Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

José Ignacio Castañera,
un hombre de acción

Aunque nacido en Navarra, desde niño vivió en Asturias, guerreó contra los franceses y posteriormente participó en numerosas acciones militares a favor de los liberales

—No, no nací en Asturias, pero me siento asturiano por todos los costados, salvo el del nacimiento. Imagínese: viví en Oviedo desde los 8 años de edad... ¿Qué más puede pedirse para que me considere asturiano de pura cepa?

—No lo sé– le digo. Depende de lo que digan los «asturchales» porque como el separatismo es racismo puro y duro, a lo mejor los de esa cuerda no le consideran a usted como asturiano. Aunque en España está prohibida la xenofobia como si fuera un delito, no solo se consiente el racismo de los separatistas, sino que el jefe de gobierno los mima y agacha la cabeza cuando le levantan la voz.

—¿Qué está usted diciendo, Noriega? –me pregunta Castañera, seriamente alarmado–. Después de lo mucho que fui perseguido por la reacción fernandina por mis ideas liberales, ¿es que ahora puedo ser perseguido por esa rara especie a la que usted llama de separatistas y racistas? ¿Quiénes son esos tales, que nunca he oído hablar de ellos, aunque intuyo, por el sonido de las palabras, que separatista viene de separar y racista, de raza?

—No sabe usted la suerte que tiene de que en su tiempo no se hayan producido aún los cánceres del separatismo, que no son uno solo, sino varios, y tienen su apoyo y justificación en el racismo, en la singularidad, en la dispersión, aunque algunos de sus iluminados dirigentes lo disimulen, a veces, cuando cobayan con los socialistas. El separatismo es la cosa más abyecta y arbitraria que existe, y casi siempre la alienta alguna potencia extranjera: Francia, en el caso de España. Cuando el abate Marchena y otros afrancesados fueron a Francia a observar de cerca los efectos de la Revolución Francesa, a todos cuantos gerifaltes revolucionarios preguntaban qué sistema de gobierno sería más conveniente para España, la república centralista o la federal, todos les contestaban que la república federal. Con una España desunida y fragmentada en reinos de Taifas, Francia eliminaba un rival en Europa.

—¡Qué cucos! por algo yo nunca pude ver a los franceses, y los combatí con las armas en la mano siempre que se acercaron por aquí.

—Ya lo sé, querido tocayo. Ahora dígame, ¿dónde nació usted para no ser asturiano de nación?

—Nací en Orbaizeta, en el antiguo reino de Navarra, en familia noble pero tan venida a menos que mi padre tuvo que ponerse a trabajar como funcionario; por lo que, teniendo yo 8 años, le enviaron a Oviedo, como pagador de la Fábrica de Armas.

—¿Y encontró diferencias entre su niñez en Navarra y su nueva vida en Oviedo?

—¡Hombre, sí! Mi infancia había transcurrido en una aldea, y hay un cambio notable cuando se vive en una ciudad.

—¿Hizo en Oviedo sus estudios?

—Sí, aunque no era muy aficionado a los estudios, por lo que mi padre me colocó pronto al servicio de la Fábrica de Armas de Oviedo. Y habría sido feliz siendo toda mi vida un buen armero; pero al invadir los franceses la patria, me uní a los patriotas, siendo nombrado capitán en agosto de 1808. De algo hubieron de servirme mis conocimientos en materia de armamento.

—¿Participó en acciones de guerra?

—Sí, señor, durante toda la guerra de la Independencia. Primero en Galicia y en la propia Asturias, hasta que salí hacia Castilla formando parte de la expedición del general Ballesteros. De regreso, en agosto de 1809, luché en Cabezón de la Sal, en septiembre en Benavente, y el 1 de octubre participé en el sitio y ataque de Zamora. Más tarde intervine en las acciones de Medina del Campo, Carpio y Alba de Tormes, y en 1811 en la encarnizada pelea de Puelo, en Cangas del Narcea, donde serví a las órdenes de Porlier. El año 1812 fui destinado a Puente Los Fierros y a Urbiés, y, de nuevo en Castilla, intervine en el sitio de Astorga hasta su rendición, y en el de Burgos, desde el 18 al 30 de septiembre de 1812.

—¡Una excelente y movida hoja de servicios! ¿Qué hace al terminar la guerra?

—Decido quedarme en el ejército, siendo destinado a La Coruña, como capitán depositario del Regimiento de Lugo.

—¿Cómo? ¿Con todo lo que luchó durante la guerra, y la terminó con el mismo grado que la había comenzado?

—Ya ve usted. Soy un militar, pero no un tiralevitas.

—¿Y cómo le fue en La Coruña?

—Verá usted: por aquel entonces el general Porlier estaba preso en La Coruña, y para poder seguir conspirando contra Fernando VII con mayor libertad, solicitó y obtuvo el permiso para ir a tomar las aguas en Arteijo y residir, mientras tanto, en Pastoriza, y a mí se me confió la custodia del detenido. Yo había servido con Porlier durante la guerra, y, además, era cuando menos tan liberal como él, de manera que volví a ponerme a sus órdenes y participé en la preparación del levantamiento militar que se produjo en la noche del 18 al 19 de septiembre de 1815. Esa noche me presenté en el cuartel del Arenal de La Coruña con la orden de iniciar el pronunciamiento, y aunque el coronel don José Cabrera se sumó a nosotros, inmediatamente después dijo que se iba a tomar chocolate, ante la desesperación de Porlier.

—Aquella debió ser una larga noche, así que el coronel preferiría no pasarla con el estómago vacío.

—Fue larga, especialmente para mí, ya que me correspondió arrestar al capitán general y demás autoridades, y de madrugada recorrí las calles más principales de La Coruña proclamando la Constitución de 1812.

—Una noche bien aprovechada, tocayo.

—Es verdad. Una vez proclamada la Constitución, tomé el mando de 200 hombres que formaban parte de la columna que se dirigió a Santiago de Compostela con Porlier al frente. Pero íbamos vendidos por unos suboficiales traidores. A mí me hicieron prisionero en Órdenes, y fui enviado a La Coruña con otros treinta y seis oficiales, encadenado a Francisco Fernández Vaqueros. Durante veintidós meses estuve preso e incomunicado, a la espera de juicio, hasta que el 7 de julio de 1817 puede fugarme junto con otros oficiales implicados en el mismo caso. A Porlier no le hicieron esperar tanto y pagó con la cabeza su entusiasmo. A entusiasta no había quien le ganara, pero es preciso reconocer que era un poco alocado.

—¿Qué hizo una vez en libertad?

—Esconderme hasta que pude huir a Inglaterra, donde permanecí tres años en la emigración. En febrero de 1820 regresé a España, acompañando al general Mina, y al poco tiempo me trasladé a Oviedo donde participé, el 21 de noviembre de ese año, en la Constitución de la Milicia Nacional, que tuvo lugar en el Campo de San Francisco, y de la que resultó nombrado jefe el reciente general don Rafael de Riego, y yo su segundo, recibiendo los calificativos de «benemérito», de «digno compañero» del inmortal Porlier».

—¿Intervino en alguna acción como segundo jefe de la Milicia?

—Casi inmediatamente después de ser nombrado entré en danza. El 29 de noviembre fui enviado a Pola de Lena para sofocar una rebelión realista, detrás de la cual se encontraban algunos hacendados de la comarca, apoyados por un Estado Mayor de párrocos dirigidos por el obispo Ceruelo y los monjes de San Vicente de Oviedo. A iniciativa mía se debe que el obispo fuera desterrado, en cumplimiento de lo decretado por las Cortes.

—Y después de unos comienzos tan brillantes, ¿qué papeles le tocó desempeñar durante el Trienio Liberal?

—El papel de servir modestamente a la causa de la libertad. En 1823 luché contra la franchutada de los Cien Mil Hijos de San Luis, que volví a España, ahora para imponernos el absolutismo. Derrotado, hube de entregar mi espada en la plaza de Alicante, el 17 de noviembre de 1823. Por fortuna, pude refugiarme en Gibraltar, y desde allí embarqué a Inglaterra, donde formé parte del grupo que se reunía en torno al general Mina para devolver las libertades a la patria. Después de once años de emigración, me acogí a la amnistía del gobierno, desembarcando en Gijón el 26 de abril de 1834. Como recompensa a mis servicios se me confirió el grado de coronel.

La Nueva España · 12 de septiembre de 2005