Ignacio Gracia Noriega
El navegante
Pedro Fernández de Quirós
El marino, portugués de apellido asturiano y al servicio de la Corona española, nació en Évora en 1565 y fue el primero en arribar a una isla de Australia, que llamó Espíritu Santo
Durante unas recientes «relaçoes históricas e culturais» entre España y Portugal, celebradas en la Academia de la Historia de Lisboa, tuve oportunidad de recordar a dos asturianos que vivieron grandes aventuras en el imperio portugués, el jesuita Andrés González de Oviedo en Abisinia (fue otro «obispo de Abisinia», de vida no menos novelesca, aunque más desdichada que la del personaje de mi ficción) y Domingo de Toral Valdés, soldado de fortuna natural del concejo de Villaviciosa, que estuvo guerreando en Goa y Ormuz y fue andando desde la India hasta las orillas del Mediterráneo para regresar a su casa, de la misma manera que años antes había regresado a España desde Flandes, también a pie, atravesando Francia.
A éstos podemos añadir la figura estupenda del navegante Pedro Fernández de Quirós, que era portugués, pero de apellido asturiano. A la inequívoca condición asturiana del apellido Quirós se refiere Manuel Ferrero Blanco de Quirós en el artículo «Un apellido asturiano en el descubrimiento y bautismo de Australia», publicado en BIDEA, número LI, 1958, quien afirma que Fernández de Quirós era «a no dudarlo, descendiente del Principado, aunque nacido en lejana tierra portuguesa (a la sazón, Reino de España) y del que varias causas, alguna quizás intencionadas, tienen pendiente de esclarecer su genealogía».
Casualmente, hace pocos días, charlando con mi amigo Somoana, librero de Cangas de Onís, que no sólo vende libros, sino que los lee, me comentó que leyendo «Typee», de Herman Melville, encontró una referencia al navegante Pedro Fernández de Quirós, y me preguntó si era asturiano. Puede decirse que en cierto modo lo era, como lo certifica su apellido.
Se trata de un apellido antiguo e incluso legendario, procedente de unas palabras de ánimo, gritadas en su lengua por un caballero griego que había venido a Asturias a luchar contra los moros.
Nicolás Castor de Caunedo señala que este nombre «quiere decir en griego "lugar fuerte o dificultoso", aludiendo a las altas peñas que cual fortaleza rodean el valle, atravesado por el río del mismo nombre».
Por su parte, Tirso de Avilés informa que «este apellido es muy antiguo en Asturias y el señor de la casa de Quirós es cabeza de bando en la Junta del Principado y hace la primera proposición en ella», añadiendo que «el principio de esta casa se tiene por cierto fue el castillo de Alba», y «hubo en este apellido caballeros y hombres muy principales»; precisamente, uno de ellos se distinguió en la batalla de Aljubarrota, que los portugueses ganaron a los castellanos.
Sobre los viajes de Quirós existe la relación titulada «Varios diarios de los viajes a la mar del Sur y descubrimiento de las islas de Salomón, las Marquesas, las de Santa Cruz, Tierras del Espíritu Santo y otras de la parte Austral incógnitas, ejecutadas por Álvaro de Mendaña y Fernando de Quirós, desde el año de 1567 hasta 606, y escritos por Hernán Gallego, piloto de Mendaña», que merced la crítica de su editor Justo Zaragoza en 1876, señalando que «si el error de llamarle a Quirós Fernando no fuese motivo bastante para aplicar el calificativo de profano, lo justificaría suficientemente la ignorancia que demuestra en el asunto quien se propuso ilustrarlo al atribuir a Hernán Gallego la intervención en asuntos ajenos a su persona y posteriores a su tiempo...», etcétera.
No nos detendremos en cuestiones de eruditos, sino que iremos directamente a «entrevistar» al navegante portugués de ascendencia asturiana, llevando como referencia principal la «Historia del descubrimiento de las regiones australes hecho por el general Pedro Fernández de Quirós», reimpresión reciente de la obra de don Justo Zaragoza. Corre el año de 1615, y el navegante se encuentra de regreso en la Nueva España, muy afectado en su salud después de la expedición con el objeto de descubrir la Tierra del Espíritu Santo. No obstante, continúa escribiendo memorables y relaciones para que se le reconozcan sus hechos, que no se le reconocen.
—En este momento –me dice– no me interesa tanto discernir mi ascendencia asturiana como recibir la recompensa que mis hechos merecen, y que no se me da. Tan sólo he conseguido, hasta ahora, que mi hijo Lucas sea admitido como cosmógrafo de Lima, gracias al interés del nuevo virrey del Perú, marqués de Esquilache.
—Ya sabe usted que al grande hombre se le paga con la moneda del desagradecimiento. Pero vayamos con su vida, si le parece.
—Vamos con ella, a recordar el pasado para olvidar el presente. Yo nací en Évora, el año 1565, pero fui educado en Lisboa, donde frecuenté la Rue Nova, que era el punto de reunión de navegantes, gente aventurera y tratantes de mala fe, según era fama. Me aparté de ellos para embarcar como escribano en buques de mercaderes, y como el oficio me dejaba tiempo libre, aproveché para adquirir conocimientos náuticos, gracias a los cuales, al cabo de varios viajes, pude volver a embarcar con el rango de piloto. Durante algunos años, por haber contraído matrimonio con Ana Chacón, natural de Madrid, me aparté del mar, mas como la vida da muchas vueltas, un oleaje de ella me llevó a Perú, y después a este virreinato de Nueva España, desde el que embarqué, en el puerto de Acapulco, como escribano en la nao que hacía la ruta de las islas Filipinas. Y así fui familiarizándome con la navegación por el océano Pacífico, y gracias a ello, el adelantado don Álvaro de Mendaña, descubridor de las islas de Salomón, me llamó para que le acompañase como piloto mayor de su armada en su segundo viaje de exploración a aquellas islas. La expedición partió del puerto del Callao el 9 de abril de 1595.
—Dígame qué descubrieron durante este viaje.
—En el mes de julio avistamos las islas del archipiélago de Nouka-Hiva, que Mendaña bautizó las Marquesas de Mendoza, en reconocimiento hacia don García Hurtado de Mendoza, virrey del Perú y conquistador de Chile; después, en septiembre, descubrimos la isla de Santa Cruz. Pero los enfrentamientos entre los marinos, la insubordinación de muchos y las enfermedades endémicas, nos obligaron a trasladarnos a las Filipinas, gobernando yo la nave capitana, llamada «San Jerónimo».
—¿Qué hizo entonces?
—Me tomé unos meses de descanso, antes de regresar a Perú; mas no encontrando ánimo favorable en el nuevo virrey, don Luis de Velasco, volví a España, y allí estuve hasta que se me ofreció la oportunidad de acompañar como piloto al nuevo virrey de Nueva España, marqués de Montes Claros, y aunque el viaje resultó accidentado, una vez en tierra volví a Perú, encontrando buena disposición por parte del virrey conde de Monterrey, quien me confió tres naos abastecidas para un año para reconocer la poco explorada isla de Santa Cruz. Mas no pude tocar en aquella isla, ni en las de Salomón, sino en otra desconocida isla que nombré del Espíritu Santo, de la que tomé posesión.
—¿Y se dio usted cuenta de lo que acababa de descubrir?
—No, no me di cuenta, Noriega. No me di cuenta de que aquella isla era en realidad un continente. Y eso lo sé porque acaba usted de decírmelo.
—No debe preocuparse por ello, Quirós. Hace muchos siglos, un navegante escandinavo, de los llamados vikingos, y de nombre Erik el Rojo, descubrió América antes de que ningún europeo intuyera que navegando hacia la puesta del sol se encuentra un continente mayor que Australia. Sin embargo, él lo mismo que usted, no se enteró de lo que había descubierto.
—Mas parece que da un poco de rabia haber descubierto algo tan grande, y no darse cuenta de ello.
—Usted le dio nombre, ¿no le parece poco? No sólo al continente descubierto. También, gracias a usted, las tierras del Sur son las regiones australes, y austral es el Polo Sur. ¿Por qué se le ocurrió ese nombre?
—Por homenaje a la dinastía austriaca que reina en España. El nombre completo de aquella isla desconocida es Australia del Espíritu Santo.
—De manera que también los navegantes por lejanos mares procuran estar en buenas relaciones con el poder.
—¡Para lo que me sirvió! En la Corte me gradué en todas las ciencias de pasar miserias y a sufrir cosas que la menor no sufriera por menos que vale un mundo nuevo.
La Nueva España · 3 de enero de 2006