Ignacio Gracia Noriega
La pintora Julia Alcayde
Nacida en Gijón en el año 1855, está considerada como la pionera de las pintoras asturianas y fue comparada, como bodegonista, con artistas como Zurbarán o Picasso
Hasta entrado el siglo XX, no fue corriente que hubiera mujeres pintoras, ni tampoco compositoras de música, ni autoras teatrales... Se puede explicar esto por la vía de la corrección política socializante, indicando que al estar la mujer reprimida, no podía expresarse tal como le apetecía. Sin embargo, se puede responder a esto que, en el siglo XIX, la mujer y las hijas del dueño de la mina o de la fábrica gozaban de mayores libertades y de mayores posibilidades de expresarse como les viniera en gana que el obrero más plantado. No hay que contar la historia como no fue: para eso basta y sobra con la que están contando los separatistas, que son capaces de referir la historia de Cataluña o Vasconia sin mencionar a Carlos V, de manera que ¡vaya europeístas de caleya! Algunas mujeres, en cambio, demostraron estar muy dotadas para el gobierno y, dentro de las artes, para la poesía y la novela. Últimamente también hay mujeres directoras de cine, pero hemos de reconocer que sus películas son monotemáticas y plúmbeas. Porque reconocerán ustedes, a poco que se fijen, que todos los poemas, y nada digamos de las novelas, debidos a mujeres, o las películas dirigidas por ellas, tratan exclusivamente de mujeres, y de asuntos de mujeres. Esto no es demérito, sino especialización. No hay crítico que no señale, al referirse a una escritora, su «sensibilidad femenina». Sin duda, las mujeres son más sensibles que los hombres, pero debemos advertir que la literatura no se reduce a sensibilidad. Con esto no estamos criticando a las mujeres que se dedican a las artes, sino que señalamos su alto grado de especialización femenina.
Asturias, sin ser una región en la que se rastree una particular militancia feminista (hasta la guerra civil, la izquierda estuvo poco menos que monopolizada por el PSOE, que, de aquélla, no consideraba electoralista este tipo de veleidades), ofrece una amplia nómina de escritoras y de pintoras. Víctor Alperi, en su contribución al libro «Mujeres de Asturias», editado por Mases, afirma que la pintura en Asturias no se afianza hasta el siglo XIX, y añade, «cuando aparecen figuras fundamentales para la historia de las artes plásticas del Principado, como Dionisio Fierros, Suárez Llanos, García San Pedro y otros muchos. Y al lado de estos hombres, el nombre de una mujer, Julia Alcayde Montoya, nacida en Gijón en el año 1855, que está considerada como la pionera de las pintoras asturianas y, acaso, la más importante. Después, y a lo largo de los años finales del siglo, van surgiendo nombres de pintoras: Carolina del Castillo, Adela Yoli Álvarez, Carolina Donati Melnero, hermana de otro pintor, Enrique Donati, nacidos en una aldea cercana a Vegadeo, y sobre los que se tienen muy pocas noticias, María Galán y Concha Mori».
Julia Alcayde nos recibe en su casa de Madrid, ciudad en la que reside desde su infancia y, a pesar de los muchos años, conserva parte de la belleza y la mirada irónica y la boca un tanto displicente con que se vio a sí misma en su autorretrato. Sobre Madrid caen las bombas y muchos esperan que la guerra termine pronto, pero no se atreven a manifestarlo, no sea que los del comité los «chequeen» por derrotistas. Julia Alcayde prefiere hablar de pintura. El mundo reflejado en los cuadros es, cuando menos, mucho menos peligroso que el mundo real.
—Usted vivió en Madrid la mayor parte de su vida, pero es asturiana, ¿no es cierto?
—Así es. Nací en Gijón, el 22 de mayo de 1855, festividad de Santa Rita de Casia. Siendo aún niña me trasladaron a vivir aquí, a Madrid, pero no por ello perdí el contacto con la tierra natal, trasladándome a Asturias siempre que puedo. Ahora no puedo, claro es, a causa de mis muchos años y, sobre todo, de la guerra civil, que no sé si llegaré a ver terminada.
—¿Cómo surgió en usted la vocación por la pintura? Porque no era habitual que hubiera mujeres pintoras en sus años de juventud.
—No, no lo era. Yo, en mi juventud, me sentí atraída por la poesía y conocí a poetas famosos posteriormente, algunos de los cuales, como Zorrilla, Antonio Grilo u Octavio Picón, me dedicaron versos. Pero mi hermano Fermín, que era un gran dibujante y pintor en horas de asueto, me inculcó la afición a la pintura y me enseñó los fundamentos técnicos del arte pictórico. Fermín hubiera sido un gran pintor, que era lo que le gustaba ser, y los cuadros que dejó confirman su gran talento. Pero nuestro padre era general, por lo que se empeñó en que Fermín siguiera también la carrera de las armas. Y como cualquiera le dice «no» a un general, a Fermín no le quedó más remedio que hacerse militar, alcanzando también el grado de general, aunque estoy convencida de que hubiera preferido ser reconocido como un pintor de renombre.
—¿Dónde se dio a conocer como pintora?
—En Asturias, al ganar el primer premio del concurso de pintura organizado por el periódico «El Noroeste», de Gijón. Con aquel primer galardón, ya creí que podía abrirme camino en Madrid. Gracias, de todos modos, a mi habilidad como dibujante, y a las relaciones de Fermín en los medios artísticos, pude frecuentar el estudio del pintor don Manuel Ramírez, que influyó decisivamente en mi formación. Animada por él empecé a presentarme a las exposiciones nacionales a partir de 1885, siendo la primera pintora asturiana en presentarse a las exposiciones de Bellas Artes, en las que logré dos terceras medallas por los cuadros «En la huerta», en 1892, y «Caza», en 1895, y dos segundas medallas por «El puesto de mi calle», en la exposición de 1899, y por «Frutas», en 1912. En 1903 obtuve una primera medalla en la exposición celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y concurrí, igualmente, a los Salones de otoño de Madrid.
—¿Y nunca sintió la tentación de intentar presentarse fuera de España?
—¡Claro que sí! Participé en exposiciones internacionales en Chicago, el año 1893; en Bruselas y Buenos Aires, ambas en 1910; en Roma en 1910 y en Munich, en 1913.
—¿Cuáles son sus asuntos preferidos?
—La composición de floreros y bodegones me ha proporcionado sólido y duradero éxito; algunos críticos acostumbran a situarme, como bodegonista, a la altura de Zurbarán o Picasso. Yo me siento satisfecha conque me equiparen a Isidro Nonell, Gessa, Juan de Arellano, Juan Gris o Pancho Cossío. También cultivé los paisajes y el retrato, y lo mismo pinté al óleo, que en acuarela o al pastel. En todas las modalidades he recibido elogios por la calidad de mi técnica depurada.
—Por lo que dice, la ha tratado muy bien la crítica.
—No me quejo. Guardo comentarios críticos muy laudatorios aparecidos en «Blanco y Negro», «La Ilustración Española y Americana», «ABC», «El Sol», la revista «Asturias», «El Noroeste» de Gijón, y en otros muchos periódicos y revistas, tanto de Madrid, como de Asturias, como de las demás provincias españolas.
—Y la crítica extranjera, ¿qué dice de usted?
—También me trata bien, aunque dedicándome menos espacio que la crítica española. Tenga en cuenta que hay cuadros míos en colecciones particulares de muchos coleccionistas extranjeros, principalmente en Alemania y en Suiza, y que cuadros míos figuran en los museos de Zúrich y de Berna. También en el Museo del Prado, lo que es, para mí, motivo del máximo orgullo.
—Algún crítico ha señalado que su buen momento como pintora es desde el año 1885 a 1916. A partir de entonces, empieza a apartarse paulatinamente tanto de la pintura como de la sociedad.
—No exactamente, porque concurrí por última vez a una exposición en 1935, año en que cumplí los ochenta años. A partir de entonces, me he retirado, en efecto. Tengo muchos achaques, tengo que tomar muchas pastillas y no puedo comer de todo, así que para andar por ahí haciendo ostentación de mi mal estado de salud, prefiero quedarme en casa, donde no le doy la lata a nadie, contando mis goteras. Además, la situación política tampoco anima a hacer vida social.
La Nueva España · 1 de agosto de 2005