao de Faro.

—Saber escribir le dará categoría social.

—¡Claro! La mayoría de los juglares, no sólo los que llaman «cazurros», son analfabetos. Por eso han de pedirles versos a los poetas.

—Pero usted ese problema lo tiene solucionado.

—No, porque con saber escribir sólo se tiene solucionada la mitad del problema. Pero imagínese que no acudan las musas. Y jamás acuden a mi llamada. ¿Qué he de hacer entonces? Recurrir también al poeta. No queda otra.

—Aquí veo un tambor, aquí una gaita, y en aquella pared, una zanfonía. ¿Son los instrumentos que usted tañe?

—Sí, señor. Ahora estoy aprendiendo a dominar otro instrumento, el rabel, que me regaló el juglar Julián de Morancas, que es el instrumento que se usa en las Asturias de Santillana, de donde él es. Pero he de reconocer que se trata de un instrumento bien difícil.

—¿Más difícil que el tambor?

—¡Claro!

—¿Sabe usted tocar la vihuela?

—No, señor. Es un instrumento muy típico de juglar, pero no lo sé tocar. Yo pertenezco a otra clase, a la de los juglares tamboreros. Vea ahí, colgado de la pared, a mi tambor, y lo bien cuidado que está.

—Sin embargo, tengo entendido que se considera como de menor categoría a los juglares dedicados a instrumentos de viento de percusión, esto es, a los que en su léxico llaman «tromperos» y «tambores». Ustedes, por ejemplo, no son solistas.

—No, no es costumbre que quien toca el tambor a la vez recite. No sé qué impedimento habrá para ello, porque el tambor se toca con las manos, quedando la boca libre para cantar, si procede. Quien no puede cantar es quien toca la flauta.

—Evidentemente.

—Evidentemente. Pero si usted lo desea, ahora mismo le hago un buen solo de tambor.

—No, de ninguna manera, muchas gracias. Le agradezco la buena intención, pero prefiero continuar con nuestra conversación.

—Nada se opone a que yo hable y conteste a sus preguntas mientras toco el tambor.

—Es que me duele un poco la cabeza, ¿entiende? Y ahora voy a hacerle otra pregunta. ¿Qué oficio es más recomendable, el de escribano o el de juglar?

—El de escribano tiene paga fija, pero el de juglar da mayores satisfacciones, de manera que allá se andan.

—¿Sale también a los caminos, como los juglares errantes?

—Ahora, menos, porque los achaques de la edad le pueden a uno. Pero antes yo salía a los caminos a la llegada de la primavera, de la misma manera que los caballeros, por las mismas fechas, enjaezaban sus caballos y se iban a hacer la guerra. Ahora puedo salir a tocar en Latores, por las fiestas, o a visitar a mi amigo Nicolao de Faro. Pero no me alejo mucho más. Ya tengo años y no estoy para trotes.

—¿Qué canciones tiene de repertorio?

—Multitud de cantares de amor y de maldecir, más las hazañas del Conde Fernán González, el infante don García o Mio Cid Campeador. O lo que usted me mande. Si usted me paga bien, puedo encargarle los versos incluso a un canónigo rimador. ¿Qué le parece?

—Un negocio bien organizado.

Y me despido de este antepasado del Coque. Nada más cerrarse la puerta a mis espaldas, suena un solo de tambor.

La Nueva España · 27 de junio de 2005