Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

Bordeando el mar

Seguir la línea de la costa debía de ser más fácil para los peregrinos que remontar las montañas de Allande y de Grandas de Salime

«A partir de La Espina existían dos itinerarios diferentes para llegar a Santiago -escribe Uría-, continuaba a Tineo, Allande y Salime, para salir a la Puebla de Burón y Lugo; el otro día iba a ganar las proximidades de la costa por el valle que forman los ríos Ore y Canero, para llegar a la localidad que lleva también este último nombre, y en donde enlaza con el Camino que venía de Pravia, por Cudillero y Soto de Luiña».

Los dos caminos eran malos y accidentados, pero seguir la línea de la costa debía de ser más fácil que remontar las montañas de Allande y Grandas de Salime. Desde La Espina el camino desciende, vertiginosamente, por El Pontigón, Brieves y Trevías hasta Canero, donde enlaza con la ruta que venía de Pravia, seguida hace más de medio siglo por Walter Starkie, el escritor irlandés, autor de un libro curioso y pintoresco sobre las peregrinaciones al sepulcro del Apóstol. Es notable constatar que los viajeros modernos por España, peregrinando a Santiago como Starkie o siguiendo a toreros como Jean Cau en «Las orejas y el rabo» y Hemingway en «El verano peligroso», incurren en más ingenuidades y bobadas que sus antecesores de la época de la Ilustración y del siglo XIV. Starkie, en Muros de Nalón, recuerda el paso de Borrow, que allí escuchó la historia de un ruso misterioso y su gigantesco criado, y bajando hasta Cudillero encuentra a un vaqueiro que tenía una granja en los montes de Somiedo, lo que le permite disertar sobre las «razas nómadas», entre las que incluye también a los agotes y a los maragatos. Poco antes se había detenido a fantasear sobre las xanas, a las que identifica con las valquirias y las «bansdhees». De vez en cuando le llevan en coche, pero aun así avanza poco, y el orondo irlandés lo pasa muy bien deteniéndose a comer y charlar, y cree todo lo que le cuentan.

Nosotros descendemos a Cudillero con más rapidez (vamos en coche). El antiguo enclave vikingo, que no se ve desde tierra ni desde el mar (Starkie lo denomina «la población oculta»), nos absorbe por una larga calle estrecha que termina en la hermosa plaza dominada por el anfiteatro de la Fuente del Canto, con sus casitas marineras, diminutas y pintadas con colores alegres, escalonadas unas sobre otras. Víctor de la Serna afirmaba que en Cudillero todo está cuesta arriba, no es llano ni el comedor de la casa del cura.

Tomamos una cerveza con el alcalde, que está muy interesado en reivindicar los viejos bares-tienda, hoy en vías de extinción, y a los que Cándido Riesgo dedicó hace años un artículo casi elegíaco. Cudillero es para mí uno de los lugares más agradables que existen: aunque no se vea, no paso por delante sin desviarme para hacerle una visita. También lo era para Starkie, que confiesa que es «uno de mis lugares favoritos de refugio en España.

En Artedo, el camino desciende con el mar y la Concha a la vista entre los troncos de los árboles. A mitad de él se encuentra el restaurante Mariño, uno de los mejores de todo el camino, sin ningún género de dudas. Si es la hora de comer, yo aconsejaría a los peregrinos que no perdieran esa oportunidad; pues no crean que van a encontrar muchos establecimientos que los igualen. El comedor, con los ventanales abiertos al mar y al horizonte, y por detrás hacia los bosques y montes de las Luiñas, ofrece uno de los mejores paisajes de Asturias. El cielo está azul, el mar claro y limpio, y cerca de la playa se distinguen bajo las aguas masas de ocle. Comemos almejas a la marinera, soja de pescado, concentrada y sabrosa, y una merluza tan fresca que seguramente aquella misma mañana estaba en el mar. La merluza, si es buena y fresca, como ésta, vale por sí misma, sin necesidades de aditamentos ni barroquismos. La mejor preparación es a la romana, con un poco de mayonesa o limón: si es tan buena como la que estoy describiendo, sobran la mayonesa y el limón.

Abajo, propiamente en la Concha de Artedo, está la capilla de la Magdalena. El camino, bastante empinado, sube a Lamuño, Mumayor, Beiciella y San Martín de Luiña, en cuya magnífica iglesia del siglo XVII, de tres naves, hay labrada en el suelo la famosa prohibición: «No pasan de aquí a oír misa los vaqueros». San Martín de Luiña se encuentra en el valle y es población ganadera. El camino vuelve a dirigirse al norte para alcanzar Soto de Luiña, donde había hospital de peregrinos al lado de la iglesia, cuya construcción data de 1712, y más tarde transformado en casa rectoral. Del paso de peregrinos por el concejo de Cudillero queda una leyenda recogida por Juan Luis Álvarez del Busto. Un día de otoño y lluvia pasó al atardecer por una aldea un peregrino chorreando agua. Las mujeres se rieron de su aspecto; el peregrino quiso hablar, pero las risas no se lo permitieron. Entonces entró en una casa en la que había un niño en la cuna y con los dedos le trazó una cruz en la frente. La Cruz no se le borró en toda su vida, que fue larga, tranquila, piadosa, guiada por una casi mágica devoción a Santiago.

A partir de Soto de Luiña la carretera asciende entre curvas y bosques, hay bastantes eucaliptos. Arriba están Albuerne y Novellana, pueblo grande, extendido, con hermosas hortensias; huele a hierba segada. Luego, Castañeras, con hórreos entre el caserío. La carretera desciende entre verdor. Vuelve a ascender hasta Santa Marina, con casas separadas unas de otras, palmeras y hórreos sobre plataformas. A la izquierda, en un prado, queda la pensión Prada, en una buena casa de arquitectura indiana. La carretera desciende y vuelve a ascender, como oleaje, en sucesión de colinas, con los pueblos encima. Ballota es un pueblo extendido y llano. Según Borrow, su nombre obedece a que las colinas que acabamos de atravesar son parecidas a bellotas; no sé en qué. En Ballota edificaron buenas casas, chalés con palmeras y hórreos, uno muy bueno a la salida, y sobresale una casa de piedra gris y cobertura de pizarra. Después de una zona de bosques, de pinares y eucaliptos está Tablico, con pocas casas, dos hórreos en ruinas y una capilla con velas encendidas. A nuestra derecha se ve el mar blanco confundiéndose con el cielo plomizo.

En Ribón desciende la carretera entre eucaliptos enormes y ríos cubiertos por la maleza y al fin entramos en Cadavedo, donde coexisten la teja y la pizarra. Un indicador señala hacia Brieves y Trevías, arteria desgajada del camino que baja de La Espina. Casi inmediato se encuentra Villademoros y en Querúas ya se impone la cobertura de pizarra, tanto en las viviendas como en los hórreos. Descendemos por una gran curva hacia un valle interior con vacas pastando y al fin estamos en Canero, donde desemboca la carretera que viene de La Espina. La rotonda le da un cierto aspecto de tierra quemada por la carretera. Borrow vio aquí un «profundo y romántico valle entre peñascos, sombreado de castaños». Nada queda de aquello.

En Barcia predomina la pizarra. El lugar perteneció a la Orden de Santiago, que tuvo un hospital de peregrinos. Una desviación desciende a la hondonada de Luarca, en la que hubo hospital de peregrinos fundado en 1440. El pueblo siguiente, otra vez en alto, se llama Santiago, de inequívoco eco jacobeo. La iglesia de una torre terminada en una aguja puntiaguda es similar a la de otros lugares del trayecto hasta la raya del Eo: así son las iglesias de Otur (con cobertura de teja en la aguja), Piñera y Campos. Comienza la gran recta de Otur. El pueblo se extiende a lo largo de la carretera. Aquí hicieron parada y fonda viajeros como Manier (que anota el nombre del lugar como «Autour», y Montigny, que lo transcribe «Thou». Ellos sí que sabían. En Otur se encuentra uno de los mejores y más legendarios restaurantes del norte, y por tanto del camino, Casa Consuelo. La peregrinación es de carácter espiritual, pero no está reñida con ciertas alegrías del cuerpo que rozan lo espiritual. Cenamos una crema de nécoras que prepara el ánimo para un soberbio, delicado, casi elemental lenguado, pieza mayor del mar. Después de este lenguado, poco se puede decir sobre los secretos de la cocina. El secreto está en la calidad extraordinaria de la pieza y en saber aprovecharla, como hace Mary.

Al día siguiente pasamos por Villapedre, con su iglesia de torre puntiaguda en la que se venera un Santiago matamoros a caballo que antes estuvo en el hospital de Luarca, y el cementerio de la calle principal, como si fuera una vivienda más. Por Piñera y Villaoril entramos en Navia, villa siempre agradable y acogedora. Después Cartavio, La Caridad: una llanura se extiende desde las colinas arboladas hasta el mar. Inevitable desviarse a Tapia de Casariego. Aparecen nombres literarios: Barres (por Maurice Barres) y Roda (por Alexandra Roda Roda). En Figueras reposa y lee a Ángel González y Saramago el entrañable y viejo amigo de Antonio Masip. De otra casa cercana al pueblo llega el hedor de libros sin abrir: cómo huelen a polvo los libros cuanto se amontonan y no se leen.

La Nueva España · 18 julio 2010