Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

José Fernández Duro,
el asturiano volador

Nieto de Pedro Duro, nació en La Felguera en 1878, fundó el primer aeroclub de España y fue el primer piloto que cruzó los Pirineos por el aire

Me hace llegar Rufino Roces un libro de reciente publicación: «Al encuentro con... Jesús Fernández Duro», de José David Vigil-Escalera Balbona, editado por la Sociedad de Festejos y Cultura «San Pedro», año 2005 (la verdad, no entiendo el motivo de los puntos suspensivos en el título; a mi juicio, están de más, pero no vamos a empezar con correcciones antes de meternos en harina). Jesús Fernández Duro, nieto de don Pedro Duro e hijo de don Matías Fernández Bayo, primer presidente de la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera, es un destacado automovilista y conocido «sportman», de aquellos que iban a Limanes corriendo; sólo que él lo hacía por los alrededores de La Felguera y por París de la Francia, sin ir más lejos. Pero pronto consideró que el coche era cosa demasiado terrestre, y se lanzó a volar, llegando a ser el pionero de la aeronáutica civil en España, fundador del primer aeroclub español y el primer ser humano (águilas y otros pájaros lo habrían hecho anteriormente) que cruzó los Pirineos por el aire; por estos y otros méritos y afanes fue recompensado con el grado de caballero de la Legión de Honor francesa. En La Felguera, sabiendo de sus hazañas, le sacaron una copla que dice:

Un águila subió al cielo
a denunciarle al Señor
que un hijo de La Felguera
en los aires la humilló.

Aunque los cielos de Asturias suelen estar frecuentemente nublados, ésta es tierra de aviadores, y a pesar de la época mostrenca en que estamos, alguno de ellos todavía es capaz de hazañas formidables, como mi amigo Canín Nebot, que hizo el vuelo de España a Chile sin escalas, atravesando el Atlántico, hace cuatro o cinco años. Se trataba de llevar un avión para apagar incendios y, para que no le faltara combustible, llenó el depósito del agua con gasolina. De manera que las hazañas de Charles Lindberg o de Ramón Franco pueden repetirse. Aunque cada cosa, a su tiempo. No es lo mismo volar de París a Tokio, como hizo Pelletier Doisy, o de Madrid a Manila, como Eduardo Gallarza y Joaquín Lóriga, en la época en que estos vuelos se hicieron, que hacerlo hasta Chile en puertas del siglo XXI; pero el espacio que se ha de recorrer es igualmente formidable, y nadie está libre de averías. Sobrevolar los Pirineos hoy es de mucha menos envergadura que ir a Chile en avión. Pero cuando Jesús Fernández Duro lo hizo sin duda ponía los pelos de punta.

Jesús Fernández Duro no sólo es un aviador, sino un promotor entusiasta de la aviación. El 18 de mayo de 1905 puso en marcha el primer aeroclub de España, a imitación del de París. El propio rey Alfonso XIII (entusiasta de la mecánica y gran fumador: sin duda, a causa de ello Zapatero se hizo republicano) asistió a la inauguración, en la que Jesús Fernández Duro arrojó flores al público desde un globo. Ahora, más calmado y tranquilo, después de aquel ajetreo, Fernández Duro responde a nuestras preguntas. Naturalmente, él quiere hablar del aeroclub, de sus realidades y de sus proyectos de largo alcance, pero le pedimos que vaya por orden y que nos diga algo de su vida antes de pasar a hablarnos de su obra.

—Sobre quién soy, ya ha dicho usted algo. Mi abuelo fue don Pedro Duro, el fundador de la metalurgia felguerina, y mi padre, Matías Fernández Bayo, que ocupó, dentro de la empresa, el cargo de primer presidente de la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera. Mi madre, Pilar Duro Ortiz, era hija de don Pedro. Yo soy el último de cinco hermanos. Los demás son: Dolores, Pepita, Pedro y Matías, que murió cuando contaba 12 años de edad. Cuarenta días después de nacer yo, el 18 de mayo de 1878, en La Felguera, murió mi madre, de fiebre puerperal. Yo fui bautizado en la iglesia de La Felguera, recibiendo los nombres de Jesús Félix.

—¿De cuándo viene su afición a los artefactos mecánicos?

—Yo creo que desde la infancia. Yo me crié en un ambiente en el que se rendía culto a todos los inventos y avances de la época. No olvide que la metalurgia representaba la modernidad. También influyó en mí la lectura de las novelas de Julio Verne. ¿Qué le parece la cantidad de emociones e impresiones que puede desatar en la imaginación de un niño la lectura de «Veinte mil leguas de viaje submarino» o de «Cinco semanas en globo», más conforme, si se quiere, al medio aéreo en el que desarrollé mi afición? Y esa afición se avivó recorriendo los talleres de la fábrica de La Felguera, contemplando, entre asombrado y maravillado, las poleas, los pistones a vapor, los engranajes y los cilindros laminadores. De manera que, una vez hechos los estudios primarios y secundarios en La Felguera, sin conseguir mejorar mi caligrafía ni la ortografía, marché a París a estudiar Ingeniería Mecánica. Debo confesar que la teoría no me interesó nunca gran cosa; pero me apasionaba pasar mi tiempo en los talleres y bancos de montaje.

—No obstante, usted proyecta construir un aeroplano.

—Sí, claro. Y debo confesarle, como ya le confesé a mi amigo Alfredo Kindelán, que calcular un aparato de éstos sin haber estudiado antes cálculo diferencial produce grandes dolores de cabeza. Sin embargo, he de construir ese aeroplano como sea, porque va a ser el primero que se fabrique en Europa.

—Supongo que usted no se habrá planteado nunca ganarse la vida como ingeniero.

—No, desde luego: no me hizo falta. Al cumplir los 18 años de edad ya había heredado tres importantes fortunas, que me permitieron vivir con desahogo e independencia. En el año 1900 mi padre fue nombrado presidente de la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera, que tenía las oficinas y el domicilio social en Madrid, por lo que desmontamos la casa de La Felguera, que pasó a albergar las dependencias administrativas de la empresa, y toda la familia se trasladó a vivir a la capital.

—¿Qué vida hizo en Madrid?

—Frecuenté los círculos de moda y asistí asiduamente a las representaciones de ópera, a la que soy muy aficionado. En ese mismo año de 1900 fui a París para colaborar como intérprete en el pabellón de la Exposición Universal de aquel año, a la que se presentaron productos de la Sociedad Duro-Felguera, que fueron premiados. Aproveché aquella estancia para comprar mi primer vehículo automóvil, matriculado en París y que fue uno de los primeros en circular por las calles madrileñas.

—Causaría sensación, ¿no es cierto?

—Sí, claro. Madrid entonces era todavía un poblachón manchego, como el que sale en las novelas de don Benito Pérez Galdós. No es que yo haya leído mucho, pero sé que a usted le gusta la buena literatura y que sabrá apreciar esta cita.

—Naturalmente. Y se la agradezco. Con una vida cosmopolita como la que usted empezaba a hacer, ¿se desvinculó de Asturias?

—No, qué va. Nunca perdí de vista Asturias ni París. Todos los años, cuando en Madrid aprieta la calor, hago el equipaje y marcho a veranear a Gijón. También viajo a París varias veces al año, permaneciendo a orillas del Sena temporadas más o menos largas.

—¿Cómo es que pasó del automovilismo a la aviación?

—Porque hay que ir a más y más lejos. Hay que superarse, en una palabra.

—¿Usted cree que la aviación es la superación del automovilismo?

—En cierta media, ya lo creo.

—¿Cree que se podrá circular por los cielos como se circula por las calles y las carreteras?

—Sería lo ideal.

—Su vuelo atravesando los Pirineos, ¿es su mayor hazaña deportiva?

—De momento. Tenga en cuenta que sólo cuento 27 años. Todavía me queda mucho por volar, no sólo en avión, sino también en globo. Y tengo que construir un aeroplano, y poner las bases a la aeronáutica civil española.

—¿Aunque construir el aeroplano sin demasiada base teórica le plantee algún rompedero de cabeza?

—Es verdad. Construir un avión sin teoría es más duro, pero yo soy Duro. Supongo que la carencia de teoría podrá ser compensada por la fuerza de voluntad, que me sobra.

Le deseo suerte. Y le veo perderse en los cielos, saludando con la mano.

La Nueva España · 16 de enero de 2006