Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Alfonso Froilaz,
rey por un año

Monarca de León de 925 a 926, gobernó Asturias tras ser depuesto hasta que fue encarcelado y cegado por apoyar a Alfonso IV en las revueltas familiares por el trono

Fue rey de León durante menos de un año: de 925 a 926. Perteneció a la estirpe de aquellos turbulentos de familia real que amargaron la historia de España durante la Edad Media y empaparon de sangre su suelo. España, salvo excepciones muy ilustres, no tuvo demasiada suerte con sus reyes. Un gran rey como Alfonso III el Magno cedió ante sus hijos levantiscos: porque la familia siempre es peligrosa, si no se la controla y se la pone en su lugar. Otros reyes posteriores dividieron el reino que tan duramente habían logrado unificar en beneficio de sus diversos hijos: de manera que por motivos de herencia llevaron a la práctica la gran aspiración de Zapatero de disgregar España, siempre con resultados desastrosos para España y para los españoles. De las desuniones vinieron guerras civiles y calamidades sin cuento. La última guerra civil fue consecuencia de la unión «contra natura» de socialistas revolucionarios y de separatistas burgueses. La unión de ambos sólo puede conducir al desastre, como sucedió.

«Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor», se lamenta en el temprano «Cantar de mío Cid». Por desgracia, esa lamentación hubo de repetirse muchas veces a lo largo de nuestra ajetreada historia. Aún hoy, el vasallo es pacífico y sumiso: lo aguanta todo. Y España vuelve a caminar al borde del precipicio ancestral, de la gran tentación suicida de nuestra historia reciente: la desunión y el enfrentamiento. Las grandes naciones europeas basaron su grandeza en la unidad. España, la primera nación de Europa cronológicamente y la primera en poderío y pujanza, es, a estas alturas, el único «pueblo con historia», y con historia ilustre, para colmo, decidido a comportarse como un «residuo de pueblo», según la terminología de Raskolski, aparentemente porque los catalanes perdieron la guerra de la sucesión, los vascos las guerras carlistas y los socialistas y demás la última guerra civil. Mal camino llevamos si se desentierra el fantasma de las guerras civiles, que en España nunca han servido para nada, salvo para ensangrentar el país («Aquí se fusila como quien tala», se escandalizaba el escritor francés Antoine de Saint-Exupèry, quien, por cierto, sólo estuvo en la zona republicana durante el brutal conflicto de 1936-39) y que, según se demuestra, nadie ha ganado. Y menos se ganará si se persiste en resucitar viejos odios y en promover enfrentamientos que parecían superados desde hace un cuarto de siglo. ¿Por qué ha de ser una de las constantes de la historia española la tentación del abismo?

Los reyes que patrocinaron la desunión no fueron buenos para el reino. La historia lo confirma. Un historiador del siglo XIX, don Félix Sánchez Casado, escribe a propósito de Alfonso III el Magno y de su calamitosa descendencia, en un estilo muy de la época: «La historia de la restauración cantábrica en los siglos VIII y IX se resume en los primeros Alfonsos, tres grandes columnas en que se funda la independencia de la parte occidental de España. El cielo paga con repetidos triunfos sus virtudes, la Iglesia derrama sobre ellos sus bendiciones y transmite con reverencia sus nombres a las generaciones venideras: sus largos reinados son también un premio de sus buenas obras y un medio de consolidar su pequeña Monarquía. Alfonso III no murió en el trono, pero la Providencia castigó a sus hijos con breves vidas y cortos reinados: los tres ocuparon uno en pos de otro el ambicionado trono y los tres mueren prematuramente, reinando apenas quince años aquellos malos hijos del que había reinado medio siglo».

De aquellos polvos vinieron estos lodos, y Alfonso Froilaz fue un rey de lodo, con los pies de lodo y los ojos cegados, pero con ánimo intrigante y mala intención. Un rey de decadencia, que ni siquiera figura en algunas cronologías, precisamente cuando se consolidaba el reino.

Alfonso Froilaz vaga en tinieblas por las Asturias de Santillana, buscando la complicidad del conde castellano Fernán González para apartar del trono al rey leonés Sancho el Craso en beneficio de su hijo Ordoño, a quien la historia da el sobrenombre de el Malo. No mejor el padre que el hijo, Alfonso Froilaz me advierte:

—Más respeto, Noriega. Soy hijo y nieto de rey y fui rey yo mismo.

—¿Su abuelo fue Alfonso III el Magno?

—Sí. Y mi padre, Fruela II, que reinó en León. Bajo la Corona de mi padre se reunieron nuevamente las coronas de León, Galicia y Asturias, como en los mejores tiempos de mi abuelo.

—Sin embargo, del reinado de su padre sólo se recuerdan dos insignes actos de crueldad.

—¡Porque sólo alcanzó a reinar catorce meses! –se exalta don Alfonso–. Si hubiera reinado más tiempo, tal vez hubiera sido un buen rey.

—Pero, a lo mejor, si hubiera reinado más tiempo, usted no hubiera sido nunca rey, ni siquiera por un año.

—Eso nunca se sabe. Lo que debe tenerse en cuenta es que, a la muerte de Fruela II, la Corona me correspondía a mí, por ser hijo del rey muerto.

—Pero sus primos, los hijos de Ordoño II, también tenían intenciones de usurpación.

—Sí, las tenían, y por ello encendieron el reino en guerras intestinas. Yo me limité a defender mis derechos frente a sus intenciones de usurpación.

—¿Por qué tenía usted más derecho que ellos al trono?

—Porque mi padre reinó después que el suyo. Además, Ordoño no era apreciado por los nobles.

—¿Por qué motivo?

—Porque después de ser vencido en Valdejunquera, porque muchos nobles castellanos no acudieron a la batalla, los mandó encarcelar y conducir a León, donde los hizo matar.

—De manera que Ordoño II no tenía nada que envidiarle a Fruela II en cuanto a crueldad.

—Para reinar hay que tener mano dura. Hay que tener mano dura incluso para regir un monasterio.

—¿Usted puso en práctica esa teoría? ¿Reinó con mano dura?

—Reiné muy poco tiempo. Usted lo sabe bien, Noriega. Pero reiné no porque hubiera usurpado la Corona, sino por ser el hijo mayor de Fruela II.

—¿Cuándo subió al trono?

—En julio de 925, a la muerte de mi padre.

—¿Y cuándo fue depuesto?

—En febrero de 926.

—Poco tiempo, en efecto, para llevar a la práctica cualquier teoría. ¿Qué hizo usted al ser destronado?

—Debo confesar que fui tratado decorosamente y se me permitió regresar a Asturias en compañía de mis hermanos, pudiendo ejercer el Gobierno de esta tierra con independencia del rey de León. Yo extendí mi territorio hasta las Asturias de Santillana, por estar más lejos del reino de León, donde ardía la guerra civil. Pues Sancho Ordóñez, que se había hecho coronar en Santiago de Compostela, puso cerco a León y quitó el trono a su hermano Alfonso, a quien los cronistas señalan como el IV, lo que, en rigor, me correspondería a mí. De todos modos, Alfonso estaba bien apoyado por su suegro, el rey de Navarra Sancho Garcés, y a la muerte de Sancho Ordóñez volvió a reinar.

—Sin embargo, Alfonso IV reinó intermitentemente.

—Bueno. Una vez le echaron del trono. Otra, después de la muerte de su mujer, se sintió tan desconsolado que abdicó la Corona en su hermano Ramiro y él se retiró al monasterio de Sahagún. Pero no tardó en darse cuenta de que la vida monástica no era para él, por lo que abandonó el convento y se hizo proclamar de nuevo rey en Simancas, con gran escándalo. El clero se opuso a que volviera a ceñir la Corona y tuvo que regresar al claustro, pero aprovechando que Ramiro había acudido a socorrer Toledo, atacado por los moros de Abderramán III, Alfonso, entonces monje, se presentó en León y se adueñó de la ciudad. Ramiro, al tener conocimiento de ello, vuelve a León, apresa a su hermano y manda que le saquen los ojos.

—Y luego, si mal no recuerdo, Ramiro penetra en territorio asturiano, le apresa a usted y a sus hermanos, los encierra en un calabozo y ordena que también les saquen los ojos a todos ustedes. ¿Por qué se aliaron a un enemigo como Alfonso el Monje?

—Porque entendíamos que Ramiro era enemigo mayor. Las guerras civiles son terribles y no hay peor relación familiar que la de los hermanos. No debieran existir hermanos. Yo, sin luz en los ojos, me dedico ahora a la piedad. Ya soy viejo. Retirado del mundo, he edificado un templo en honor de San Pedro y San Pablo en Carreño, en el lugar llamado El Valle.

—Sin embargo, aún ciego, promocionó a su hijo Ordoño el Malo.

—Como diría el alacrán: es mi tendencia...

La Nueva España · 14 de noviembre de 2005