Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Un señor medieval,
Rodrigo Álvarez de las Asturias

Rodrigo Álvarez de las Asturias es un señor medieval con todas las consecuencias. Se inscribe en la nómina de nobles turbulentos. Según escribe don Juan Uría Ríu en su «Síntesis histórica del Oviedo medieval», incluida en el primer tomo de su obra completa («El reino de Asturias, otros estudios altomedievales»), recientemente publicado por KRK, en cuidada y excelente edición de Juan Uría Maqua, «hasta los días de Sancho IV, que sepamos, ningún suceso bélico debió perturbar la paz ovetense. Consta en el privilegio otorgado por él en Segovia a 7 de marzo de 1287 que dio como alfoz al concejo de Oviedo la tierra de Siero, para resarcirle de los daños y los males que recibieron sus vecinos, poco antes de la fecha referida, en ocasión en que el infante don Juan y don Alfonso, su hijo, y Rodrigo Álvarez de las Asturias «fueron sobre la uilla de Oviedo et la cercaron por la tomar –dice el documento–, por nos desheredar della como non deuien». No llegó hasta nosotros más que esta escueta referencia de lo ocurrido, pero el hecho debió de tener alguna importancia para los ovetenses, cuando vemos que el sucesor de aquel monarca, Fernando IV, al eximir del portazgo a los vecinos de Oviedo en 11 de abril de 1299, dice que lo hace «porque puedan auer cobre de los daños que recibieron del D. Johan et de los otros que son a nuestro deseruicio».

Considerado como astuto y oportunista, no le faltaba su arremetida de filósofo a don Rodrigo, ya que hace constar en su testamento: «Porque la vida del hombre es breve y ninguno puede saber el día ni la hora de su finamiento y para eso no hay otro remedio sino estar en verdadera penitencia y tener la hacienda de su alma ordenada».

—¿Está conforme con lo que en su testamento dice o se trata de un simple formulismo? –le pregunto.

—Estoy conforme con ello en todo. No hay cosa más endeble que el hombre, aunque se revista de hierro. Se levanta en salud y tal vez antes de terminar el día se encuentre gravemente enfermo. No sabemos dónde la tenemos, y no sólo la guerra es peligrosa para el cuerpo. Lo más peligroso para el hombre es el propio cuerpo, que está lleno de traiciones y asechanzas que pueden causar la muerte o la terrible enfermedad cuando menos se las espera. Para ello no hay cosa mejor que hacer penitencia y tener la hacienda del alma, pero también la terrena, bien ordenadas.

—¿Sigue usted ese consejo?

—En lo que a mí se refiere, si no por mi iniciativa, por la de los físicos que atienden a mis dolencias y que me obligan a vivir con el ascetismo de un eremita, sin sal ni grasas en las viandas. Con lo que, para mí, se abre una Cuaresma sin término. En lo que se refiere al arreglo de los asuntos terrenales, le diré que el maestre de Santiago me otorgó el castillo de Gozón, que está cerca de Avilés, y fue aquel territorio señorío del famoso Gauzón, caudillo de los astures durante la guerra contra las legiones de Roma. Alfonso III, el rey de Asturias llamado el Magno, mandó construir el castillo para resistir los ataques de los normandos. El castillo se encuentra a orillas del mar y dentro de sus muros hay una iglesia dedicada al Salvador, como la sede ovetense, que fue consagrada por tres obispos. El castillo perteneció a la sede ovetense hasta que Gonzalo Peláez, cuando se rebeló contra Alfonso VII, se apoderó de él, aunque sitiado en él, hubo de capitular. En 1187 el castillo pasa a ser propiedad de la Orden de Santiago hasta que, por encomienda del Gran Maestre de dicha Orden, me fue entregado el año 1329. Al hacer testamento, consideré devolver este castillo a la Orden de Santiago, pero más adelante, mi rey Alfonso XI me pidió que le concediese la encomienda de Gozón a su hijo, el conde de Trastamara. Y, ¿qué vasallo le niega al rey algo que le pide? De manera que, por la parte terrenal que le corresponde al castillo de Gozón, el asunto está solucionado. ¡Así lo estuviera la salvación de mi alma!

—¿Tan malo fue que duda de salvarse?

—No dudo. Pero se cometen pecadillos, y cuanto más encumbrado está quien los comete, mayores son los pecados.

—Hagamos un repaso de su vida.

—¿Para hacer recuento de mis pecados?

—No. Simplemente, para hacer recuento de sus hechos, sean buenos o malos. Yo no soy quién para juzgar qué es pecado y qué no es pecado.

—Bien. Pues le diré que soy el segundo hijo de Pedro Álvarez, que ocupó el cargo de mayordomo mayor del rey Sancho IV, y de doña Sancha Rodríguez de Lara, que pertenecía a la alta nobleza de León. A la muerte de mi hermano mayor, Pedro Álvarez, se me otorgó el señorío de Noreña.

—Sin embargo, usted no se comportó como un noble rural, dedicado a los asuntos locales, sino que supo nadar en el río revuelto de la minoría de edad de Fernando IV y, posteriormente, en la de Alfonso XI.

—Dice usted bien al calificar de «río revuelto» la minoría de edad de los reyes, durante las cuales todo el mundo próximo al rey procura sacar la mayor tajada posible del reino.

—A usted se le acusa de haber actuado con astucia y oportunismo, y de haber cambiado de bando según su conveniencia.

—Hice lo que cualquier otro hubiera hecho de haberse encontrado en mi lugar. Primero seguí la causa del infante don Juan, hermano del fallecido rey Sancho IV y su tío, por tanto, del joven rey Fernando, el cual llegó a proclamarse rey de León, afectando los derechos de su sobrino Fernando. Más tarde, tomé el partido del rey Fernando.

—¿Por qué motivo?

—Porque me convenció su madre, la reina regente doña María de Molina.

—La cual, según consta, le concedió las villas asturianas de Gijón, Allande, Llanes y Ribadesella.

—Yo reconozco que me convenció, no a cambio de qué.

—Además, ya reinante Fernando IV, le concede la tierra de Siero, y más tarde obtiene Nava, lo que le convierte en un señor sumamente poderoso, que puede controlar, desde su fortaleza de Noreña, las comarcas central y oriental de Asturias.

—Sí. De lo que se trataba era de que no quedaran desguarnecidas mis posesiones de Noreña.

—No obstante, una vez más no reduce su campo de acción a Noreña y a las otras zonas asturianas que dominaba.

—No, porque yo, por entonces, era uno de los puntales del rey, lo que me obligó a participar en numerosas acciones militares libradas fuera de Asturias la mayor parte de ellas. En agradecimiento, o como compensación, llámelo usted como quiera, recibí el cargo de adelantado mayor de León y Asturias, y, más tarde, el de adelantado de Galicia.

—Sin embargo, Fernando IV muere joven, dejando a su sucesor, el futuro Alfonso XI, otra vez en minoría de edad. ¿Otra vez se dispone a «pescar en río revuelto»?

—En esta ocasión me mantengo fiel a la causa real, que defendían la reina doña María de Molina y el infante don Pedro, enfrentándome al viejo infante don Juan Manuel, que, aprovechando la nueva minoría de edad, volvió a las andadas, como lo había hecho durante la minoría de Fernando IV. Éste don Juan Manuel es noble de gran cultura e inteligencia, y tan buen escritor como su tío el rey Alfonso el Sabio, pero a turbulento y vidrioso no hay quien le gane.

—Y alguna vez usted estuvo en su campo.

—Pero no en esta ocasión. Por mi respeto a los derechos del pequeño Alfonso XI, también hube de enfrentarme a mi pariente Fernando Álvarez, por entonces obispo de Oviedo, y a cuyos hombres hube de poner cerco en el castillo de Tudela, con el apoyo del concejo de Oviedo.

—¿No estaba conforme el concejo de Oviedo con el obispo?

—Claramente se demuestra que no.

—¿Usted había sido comendero del concejo de Oviedo?

—Sí, años atrás; no crea que mis intereses en Oviedo son pequeños, porque desde 1287 tuve la encomienda de los bienes del monasterio de San Vicente en varios concejos. En 1318 fui comendero de Avilés y en 1329 lo fui del obispo en las tierras de Llanera y Las Regueras. En 1329 la Orden de Santiago me concede la encomienda del castillo de Sobrescobio, además del de Gozón, al que nos hemos referido ya.

—Con esto se convierte usted en el mandamás de toda Asturias.

—¡Qué más quisiera, Noriega! Pero nunca tiene suficiente quien llega a tener algo.

—También desempeñó un cargo del máximo reconocimiento, el de mayordomo mayor del rey Alfonso XI, en 1320.

—Sí, ocupé el mismo cargo que había ocupado mi padre con Sancho IV. Pero al llegar a los sesenta años, llega la edad de la reflexión, y el 16 de agosto de 1331 hice testamento, lo que es forma de morir un poco.

—Dados sus cuantiosos bienes, su testamento ha de ser de la máxima importancia para Asturias.

—A falta de hijos legítimos, quedan muchas donaciones para la Iglesia de Oviedo y para numerosos monasterios y establecimientos asistenciales, y la herencia para mi pariente Ferrán Rodríguez de Villalobos, aunque mi señorío asturiano lo heredará el hijo bastardo del rey, don Enrique de Trastamara, de quien soy padrino.

—¿Usted cree que es medida prudente dar poder en Asturias al hijo natural del rey?

Don Rodrigo me mira con tristeza y se encoge de hombros.

La Nueva España · 25 de julio de 2005