Ignacio Gracia Noriega
Bermudo I el Diácono
Reinó en Asturias durante tres años tras la muerte del usurpador Mauregato y renunció al trono, para volver al monasterio, tras la derrota en la batalla de Burbia, en el Bierzo
De don Bermudo I dicen las crónicas: «Muerto Mauregato, fue elegido para reinar Bermudo, hijo de Fruela (el hermano de Alfonso I). Este Bermudo fue un gran hombre. Reinó tres años y abdicó espontáneamente a causa de que había sido diácono. Su sobrino, el que Mauregato expulsara del reino, fue por él designado para sucederle» («Versión Rotense»).
Don Bermudo, sentado a la débil luz del crepúsculo, en el claustro del monasterio en el que lleva retirado muchos años, asiente. Es un anciano pulcro, grueso y sonriente, de carrillos coloreados como la manzana por el lado que le da el sol. Su mirada es viva y algo irónica, y lleva el rostro cuidadosamente rasurado.
—Me rasuré el día que decidí dejar de ser rey y desde entonces me hago afeitar dos veces por semana. ¿Sabe qué le sucedió al rey Wamba? Que algunos nobles ambiciosos apetecían la corona que él ceñía, por lo que cierta noche le emborracharon, y cuando estaba en la inconsciencia, le raparon el pelo y las barbas, con lo que ya no podía ser el rey de los godos. Por ese motivo es por el que me rasuro yo un día sí y otro no: porque no quiero volver a ser rey.
—¡Parece mentira, don Bermudo! ¡Y tantos queriendo serlo!
—Ya ve usted: hay gente para todo. Desde luego, muchos ambicionan ser reyes a costa de lo que sea, y les da lo mismo traicionar que ser víctimas de su ambición una vez que se han sentado en el trono. Yo jamás entendí esa clase de aspiraciones. Prefiero, con mucho, la paz del claustro.
—Sin embargo, usted fue rey.
—A la fuerza. Me vinieron a buscar y no me quedó otro remedio que ir con ellos, para evitar males mayores.
—¿Era usted clérigo antes de ser rey?
—Sí, era diácono.
—¿Dónde?
—En Brañalonga, en tierras de Tineo.
—¿Por qué tan lejos?
—Porque prefería vivir apartado de la política y de las intrigas de la corte. La corte de Pravia era muy reducida, de manera que las intrigas resultaban más evidentes.
—¿Qué relación puede tener un diácono con las intrigas cortesanas?
—Depende quién sea el diácono. Yo pertenezco a la familia real, de manera que lo que sucede en la corte me afecta en mayor o menor medida. Antes más que ahora, porque desde que empuña el cetro mi sobrino Alfonso, segundo rey de ese nombre en Asturias, lo hace con firmeza.
—¿Llegó usted a ser rey de Asturias por pertenecer a la familia real?
—Naturalmente. Como usted sabrá, la monarquía de los godos era inicialmente electiva: los nobles y los obispos elegían al nuevo rey, alzándole sobre su pavés. Pero esto daba lugar a abusos, porque asesinando al rey, cabía la posibilidad de que fuera elegido quien incitó su asesinato. Los concilios de Toledo procuraron evitar esa manera sangrienta de establecer la sucesión promoviendo un tipo de monarquía hereditaria.
—Usted fue proclamado rey de Asturias, ¿por elección o por herencia?
—Fui elegido, pero porque pertenecía a la familia real.
—¿Descendiente de don Pelayo?
—No, de don Pedro, el duque de Cantabria. Yo soy hijo de Fruela el cántabro, que vino a la corte de Cangas de Onís acompañando a su hermano Alfonso, el cual contrajo matrimonio con Ermesinda, la hija de don Pelayo, y fue el padre de Fruela I, aquel bárbaro (está mal que yo lo diga, siendo mi primo, como era) a quien asesinaron en Cangas de Onís.
—Ese asesinato, ¿trajo malas consecuencias para la monarquía?
—Muy malas. Durante muchos años, la corona saltó de una cabeza a otra para evitar que Alfonso, el hijo del asesinado Fruela, subiera al trono.
—¿Por qué motivo?
—Porque Fruela I fue víctima de una conspiración palaciega, y lo que menos interesaba a los conspiradores era que algún día llegara a ser rey el hijo del monarca asesinado.
—¿Y por ese motivo eligieron rey a Aurelio?
—Exactamente.
—De lo que se deduce que Aurelio habrá tomado parte en la conspiración.
—Aurelio era hermano mío y no puedo decirle si figuró entre los conspiradores o no figuró. Era hombre de carácter débil y poco resolutivo; tal vez no haya conspirado, pero debido a su carácter, tal vez los conspiradores pensaron que podrían manejarle.
—¿Y le manejaron?
—Reinó poco tiempo, de manera que no puede decirse qué habría hecho o dejado de hacer de haber reinado más años. Seis años son poco tiempo para un rey que se encuentra con un trono manchado de sangre. Fue el primero en salir de Cangas de Onís y acercarse al río Nalón. Durante su reinado estuvo en paz con los caldeos y hubo de sofocar la sublevación de los siervos. A su muerte le sucede don Silo, por estar casado con mi prima Adosinda, hija de mi tío el rey don Alfonso I. El propósito de tía Adosinda, tanto como el de don Silo, era que regresaran las aguas a su cauce, y que ya que ellos no habían tenido hijos de su matrimonio, que los sucediera su sobrino Alfonso, legítimo heredero, por ser hijo del asesinado rey Fruela. Mas los nobles se opusieron a ello, y a la muerte de Silo apoyaron que el pérfido Mauregato subiera al trono tiránicamente, a consecuencia de lo cual Alfonso hubo de huir para refugiarse entre vascones, pueblo que era el de su madre, la reina Munia, y Adosinda, por su apoyo al rey legítimo, fue encerrada en un convento de Pravia.
—¿Qué relaciones mantuvo usted con el usurpador Mauregato?
—Ninguna relación. Pero a su muerte, también sin hijos, los nobles fueron a llamar a la puerta de este convento, porque alguien tenía que ser rey.
—Y el rey fue usted...
—No quedaba otro remedio que yo lo fuera sino queríamos volver a la anarquía de la monarquía electiva.
—Así que tuvo que dejarse la barba.
—Por aquel entonces, yo usaba barba. Me la rapo ahora, por precaución.
—También tuvo que casarse.
—Es verdad. Recibí toda clase de dispensas y me casé con la piadosa Nunilo, que me dio un hijo al que puse por nombre Ramiro, y que hoy es la persona de confianza del rey Alfonso.
—De manera que uno de los problemas mayores de la Monarquía asturiana, que es la falta de descendencia, lo viene a solucionar un eclesiástico.
—No digo que haya solucionado gran cosa teniendo un hijo, porque le di al problema la solución legítima, entregándole la corona a quien le correspondía, a Alfonso, y no guardándola para mi hijo Ramiro. Pero debe tenerse en cuenta que ni mi hermano Aurelio, ni don Silo, ni el usurpador Mauregato tuvieron descendencia. Así que tuvo que tener hijos un cura. Parece el mundo puesto al revés.
—¿Cuánto tiempo reinó?
—Sólo tres años.
—¿Echaba de menos la paz del convento?
—La echaba de menos. Pero había que empuñar la espada y ceñir la corona, porque las circunstancias eran difíciles para el reino. En Córdoba había entrado a reinar el fanático Hixam I, un mahometano muy piadoso, empeñado en llevar la guerra santa a las tierras cristianas, y aunque le salí al paso al frente de un ejército, fui derrotado en Burbia, en el Bierzo.
—Hay quien opina que esa derrota fue la causa de que usted renunciara a la corona.
—Sí, fue una de las causas, porque era necesario que el rey de Asturias fuera alguien más capacitado para hacer la guerra que yo. Aproveché esta oportunidad para renunciar en favor de Alfonso, quien, por fin, pudo ceñir la corona, y está demostrando ser un excelente rey. Al año tercero de su reinado derrotó a un gran ejército árabe en la batalla de Lutos. No creo que les queden ganas a los moros de volver por aquí.
—¿Qué relaciones mantiene con él?
—Muy buenas. Me está agradecido por lo que hice por él y me visita con frecuencia, para pedirme consejo. A veces me asegura que mi hijo Ramiro le sucederá como rey, porque Alfonso es casto y no tiene hijos.
—Una vez más, el problema de siempre en la monarquía asturiana: la falta de descendencia.
—Yo no veo que haya tal problema. ¿No está la genealogía de Jesucristo llena de mujeres estériles y de ramas familiares que se extinguen? Y, no obstante, Jesús nació de una Virgen. Por este motivo, no me cabe duda de que Asturias prevalecerá.
La Nueva España · 11 de julio de 2005