Ignacio Gracia Noriega
Joao Fagundes,
dorador portugués
El pintor luso, natural de la ciudad de Braga, llegó a Asturias en 1739 y dio muestra de su arte en los retablos de la catedral de Oviedo y de la colegiata de Pravia
Durante el período barroco, los pintores doradores portugueses eran los mejores del mundo, es decir, de Europa: no vamos a incurrir, a estas alturas, en la bobada «políticamente correcta» de negar el eurocentrismo: eso está bien para Zapatero. Según Juan Velarde, la relevancia de los doradores portugueses en toda Europa, y muy especialmente en España, dada la cercanía, se debe a que, en los siglos XVII y XVIII, Portugal tenía el monopolio del oro. Por tanto, los artífices portugueses estaban acostumbrados a trabajar con el oro y a conseguir, a partir de él, admirables resultados artísticos.
El prestigio de los doradores portugueses les permitió extenderse fuera de su patria y realizar obras en catedrales y grandes centros eclesiásticos, según el profesor Vitor Serrao, debido en parte al poder de la Compañía de Jesús: «A la influencia creciente de los padres jesuitas –escribe– y de las misiones franciscanas, tanto en Oviedo como en las villas y aldeas de la provincia, a la par que la gran importancia del cabildo catedralicio, refuerza la dinamización de una imagen artística vinculada a las normas didácticas del Concilio de Trento, expresada sobre todo en la retablística y la imaginería sacra del Barroco».
Por otra parte, algunas características de la imaginería asturiana se adecuaban muy bien al trabajo de los doradores. «Hablar de escultura en esta región es pensar en la madera, material utilizado casi exclusivamente para ella, que además es uno de los elementos fundamentales en todo su desarrollo cultural a lo largo del tiempo –señala Germán Ramallo–. En madera y sin un clavo se hace el hórreo; de madera se calzan tanto el labriego como el burgués, de ella se fabrican los carros y aperos del campo, y hasta los recipientes de cocina y comedor que se guardan en las grandes arcas de madera, y de la misma madera se realizan en la casa techos, suelos, barandales, galerías o balcones».
La madera de los bosques asturianos era generalmente apreciada, de modo especial fuera de Asturias. El viajero inglés Edward Clarke observa que se talaron infinidad de bosques en esta región para la construcción de barcos, hasta el extremo que, anota Clarke, Asturias más parece «una región saqueada que un país en manos de sus propios dueños». Pero es que el español odia al árbol; describiendo Las Hurdes, Unamuno repara en que «los cabreros son los enemigos más acérrimos del arbolado». Y Azorín le da a este odio un carácter general, de rasgo distintivo: «El odio al árbol, el odio a la luz». Que aún hoy pervive, por no decir que se extrema.
Bien es cierto que incluso se talaba porque, según acostumbraban a justificarse los aldeanos, una lechuza que anidaba en tal o cual árbol próximo les impedía dormir por la noche y resolvían el problema de forma expeditiva, agarrando el hacha y aboliendo el árbol.
Hoy los árboles no solo se talan, sino que se queman inmensas extensiones de arbolado, para edificar urbanizaciones de adosados. Ajeno a los riesgos, amenazas y desastres del siglo XXI, el pintor dorador portugués, Joao Fagundes, trabaja apaciblemente en el dorado, estofado y policromía del retablo de Santa Teresa, obra de los escultores Manuel Pedrero, Juan de Villanueva y Luis Fernández de la Vega, situado en el altar colateral derecho de la catedral ovetense.
Fagundes vino a Asturias en 1739, y trabajó en la colegiata de Pravia y en la catedral de Oviedo, atendiendo a la recomendación del cabildo de la catedral ovetense en el sentido de que, para dorar imágenes y altares, «se traiga el oro de Portugal», por ser de superior calidad. Fagundes es un hombre de unos sesenta años y se le considera un maestro consumado en su oficio.
—¿Cuál es el motivo de su presencia en la catedral de Oviedo?
—Un motivo principal: los pintores doradores portugueses somos muy apreciados en los ambientes eclesiásticos españoles. Refiriéndome a mi caso concreto, estoy trabajando en la catedral de Oviedo por motivos de cercanía, principalmente. Yo me encontraba trabajando en la colegiata de Pravia, y mi trabajo llegó a conocimiento del cabildo ovetense. Trasladados hasta Pravia unos canónigos para que lo viesen, se refirieron a él con grande elogio. En marzo de 1738, el cabildo de Oviedo había encargado dos retablos para dos altares colaterales de la Catedral: uno de ellos, el de la Inmaculada Concepción, fue realizado por el escultor Toribio de Nava, y el otro, dedicado a Santa Teresa, lo realizó Manuel Pedrero, aunque también intervinieron en él, Juan de Villanueva y Luis Fernández de la Vega, que es, como bien se sabe, el más importante y más reconocido escultor asturiano del tiempo presente. Juan de Villanueva, maestre de Madrid, se encargó de tallar la estatua de la Inmaculada Concepción, que doraron y estofaron estas manos mías.
—O sea, que puede considerársele a usted como el coautor de la imagen de la Inmaculada Concepción.
—Yo, como pintor, hice la parte que me correspondía, y los escultores hicieron la suya. Toribio de Nava construyó el retablo y Juan de Villanueva talló la imagen de la Purísima Concepción. A mí me correspondió pintarla, dorarla y estofarla, como ya queda dicho.
—¿Le ha resultado fácil trabajar con Toribio de Nava y con Juan de Villanueva?
—Me ha resultado fácil, porque ellos se dedicaron a lo suyo y yo a lo mío. Yo no interfiero en el trabajo de los escultores, y ellos no me dicen cómo debo hacer mi trabajo. Entiendo que dorar, pintar y estofar son técnicas muy distintas de la talla.
—¿De qué parte de Portugal es usted?
—De Braga.
—Preciosa ciudad.
—¿La conoce?
—Sí. Hay tantas iglesias que supongo que un dorador de retablos no tendrá problemas para ejercer su oficio.
—No, no los hay. El arte sagrado adquiere un gran desarrollo en Braga, no sólo por encargos eclesiásticos, sino también para atender a las peticiones de particulares. En Braga hay muchas tiendas que venden imágenes y objetos sagrados. De manera que contando yo algo más de veinte años, y después de haber contraído matrimonio, a comienzos del otoño de 1706 me establecí en una casa de la rua dos Chaos, de Braga, que había recibido por dote de casamiento, y en ella abrí mi taller.
—¿Tardó mucho en adquirir clientela?
—No, qué va. Justo un año después, en septiembre de 1707, recibo el encargo de pintar la puerta de la Casa da Mesa, por cuenta de la Misericordia de Braga, que me pagó 960 reales. Posteriormente hice las insignias de la Hermandad de San Vicente de Braga, y en 1718 me asocié al pintor Joao Lópes de Braga para dorar el retablo de la Santísima Trinidad de la catedral de Braga. También hice el doramiento del retablo del altar mayor de la iglesia de San Vicente de Braga, junto con el pintor Francisco de Oliveira, y plateé los vidrios de la Misericordia de Braga.
—De manera que toda su obra la realizó usted sin salir de Braga hasta que vino a Pravia.
—No. En 1728, el cabildo de Tuy me contrató para estofar el retablo de Nuestra Señora de la Esperanza de la catedral, con una asignación de 24.000 reales de vellón, y contando como colaboradores a Ignacio de Lara, de Tuy, a los hermanos Juan Antonio y Francisco Roán, de La Guardia, y a José de Montemayor, todos ellos buenos artesanos gallegos. Pero al año siguiente vuelvo a Braga, al servicio de la Hermandad de la Santa Cruz. Y allí trabajé en el monasterio de los Remedios, en la pintura y dorado del retablo del convento de Nuestra Señora de la Concepción, junto con Joao Pinto de Távora, en las iglesias de San Jerónimo y de San Esteban de Penso, y en el doramiento del retablo y pintura del techo de la iglesia de San Martinho de Mateus, en el concejo de Vila Real.
—De manera que, sin haberse alejado de Braga, su fama llegó hasta Pravia, y por ese motivo vino a Asturias.
—Así es. En Pravia me encargaron la pintura de los altares colaterales de la colegiata. Y de allí vine a la catedral ovetense.
—¿Proyecta quedarse en Asturias?
—No. Ya soy viejo para vivir lejos de mi casa. Cuando finalice este contrato, regresaré a Braga. Es una ciudad llena de iglesias, como usted bien sabe, por lo que nunca le falta trabajo a un buen pintor dorador.
La Nueva España · 19 de diciembre de 2005