Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Fray Fidel de Piñera,
un capuchino en la Corte

José Francisco Campo Osorio nació en Navia en 1753, fue predicador real y sufrió cuatro años y medio de reclusión en Francia tras la invasión napoleónica

En la obra, muy variada, interesante y bien hecha, de aquel gran médico, historiador y caballero que fue Jesús Martínez Fernández, cronista oficial de Navia (la cual bien merece ser coleccionada al menos en dos volúmenes: en uno, los escritos de asunto histórico y erudito; en otro, los de asunto médico), encontramos noticias muy sugestivas sobre personajes, acontecimientos y costumbres del pasado reciente o remoto: no en vano en el título de sus crónicas figuraba la anotación de «Navia, remota y actual». Entre estos trabajos dispersos encontramos, en las páginas de un boletín muy pero que muy erudito, una curiosa biografía que él titula «Un capuchino de Navia en la corte de Fernando VII». Sobre este personaje, aclara Jesús Martínez Fernández: «La vida de don José Francisco Campo Osorio (fray Fidel de Piñera en religión) no fue heroica ni excepcional, como la de muchos ilustres paisanos y contemporáneos suyos. Pero fue admirable por la ejemplaridad de sus virtudes, por la fecundidad de su sagrada misión apostólica y por la sublimación de los sufrimientos que se cebaron en él, recibidos con una infinita capacidad cristiana de aceptación y una elegante y emocionante actitud de patriotismo». Bien es cierto que hoy el patriotismo no está de moda, sino más bien todo lo contrario, y ahí tenemos, para dar ejemplo, al actual jefe del Gobierno, que no se considera ni español. Fray Fidel de Piñera no entendería actitudes como ésta, por lo que ni se la comentamos. Con la tarjeta de presentación del doctor Martínez Fernández, vamos a visitarle al convento de San Antonio de Madrid, donde, a sus 64 años, vive considerado y reconocido, aunque las desventuras, el frío, el hambre y las persecuciones que le acompañaron a lo largo de su vida le están pasando factura ahora. Su salud está muy decaída y tose continuamente: disimula la tos con un pañuelo colorado. Sin embargo, está contento.

—Fíjese usted, al cabo de mucho perseguirlo, hace un par de años me ha llegado el nombramiento de predicador supernumerario, expedido por el mayordomo mayor de S. M. al señor patriarca de Indias. Y el propio rey me condecoró en 1815 para premiar mis servicios a la patria. Servicios que hice no por obtener recompensa, sino porque amar a la patria es propio de bien nacidos.

—¿Se refiere a la patria grande o a la patria chica?

—No veo diferencia entre una y otra. Para mí, Navia y España son lo mismo. Navia no podría ser sin España, ni España podría ser sin Navia.

—¿Nació en Navia?

—En Piñera, para ser más exactos, el 14 de noviembre de 1753, siendo bautizado en la parroquia de San Salvador de Piñera ese mismo día 14 de noviembre. De manera que la primera cosa que hice en mi vida, después de llorar un poco al nacer, fue ser cristiano. Mi padre era del palacio de Piñera, y mi madre de la casa de los Trelles de Villaiz, en Villapedre. Mi infancia transcurrió en esa casa de Villaiz. Y como yo no era el primogénito, sino el tercero de los hermanos, se me destinó a los estudios.

—¿Dónde cursó los estudios?

—Los primeros estudios, hasta los 13 años, en Piñera, con el cura. Después en Oviedo, donde al cabo me licencié en ambos derechos, «nemine discrepante». Y durante algún tiempo me dediqué a la abogacía, tanto en la Universidad como en la Academia de Leyes, hasta que me di cuenta de que no hay cosa más ajena a la verdadera justicia que la ley de los hombres, y que la supuesta ecuanimidad de la ley es la cosa más injusta que puede darse. Por lo que, aceptando por otra parte que yo estaba previsto para entrar en religión, ingresé en el convento de Capuchinos de Salamanca, tomando el nombre de fray Fidel de Piñera. Allí hice los estudios de religión, obteniendo el título de predicador. Más tarde fui nombrado presidente de conferencias morales, función que desempeñé durante veinte años en Valladolid, Segovia, Madrid y la propia Salamanca. En Madrid viví en el convento de la Paciencia, ocupando los cargos de definidor de la orden, calificador del Santo Oficio y misionero apostólico. En 1802 obtuve licencia del padre general fray Nicolás del Bustillo para pretender la gracia de ser nombrado predicador de S. M. Volví a insistir en 1807, y, finalmente, se me concedió tan honrosa condición hace un par de años, caza venado.

—Como dicen en México: quien persiste, caza venado.

—Es verdad. Aunque lamento que este reconocimiento haya llegado un poco tarde. Mal puedo predicar ahora con esta tos.

—Sin embargo, ¿habrá predicado a lo largo de su vida?

—¡Claro que prediqué! Y mucho. Y no sólo sobre asuntos de religión, sino también contra los franceses. Como afirmó don Andrés Aransay, capellán de honor de S. M., el 3 de octubre de 1815, con motivo de haber sido yo nombrado predicador supernumerario: «En el ministerio de su predicación sobresale en él la moral más pura; es modesto, humilde y bien inclinado, ejerciendo las sagradas funciones de su ministerio con gravedad y edificación».

—Sin embargo, todo ello no le evitó sufrir disgustos y persecuciones.

—No, señor. Más bien al contrario, sufrí persecuciones debido a mi sentido de la justicia. De manera que, al producirse la invasión francesa, se me exigió que jurara fidelidad al rey intruso, juré en público y delante del santísimo sacramento, obedecer únicamente al rey verdadero y deseado, S. M. don Fernando VII. A consecuencia de lo cual el 30 de noviembre de 1809, habiendo terminado de celebrar la misa, fui arrestado y conducido a la cárcel de la corona, en la que permanecí veinte días sin comunicación, durante los que llegué a temer por mi vida, aunque después de otros tres días de encierro en la cárcel del Buen Retiro, me llevaron al castillo de Pamplona, del que el 23 de diciembre de aquel año, estando yo enfermo y cayendo una fuerte nevada, fui sacado bajo la amenaza de las bayonetas francesas e incorporado a un contingente de prisioneros hechos después de la desgraciada batalla de Ocaña, al que daban escolta dos mil franceses. Diecinueve de estos prisioneros fueron fusilados sobre la marcha, por hallarse extenuados y no poder avanzar, a uno de ellos pude darle la absolución, antes de expirar. Los invasores nos llevaron a Montauban de Francia, donde estuve algún tiempo, y otros diez meses en la villa de Chaumont, sin recibir auxilio alguno del Gobierno. Malamente sobreviví gracias a la caridad del pueblo llano. Así permanecí cuatro años y medio prisionero en Francia, pero cuando creí próxima la libertad, fueron mayores los trabajos. Porque puesto en libertad por las tropas aliadas, a la retirada de éstas, y temiendo caer de nuevo en poder de los franceses, resolví escapar por mi cuenta, y ya que no me era posible retroceder hasta la frontera española por Bayona, opté por la solución más razonable que me quedaba y que no era otra que huir hacia atrás, atravesando la Lorena, Alsacia, Suiza, el Ducado de Baden y, en general, buena parte de la Alemania y Holanda, donde perdí la salud y estuve a las puertas de la muerte. Malamente recuperado, permanecí dos meses vagando de ciudad en ciudad y de puerto en puerto, sin conseguir que me embarcasen los ingleses, hasta que por último conseguí una plaza en un barco que zarpaba de Hervoesgir, puerto de Holanda, y que me dejó en Deal, puerto de Inglaterra. De allí fui a pie hasta Porstmouth, y no habiendo barco que me condujera a la patria, continué caminando hasta Plymouth, donde estuve veinticuatro días hasta ser embarcado con otros españoles en un transporte inglés, que se detuvo durante trece días en el puerto de Fallmouth. Todos deseábamos estar en alta mar, pero una vez en ella lamentamos haber abandonado la tierra firme, porque una furiosa tempestad estuvo a punto de hacer naufragar el barco. A últimos de julio pisé de nuevo tierra española, estropeado y casi muerto, en el puerto de Pasajes. Tardé en recuperarme, y una vez restablecidas malamente las fuerzas, como me faltaban cien leguas de camino para volver a casa, embarqué en un patache que me dejó en Viavélez sin novedad. ¡Qué emoción experimenté al volver a pisar mi tierra, tan cerca de mi casa! Volví a vestir el hábito de capuchino, aunque mis superiores me dieron licencia para que tomara en mi tierra el tiempo que considerara oportuno, hasta que me recuperara. Y una vez recuperado, aunque no del todo, porque todavía me queda esta tos, aquí estoy restituido en el convento de San Antonio de Madrid, sosegado y conforme con la voluntad de Dios. Algunas de mis aspiraciones se han cumplido: la mayor, la libertad de la patria.

La Nueva España · 17 de octubre de 2005