Ignacio Gracia Noriega
Eugenio Álvarez Caballero,
un ilustrado
Después de la Monarquía de los reyes caudillos y antes de la industrialización del siglo XIX, lo más importante que sucedió en Asturias fue el nacimiento de ilustres y meritorias personalidades que dieron fructífero impulso a la vida política y cultural de España durante el siglo XVIII como los representantes más destacados de la Ilustración española y algunos de ellos como ministros de Felipe V, Carlos III y Carlos IV. Esta versión asturiana de la gran Ilustración europea, que tuvo su claro antecedente en Feijoo, se extiende desde la última década del siglo XVII, en que nacen José del Campillo y Cosío y el marqués de Santa Cruz de Marcenado, hasta entrado el siglo XIX, en que muere Ceán Bermúdez. Algunos individuos como Campomanes o Jovellanos alcanzaron tan grande altura que su sombra parece oscurecer a la de otros, no por menos conocidos menos dignos de reconocimiento y recuerdo.
Entre éstos, don Eugenio Manuel Álvarez Caballero, magistrado y hombre íntegro y digno, a quien Constantino Suárez considera «hijo espiritual de otros dos asturianos preclaros, Campomanes y Jovellanos, que dejaron estela de conductas señeras en alto grado». Y sobre él escribe don Fermín Canella: «Pertenecía el señor Caballero a aquella generación de ilustrados y celosos funcionarios con que los ministros del gran Carlos III supieron dotar a la decaída y perturbada administración española para levantarla y reformarla con toda clase de mejoras y prudentes medidas». Con razón escribió Salvador de Madariaga en su famosa página de elogio a nuestra región que en Asturias encuentra Carlos III a sus administradores. Y no sólo Carlos III: también Carlos IV, aunque, tratándose de un monarca de menor categoría, no supo mantener a Jovellanos en su ministerio. Eugenio Álvarez Caballero no llegó a alcanzar el prestigio intelectual de Jovellanos o el político de Campomanes, pero sí adquirió, como señala Constantino Suárez, «fama extensa y sólida de hombre justiciero y probo, en la segunda mitad del siglo XVIII y primeros años del XIX, en los que culminó tal crédito como magistrado con el famoso «proceso de El Escorial».
Don Eugenio Caballero, pese a estar agobiado, por ser juez en un sonado proceso en el que hubo de actuar con valentía y riesgo, y muy resentido de su salud, a causa de ello, encuentra un hueco en sus ocupaciones y tribulaciones para recibirnos. Gesto que le agradezco enormemente, porque a los pocos días de firmar una sentencia valerosa e independiente del poder real, don Eugenio dejó de existir, el 31 de enero de 1808. De manera que en esta entrevista expone sus opiniones acaso por última vez. Cuando fui a visitarle estaba pálido y ojeroso, y la mano le temblaba; pero no le tembló al firmar la sentencia.
—Naturalmente, estoy tan preocupado que no puedo dormir. Pero entiendo que los jueces hemos de ser independientes del poder político y celosos de nuestra independencia. Aunque los autócratas y los partidarios del despotismo sin ilustración digan y repitan que Montesquieu ha muerto, para mí el señor de Montesquieu está vivo y muy vivo. Si matan el espíritu de Montesquieu, que es «el espíritu de las leyes» –me dice, insinuando una leve sonrisa–, volveremos a las tiranías de los asiáticos y a peores tiempos que los de faraón. Yo no creo que el Gobierno deba preocuparse por la felicidad de los administrados, sino por la independencia de las leyes y por hacerlas cumplir.
—¿Teme que su independencia pueda acarrearle disgustos?
—Más que disgustos. Puede acarrearme prisión o destierro. Pero he de señalarle a usted que no temo al Rey, quien con todos sus defectos y su falta de talento y energía, no es, no obstante, mala persona, sino a la Reina, que es una víbora, y al advenedizo Godoy, peor aún que ella.
—Si le parece, nos ocuparemos de sus actuales problemas al final. Pero antes creo que a mis lectores les gustaría saber algo de su vida.
—Entiendo, Noriega. Nací en Piedrafita, aldea de la parroquia de San Julián de Ponte, en Tineo, el 24 de febrero de 1736. Por tener familiares muy próximos en Oteda, lugar de la parroquia de Santa María de Francos, también en Tineo, algunos me suponen nacido allí. Pero mi madre siempre dijo que yo había nacido en Piedrafita. Aunque se trate de mi nacimiento, comprenderá que yo no puedo decir dónde fue.
—¿Y dónde hizo sus estudios?
—En la Universidad de Oviedo, tanto los secundarios como los de Leyes, graduándome de bachiller en Leyes el 20 de diciembre de 1766, y en Cánovas en 21 de diciembre de 1768. Y a la Universidad de Oviedo quedé vinculado durante algún tiempo, primero como profesor de Prima de Leyes y después como profesor de Derecho Civil y Canónigo. Para atender a mis gastos, que no eran muchos, pero el sueldo como profesor era escaso, di clases particulares a domicilio hasta que en 1770 quedé admitido como abogado por la Audiencia de Oviedo, en la que me acredité en comisiones de cierta responsabilidad, como presidir la elección de oficios en los concejos de Ribera, Grado y Gozón, y presidir, asimismo, la Junta General del concejo de Llanes para la aprobación de unas ordenanzas municipales. Después de estos cometidos fui nombrado regidor perpetuo de Tineo y su concejo, el 28 de octubre de 1773, y juez noble de este mismo concejo el 1 de enero de 1775, lo que suponía ser al tiempo el representante de Tineo en la Junta General del Principado. Y en estos desempeños estuve hasta que Campomanes se fijó en mí y me envió como alcalde mayor y corregidor del Ferrol en 1783, donde permanecí hasta 1790, en que fui ascendido a oidor de la Cancillería de Valladolid, concediéndoseme dos años más tarde la antigüedad y los honores de alcalde de Casa y Corte.
—¿Se debe a ser de Tineo que haya recibido trato de favor por parte de Campomanes?
—Creo que no, porque muchos otros hay de Tineo que no fueron distinguidos por Campomanes.
—¿Cuál fue su siguiente paso?
—Uno muy importante, y que, sin embargo, me llevó a la triste situación en que me encuentro. En 1798 fui elevado al cargo de fiscal del Consejo Supremo de las Órdenes Militares, que fue como la antesala, por así decirlo, del cargo de ministro del Consejo Real en 1807, que actualmente desempeño, aunque supongo que por breve tiempo a partir de ahora.
—Cuénteme sus tribulaciones, don Eugenio, si le parece.
—No voy a decirle que lo haré con mucho gusto, pero sí que lo haré con brevedad. El pasado año algunos personajes de la Corte, como los duques del Infantado y de San Carlos, el conde de Montarco, y el canónigo Escoiquiz, que era preceptor del príncipe Fernando, empezaron a revolverse, escandalizados y quejosos por la conducta descocada de la reina María Luisa y por la influencia creciente de un tal por cual como Godoy, al cual pretendían alejar de los cargos públicos, y, de paso, destronar a Carlos IV para subir al trono a Fernando, que era quien movía los hilos. Pero la conspiración fue descubierta por la policía secreta de Godoy, y le diré cómo la descubrieron y atajaron. Todas las noches se veía luz en las habitaciones que el príncipe Fernando ocupaba en El Escorial, por lo que, enterado Godoy de ello, sospechó que algo andaría tramando el heredero, ya que era impensable que estuviera leyendo o haciendo cosa alguna de provecho hasta altas horas de la noche. Así que un día de octubre de 1807 la policía entró en sus habitaciones y se descubrió la conspiración. A ese descubrimiento contribuyó el propio Fernando, quien, dando muestras de su condición de felón y desleal, se apresuró a delatar a todos sus cómplices. Godoy encargó al ministro de Gracia y Justicia, marqués de Caballero, más conocido como «el Pícaro», que instruyera el proceso, pero las cosas no salieron como deseaba el favorito, porque formado el tribunal para instruir lo que ya se conoce por el «proceso de El Escorial», recayó su presidencia en el presidente del Consejo de Castilla, don Arias Mon y Velarde, un asturiano íntegro, y entre los once miembros del tribunal estábamos otros dos asturianos, don Domingo Campomanes y yo. Yo me enteré de que Godoy había sustraído del sumario cuantos documentos comprometían al felón Fernando y al embajador de Francia y amañó otros expedientes, a fin de que resultaran condenados los cómplices y libre de polvo y paja el verdadero instigador. Para influir sobre nosotros Godoy nos llamó a su casa a los miembros del Tribunal. Yo me encontraba ya entonces enfermo y, no pudiendo moverme de la cama en aquel momento, reuní a los miembros del Tribunal en torno a mi lecho y, mostrándoles lo que había descubierto, les pedí que absolvieran a los encausados si queríamos velar por los intereses de la justicia. Y yo mismo me comprometí a firmar la sentencia absolutoria, como hice. Como recompensa, esperamos penas de destierro en conventos y castillos, aunque a mí tal vez me libre de ese mal trago mi mal estado de salud. Y si supero la enfermedad, dedicaré el mucho tiempo libre que me aguarda a escribir y a estudiar sobre los asuntos que me interesan.
—¿Cuáles son esos asuntos?
—El desarrollo de la industria y las mejoras de Asturias, y la genealogía y heráldica, en los aledaños de la ciencia histórica. A ella dediqué algunos escritos anteriores, como son una genealogía de la casa de Caballero y unas notas al «Sumario de armas y linajes de Asturias» del canónigo Tirso de Avilés.
La Nueva España · 28 de noviembre de 2005