Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

Oviedo, punto de partida

Algo muy grande se puso en marcha un día del verano del año 829 cuando el rey Alfonso II el Casto salió de su palacio en dirección al ocaso

Oviedo es el punto de partida del Camino de Santiago, según certifica la Historia y defiende con vehemencia el apasionado erudito Vicente J. González. Algo muy grande se puso en marcha cuando un buen día del verano de 829 el rey Alfonso II el Casto salió de su palacio de Oviedo en dirección al ocaso. Detrás del rey caminaron en la misma dirección, durante más de mil años, incontables peregrinos: casi tantos como las arenas del mar y las estrellas del cielo. Se decía que el camino estaba trazado en las estrellas, y de hecho, el sepulcro del Apóstol que el rey se disponía a visitar había aparecido en un campo sobre el que se veían extrañas luces nocturnas, por lo que se le llamó Campo de Estrellas, Compostela.

Las peregrinaciones a Santiago fueron uno de los más vastos y prodigiosos movimientos de la Europa medieval. Como escribe Felipe Torroba Bernaldo de Quirós: «Aquella Europa-cristiandad tenía Roma como epicentro de sus fervores, vinculada a la gloria de San Pedro. Por el Este y por el Oeste, la cristiandad tenía como meta los Santos Lugares y el sepulcro del Apóstol Santiago. Surgieron así los tres mayores caminos de la cultura de la Alta Edad Media, que no sólo originaron una relación de los Estados cristianos entre sí, con el núcleo de Roma, sino que alcanzaron los confines de la civilización musulmana. El camino de Oriente, con Jerusalén en manos de los musulmanes, dio lugar a las Cruzadas, cuyo influjo se proyectó a toda Europa. El camino de Occidente fue la peregrinación a Santiago, que significó la difusión de toda la cultura románica».

Tan central era la peregrinación a Santiago que su mención no podía faltar en la gran «summa» poética medieval, en la «Commedia» de Dante, el cual al ver a Santiago en el canto XXV del Paraíso, exclama: «Mira, mira, he aquí el varón por el cual, allá abajo, se visita Galicia». Y en la «Vida Nueva», XL, se dice que hay dos caminos, el que va a la casa de Santiago y el que vuelve, y se distingue entre «las gentes que caminan en servicio del Altísimo: llámanse palmeros, en cuanto van a ultramar, allí de donde muchas veces traen la palma; llámanse peregrinos en cuanto que van a la casa de Galicia porque la sepultura de Galicia hízose más lejos que la de ningún otro apóstol; llámanse romeros en cuanto van a Roma, allí a donde estos que yo llamo peregrinos caminaban». Que el viaje que emprendió Alfonso II por primera vez haya dado lugar a un verso de Dante justifica aquella peregrinación.

La poderosa corriente de las peregrinaciones parte de Oviedo y conecta el noroeste español con el resto de Europa. Debe entenderse que entonces Europa era menos difusa que ahora y a partir de Carlomagno, el gran contemporáneo de Alfonso II, era enteramente cristiana. Recorrían los caminos de Europa gentes de diversos pueblos que rezaban de la misma manera al mismo Dios. Había dos caminos dentro del de Santiago: el de Oviedo y el ilustre camino «francés», que es en el que se encuentran las joyas del camino, sus etapas más representativas, su mejor literatura y sus leyendas más maravillosas. Don Juan Uría («Obra completa», IV, pág. 736), niega un camino por la parte oriental de la cornisa cantábrica, desaconsejado, por si fueran poco el despoblamiento y la meteorología adversa, también en el «Codex Calistinus», a causa de la barbarie de los vascos y la fuerza de los ríos. Dejemos este ilusorio camino oriental como fantasía del gremio hostelero y centrémonos en los verdaderos caminos.

Es muy conocida y repetida la letrilla francesa que advierte a los peregrinos que quien va a Santiago y no al Salvador (a San Salvador de Asturias, como figura en la «Farce de Maître Pathelin», del s. XV, una de las primeras piezas del teatro francés), hace una visita al criado y pasa de largo ante la casa del Señor.

La estatua del Salvador en la Catedral de Oviedo, según la describe Álvarez Amandi, está como adherida a una de las columnas torales del templo, y según el autor, fue pintada «modernamente», calculamos a finales del siglo XIX, «con colores harto chillones»: «Esta estatua, tosca no poco como obra de arte, es cuando menos coetánea de los orígenes del moderno templo, ya que no se la suponga anterior al siglo XV: tiene cerca de dos metros de alta y descansa sobre un sencillo pedestal, en cuya corona se ven esculpidas unas conchas, símbolo todavía hoy del romero o peregrino. Indican, a no dudarlo, la remota tradición de este templo, tan visitado en los siglos medios por extranjeros y españoles durante todo el año; y es bien seguro que el primer impulso de unos y otros al penetrar en la Catedral sería postrarse ante el Salvador y darle gracias por el feliz término de un viaje, entonces lleno de dificultades, para después pasar devotos a la Cámara Santa a adorar las reliquias».

El templo, la «Sancta Ovetensis», se encontraba bajo la advocación del Salvador del Mundo y en ella se veneraban algunas de las reliquias más famosas de la cristiandad. El prestigio de los templos se fundamentaba en la santidad y variedad de sus reliquias. Los peregrinos que en León se desviaban hacia el Norte por el puerto de Pajares para no pasar de largo ante la casa del Salvador, lo hacían por postrarse ante las reliquias famosas que habían llegado desde Jerusalén en el Arca Santa de modo parecido al de Santiago: en una nave sin timón. Los peregrinos entraban en la ciudad por el barrio de San Lázaro, que toma su nombre de un hospital de malatos o malatería anterior al siglo XII. El nombre de Malatería pervive aún en esa parte de la ciudad. Lo que empezó llamándose San Lázaro o Cervielles se llamaría más tarde San Lázaro del Camino o de Entrecaminos. No es éste el único San Lázaro de Oviedo: a la salida hacia Galicia por la antigua ruta, se encuentra San Lázaro de Paniceres, más allá del barrio de la Argañosa.

La entrada de los peregrinos se hacía, como es natural, viniendo de Pajares, por la Puerta Nueva que da paso a la calle Magdalena, y marchaban por Cimadevilla y la Rúa hasta la Catedral. «La llegada de las caravanas de peregrinos debió ser día extraordinario en las vidas monótonas de los habitantes de la antigua ciudad de Oviedo, cuya población no excedía en el siglo XIII de novecientos habitantes -escribe Walter Starkie en su animado relato de las peregrinaciones al sepulcro del Apóstol-. La peregrinación a la Cámara Santa era el único acontecimiento del año que unía Oviedo al mundo exterior y que daba prestigio a su Catedral y la fama de que se llamase Sancta Ovetensis».

Otra huella del paso de los peregrinos es la calle Gascona, cuyo nombre alude a la Gascuña, la antigua provincia de Francia de la que procedían, según Tolivar Faes, los franceses de diversos oficios establecidos en Oviedo para suplir a los vecinos que se encontraban fuera lidiando contra los moros. Tales artesanos se agruparían en aquel barrio, al que, continúa Tolivar, «irían a parar también los no escasos peregrinos franceses que, camino de Santiago, derivaban a Oviedo para visitar en el templo de San Miguel la Cámara Santa de las Reliquias. Sirva de ejemplo de esta relación que Oviedo mantenía con Francia en el siglo XIII un documento de 1274 por el que se vende, en la calleja del Socastiello, una casa que limitaba con el corral de San Juan y con otra de María Guillermiz morador enna Rochela».

Sin duda se trataba de un antecesor de la importante emigración de franceses y belgas que tiene como destino Oviedo y Asturias, coincidiendo con los inicios del industrialismo, de las fábricas de armamento y de la minería en la región. Y el monasterio de Santa María de la Vega, fundado en 1143 por doña Gontrodo, «la contrita maiga del conquistador de Almería», según don Juan Uría Riu, seguía la observancia francesa de Fontevrolt por primera vez en España.

Los viajeros y peregrinos procedentes del Oriente, y que como se ha señalado era peregrinación poco significativa, llegaban por Colloto y Cerdeño. «La entrada en la ciudad se hacía, en la época barroca, por la puerta llamada de la Noceda, próxima al antiguo convento de las benedictinas de San Pelayo -escribe Uría-, desde donde los peregrinos iban por delante del de San Vicente a salir a la plaza del Obispo, para entrar en la Cámara Santa por la puerta que se abre al crucero meridional de la Catedral».

La Nueva España · 27 junio 2010