Ignacio Gracia Noriega
Don Cayetano Valdés
«En el enfrentamiento de San Vicente derroté, solo con mi navío, a tres buques ingleses»
Andaluz de nacimiento, pero asturiano de familia y estirpe, dirigió el navío «Neptuno» en la gran batalla contra la flota inglesa, en la cual resultó herido
Aunque en la biografía de Cayetano Valdés existen otros episodios importantes que él mismo se ocupará de relatarnos a continuación, su participación en la batalla de Trafalgar, al mando del «Neptuno», barco de 80 cañones, le ha proporcionado mayor fama y prestigio que otras acciones militares y políticas en las que intervino. Don Benito Pérez Galdós le califica de «heroico comandante» del «Neptuno», añadiendo que se había hecho célebre en la jornada anterior del día 14, en la que «estuvo a punto de perecer».
Haber luchado en Trafalgar proporciona cierta aureola heroica, sobre todo por la parte española, cuyo heroísmo puede ser calificado de romántico, porque los marinos españoles no salieron a defender nada que les concerniera directamente. Salieron a la mar, cuando sabían que se trataba de una torpeza del inepto Villeneuve, sólo por cumplir los términos de un tratado: porque entonces, los tratados internacionales se cumplían, no como ahora, aunque hubiera también, en los tiempos de Godoy, gobierno afrancesado. Pese a que, de hecho, las alianzas con Francia siempre resultaron desastrosas, y el exponente mayor de esos desastres fue el gran desastre de Trafalgar, para España definitivo, porque en esas aguas se hundieron para siempre los residuos de nuestro poderío naval. Para Francia, la derrota fue más llevadera, porque por entonces no la regía Chirac, sino el gran Napoleón, quien, pocos meses más tarde, obtendría la gran victoria de Austerlitz, y comentaría, quitándole importancia al descalabro trafalgareño: «No puedo estar en todas partes». A fin de cuentas, Napoleón era artillero, y le concedía poca importancia a la marina, como soldado de tierra. Por eso le daba igual que la supremacía marítima fuera de los ingleses: y a la larga, así le fue.
Los franceses se comportaron en Trafalgar de manera vergonzosa; como escribe Robert Southey en su biografía de Nelson: «Los españoles iniciaron la batalla con menos entusiasmo que sus indignos aliados, pero la prosiguieron con mayor firmeza».
Entrevistamos a don Cayetano Valdés, uno de los héroes de aquella jornada y que en la actualidad, después de haber pasado por diversas vicisitudes, algunas muy amargas, ostenta el grado de almirante de la armada. Nos recibe en su residencia de Cádiz, donde ocupó cargos militares de responsabilidad a lo largo de su carrera. Al verme entrar por la puerta de su gabinete, que recuerda el camarote de un barco, lanza un suspiro y dice:
—¿No vendrá usted a hacerme preguntas sobre la batalla de Trafalgar?
—Sobre la batalla de Trafalgar y sobre algunos otros episodios de su vida –contesto.
—¡Ah! Bueno: en ese caso, siéntese...
Don Cayetano Valdés indica un asiento frente a un ventanal desde el que se divisa el mar azul de Cádiz, y él se sienta frente a mí.
—¿Se siente a gusto en Cádiz, siendo asturiano?
—Soy asturiano por familia y estirpe, pero andaluz por nacimiento. Los Valdés de mi rama tenemos casas solariegas en Avilés y Cangas de Tineo, y mi antepasado Fernando Valdés Quirós habitó el palacio de Valdés-Bazán de San Román de Candamo. De ahí procede mi padre, Cayetano Valdés Bazán, cuyo hermano Antonio fue ministro de Marina y más tarde de Estado y del Despacho General de Indias durante los reinados de Carlos III y Carlos IV. Pero yo nací lejos de Asturias, en 1767, y fue bautizado en la parroquia de San Pedro el Real de Sevilla. Mi madre era María Antonia de Flores Peón.
—¿Cuándo decidió ingresar en la Marina?
—Creo que siendo niño ya mostraba yo aficiones marineras. A los 14 años senté plaza como guardiamarina, y a los 25 era capitán.
—Llevaba una buena carrera –comento.
—Ya le digo yo que sí. No vaya a pensar que yo soy un simple marino de guerra, sino que en mis comienzos sobre todo me dediqué a la navegación y a las tareas científicas. Formé parte de la expedición que fue a explorar el estrecho de Juan de la Fuca, en el océano Pacífico, al norte de las tierras que los franceses le vendieron al presidente Jefferson en el lote de la Louisiana, y durante est= as exploraciones conocí a Dionisio Alcalá Galiano, que murió heroicamente en Trafalgar; y posteriormente en la navegación científica de Malaspina, entre 1789 y 1794.
—Se dice que de haber mandado don Dionisio Alcalá Galiano o Churruca la escuadra española no hubiera ocurrido el desastre de Trafalgar.
—Eso creo yo también. Nada diré que deje en entredicho el valor y la competencia de Gravina. Pero no tenía verdadero sentido del mando, como Alcalá Galiciano y Churruca, porque era un cortesano y, en el fondo, un fanfarrón. Cuando el almirante francés Villeneuve ordenó la salida de la escuadra, a la busca de la inglesa, Gravina le hizo notar que estaba bajando el barómetro, a lo que respondió el francés: «Lo que está bajando es el valor», y Gravina, sintiéndose ofendido, no se detuvo a razonar, y contestó con un «¡allá vamos!». Alcalá Galiano, sin dejar de poseer un valor a toda prueba, le hubiera concedido mayor importancia al barómetro que a lo que dijera o dejara de decir el mequetrefe de Villeneuve.
—A lo que parece, no tiene buena opinión de los franceses.
—Es verdad. La tengo muy mala, porque me tocó tratar con ellos desde 1797, y con ellos participé al mando de la fragata «Infante Pelayo» en la batalla de San Vicente, lo que me valió que Napoleón me condecorara con el sable de honor en Brest.
—¿Y en Trafalgar?
—Yo mandé el navío «Neptuno», con un porte de 80 cañones, para los que llevábamos 1.518 balas del calibre 36, 1.620 del 24 y 600 del 12, más 554 quintales de pólvora. La tripulación se componía de 763 hombres, de los cuales 285 eran infantes de marina... Pero ¿ve, Noriega, cómo se apresura usted cuando se acuerda de Trafalgar? Porque tenga en cuenta que días antes tuve otro encuentro con los ingleses, del que salí mejor librado que ellos, y si me lo hubiera preguntado, que no me lo preguntó, mi mayor hazaña como marino de guerra no fue haber participado en Trafalgar, sino en la gran batalla del cabo San Vicente, donde solo con mi navío me enfrenté a tres buques ingleses, derrotándolos y rescatando al «Santísima Trinidad», que estaba casi rendido. ¿O es que cree usted que Napoleón me condecoró sólo por mi cara bonita? De Trafalgar guardo peores recuerdos.
—¿Por haber sido derrotado?
—Por haber sido derrotado y herido, aunque no de gravedad, y hecho prisionero, aunque por poco tiempo. Durante el combate cayó el palo de mesana cerca de mí, hiriéndome en la cabeza y en la nuca, a consecuencia de lo cual perdí el sentido y fui conducido abajo. Pero pude recuperarme, por fortuna, porque la situación del «Neptuno», desarbolado, haciendo agua y con 42 hombres muertos y 47 heridos, era apurada. Al día siguiente de la batalla, el 22 de octubre, nos remolcó el navío inglés «Minotauro», y aunque pudimos librarnos de él y hacer derrota a Cádiz con viento del Suroeste, acabamos embarrancando próximos a la costa del puerto de Santa María.
—¿Sospechaba usted que esta batalla era el primer episodio de una guerra más larga?
—Seguramente, aunque no lo recuerdo; porque de nuestros «amados» aliados los franceses podía esperarse cualquier cosa. En cualquier caso, yo luché en la guerra de la Independencia por mi patria, y, al terminar ésta, fui nombrado capitán general de Cádiz en 1814.
—¿Por mucho tiempo?
—No, no por mucho tiempo, porque el indeseable Deseado, al barruntar mis ideas liberales, me desterró al castillo de Alicante, del que fui sacado en 1820, al instaurarse el régimen constitucional.
—¿Qué participación tuvo en el Trienio Liberal?
—Fui ministro de la Guerra. En 1823 se me encomendó la difícil misión de obligar al rey a que se retirara de Cádiz, ante la presión de sus secuaces de los Cien Mil Hijos de San Luis. Seguidamente fue nombrado presidente del Consejo de Regencia y, por lo apurado de la situación, gobernador de Cádiz con los más amplios poderes. Fortifiqué la ciudad y rechacé las propuestas de rendición del duque de Angulema, pero viéndome, al cabo, obligado a capitular, acompañé en persona al felón Fernando VII al campo del Ejército francés, fiándome como un idiota de sus promesas de olvido y moderación. Pero pretendiendo ordenar mi prisión allí mismo, hube de buscar refugio en la armada de mis enemigos. En esta ocasión, los franceses se comportaron decentemente y me acogieron. Después pasé a Marruecos, y de allí a Gibraltar, donde pude embarcarme a Inglaterra. Durante la emigración fui condenado a muerte en ausencia por la tiranía resucitada de Fernando VII. Entonces pude haber dicho como el ilustre Enríquez Gómez cuando se enteró en Amberes de que había sido quemado en efigie por la Inquisición de Sevilla: «Ahí me las den todas»; pero, por desgracia, otros muchos que no tuvieron la suerte de encontrarse en Inglaterra, como yo, fueron ejecutados.
—¿Cuándo regresa a España?
—En 1833, acogiéndome a la amnistía promulgada por doña María Cristina. Se me reconocieron entonces mis grados y mis méritos, y después de haber desempeñado el cargo de capitán general de Cádiz, finalmente fui ascendido a almirante de la armada.
La Nueva España · 21 de noviembre de 2005