Ignacio Gracia Noriega
José Caunedo y Cuenllas,
cura rural
Sacerdote ilustrado, fue el artífice de la reconstrucción de la iglesia románica de San Juan de Amandi, en Villaviciosa
Don José Caunedo y Cuenllas pertenece a ese grupo de curas asturianos ilustrados del siglo XVIII, de los que el más representativo es don José Sampil y Labiades, amigo de Jovellanos y apicultor, sobre los que me gustaría escribir un libro, o cuando menos, una serie de artículos. Estos curas y eclesiásticos (pues entre ellos se cuenta también algún fraile) escribieron sobre diferentes asuntos útiles, frecuentemente relacionados con el mundo rural, siendo obras muy representativas, entre otras, el «Arte general de grangerías», de fray Toribio de Pumarada; «Nuevo plan de colmenas», de José Sampil Labiades, o la «Memoria sobre el manzano y la elaboración de la sidra», de José Caunedo y Cuenllas. Hubo otro clérigo de ese mismo nombre, a quien Constantino Suárez califica como «persona muy entendida en cuestiones agrícolas» y autor de un «Informe sobre los medios de aumentar y mejorar las castas de ganado vacuno, lanar y de cerda, y observaciones sobre el "pintón"», y a quien con frecuencia se le confunde con don José Antonio Caunedo y Cuenllas, aunque, en realidad, es sobrino suyo.
Sobre don José Caunedo y Cuenllas escribe Carlos Capellán Montoto, párroco de San Juan de Amandi, en Villaviciosa, en el prólogo a «Lectura hermética de San Juan de Amandi», que es «hombre sensible», añadiendo, a propósito de la restauración de esa joya románica que es San Juan de Amandi, que «es precisamente en esta tercera reedificación en la que se recrea el buen tono y gusto de Caunedo y Cuenllas. Nos dice cómo el señor Visitador ordenó su reedificación, ya que amenazaba arruinarse el ábside «en fuerza de tiempo por la parte norte». Para ello, el señor Visitador «buscó persona competente por su inteligencia y en el año 1780 el señor don José Caunedo y Cuenllas, digno párroco de esta feligresía, hizo la reparación, reedificándola desde cimientos, sin más auxilio facultativo que el de un buen maestro o cantero, su feligrés llamado Manuel Pando. La reedificación se verificó con tanto esmero que la capilla (ábside) quedó lo mismo que cuando se edificara».
«Lectura hermética de San Juan de Amandi», de José Antonio Samaniego Burgos, es, por cierto, un libro muy sugestivo, editado por Cubera (Villaviciosa), en 2003, y en el que se hace una minuciosa descripción del templo. En esta clase de obras, a veces, se suele tender a interpretaciones fantásticas o a lo que pudiera denominarse «historia ficción», en la línea de lucubraciones del tipo de las que pusieron de moda Jacques Bergier y Louis Pauwels, va ya para medio siglo; por lo que son dignas de elogio la mesura y el rigor de su autor, que opta por referir meticulosamente lo que ve, o cree ver, en las piedras, antes que meterse en aventuradas suposiciones. Por lo que este libro, de amena lectura, merece un comentario más amplio, que tal vez les ofrezca cuando disponga de tiempo para ello. Pero, de momento, volvamos a don José, quien, muy anciano, vive en la casa rectoral de Amandi, intentando sobreponerse al crudo invierno. Mas, al verme, se apresura a decir:
—Tenga usted en cuenta, Noriega, que hay dos José Caunedo, ambos curas y ambos con estudios suficientes para discernir sobre lo que hablan: mi sobrino José y yo. José acaba de tomar posesión, el año pasado (1801), de la parroquia de Santo Tomás de Feleches, en el concejo de Siero, y es, al tiempo, profesor de la Universidad de Oviedo: no sé si podrá desempeñar ambos cargos y tendrá que renunciar a uno de ellos, con el tiempo. Pero cuando se tienen treinta años, se puede con todo. En cuanto a la confusión que existe entre él y yo, tenga usted en cuenta que él es don José y yo soy don José Antonio. Entre otras diferencias, claro es.
—¿Dónde nació usted?
—En Villamor, parroquia de San Esteban de las Morteras, del concejo de Somiedo, el 11 de mayo de 1725. Hice los estudios eclesiásticos en la Universidad de Oviedo, después de haber pasado la infancia y la primera juventud en la tierra natal.
—¿De ahí le viene la afición a las cosas del campo?
—¡Claro!
—¿Y el conocimiento y el buen gusto en materia artística lo adquirió en la Universidad?
—No; también en el campo. Tenga usted en cuenta que el campo asturiano está sembrado de pequeñas iglesias rurales que son verdaderas joyas arquitectónicas. Algunas de esas joyas han sido literalmente destrozadas y machacadas por los párrocos de turno, quienes, creyendo hacer un beneficio a la iglesia en materia de restauración al remozarlas y renovarlas, cometen verdaderas herejías en materia artística. Si hubiera un Santo Oficio para las cuestiones artísticas que entendiera de las restauraciones de templos y otros monumentos eclesiásticos, ya le digo yo que muchos párrocos no se hubieran librado de pasar el brazo secular y de ahí directamente a la hoguera. Muchos bien merecida la tienen, y Dios me perdone. Pero, a veces, destrozar una iglesia antigua, por lo general tan bella y armónica, y tan integrada en el paisaje, por añadirle algunas pedanterías modernas, es casi tan grave como puede serlo matar a una persona. Y Dios me perdone otra vez, por decir lo que acabo de decir, pero es que yo, con la pedantería y con el mal gusto, y con el despropósito, que, por lo general, son todos uno, no transijo.
—¿De manera que no está usted de acuerdo con la tolerancia, el talante y el diálogo?
—No, de ninguna manera. ¿Dialogaría usted con un musulmán? No, claro que no. Pues tampoco se debe dialogar con los que hacen burradas en materia artística. A los que cometen tropelías en las restauraciones de templos debe decírseles que lo han hecho muy mal, y, a ser posible, impedirles que vuelvan a cometer otras. Para ello, yo creo que el señor obispo debería estar facultado para evitar que los párrocos tengan autonomía suficiente para poder destruir sus propias iglesias.
—¿Dedicó toda su vida eclesiástica a ser párroco rural?
—Primero estudié Teología, hasta ser bastante versado en esa sagrada materia, y, una vez terminados esos estudios, fui destinado como párroco a Santa Coloma, en Allande, y, posteriormente, a San Juan de Muñás, en Luarca. Finalmente, el 31 de agosto de 1769, teniendo yo cuarenta y seis años, me hice cargo de esta parroquia de San Juan Bautista de Amandi, al frente de la cual llevo la friolera de treinta y cuatro años.
—¿Notó usted diferencias de pasar de Allande y Luarca a Villaviciosa?
—Naturalmente. Muchas. Es otra Asturias. Yo soy nacido, y pasé casi la mitad de mi vida, en lo que podemos llamar la Asturias occidental, y pasé, ya a edad madura, como le digo, a Villaviciosa, que es pura Asturias central que mira hacia la oriental. Sin embargo, no tardé en adaptarme, porque, a fin de cuentas, todo es Asturias: la tierra en la que nací y ésta en la que he de morir, Dios mediante. Ya en mis tiempos de párroco de Santa Coloma me había interesado por la agricultura y por las antigüedades, pero, al venir a Amandi, encontré que se practicaba otro tipo de agricultura, y a ella dediqué mis observaciones y estudios.
—¿De ahí su interés por la sidra?
—Sí, efectivamente. La bebida de este líquido apenas se conocía en las zonas de donde procedía yo. En cambio, en Villaviciosa y los concejos limítrofes, en los que abunda la manzana, es corriente beber sidra. En concejos más ásperos y montañosos no se quitan pastizales para plantar frutales. Y repare que casi se lo he dicho en verso.
—¿De ahí viene su «Memoria sobre el manzano y fabricación de la sidra»?
—Desde luego. Se publicó en Oviedo en 1799, y me llegan noticias de que ha interesado incluso a algún caballero ilustrado francés.
—Se elogia mucho su restauración de Amandi.
—Porque la hice con prudencia y contando con la aprobación del señor visitador. Para que nada se apartara de lo antiguo, numeré cada una de las piedras del ábside para poder reconstruirlo tal como lo habían hecho los antiguos, y cuando se trataba de sustituir las viejas piedras por otras nuevas, tomé las medidas exactas de las antiguas. Y al cantero que trabajaba para mí en el prado de la rectoría, siempre le decía: «Manuel, no te desmandes...». Porque a los ojos del amo salen bien las cosas.
La Nueva España · 27 de febrero de 2006