Ignacio Gracia Noriega
Por el viejo reino de Galicia
Tras cruzar el río Masma se baja hasta Mondoñedo en una hondonada con dos colinas detrás, por donde asoman montes cubiertos de bosques y de niebla
El puente de los Santos abre una perspectiva espectacular de mar y valles de interior, y villas ribereñas. Desde Figueras sube el tufo de libros amontonados, polvorientos y no leídos; más abajo está Castropol, al fondo Vegadeo y en la otra orilla, Ribadeo, donde hubo un hospital dedicado a Sebastián, dependiente del obispado de Mondoñedo (cuya sede fue en esta villa ribereña y costera a fines del siglo XII). Los obispos de Mondoñedo cobraron portazgo y tenían la facultad de hacer salinas en el puerto de Ribadeo hasta mediados del siglo XIV. El hospital de San Sebastián ofrecía a mediados del siglo XVI veinte camas y capilla, pero llovía dentro y no había presupuesto para leña.
A la salida de Ribadeo hubo, hacia Obe, una malateria de San Lázaro en el lugar al que le quedó el nombre de Mañatos, una capilla de San Roque próxima, y otra dedicada a la Virgen del Camino en dirección a Vivero. Más adelante, en Nuestra Señora da Ponte, parroquia de Arante, el canónigo de Mondoñedo Juan Marqués fundó, a mediados del siglo XVI, un hospital de San Andrés, que proporcionaba socorro de cama, casa, luz y leña.
La autopista, socializante y laica, aparta del camino a quien lo hace en vehículo automóvil, por lo que es preciso ir atento para no sucumbir a esa tentación del demonio de la modernidad. Sin padecer estos problemas, Manier menciona en su itinerario San Pedro de Rente y San Justo de Cabarcos y finalmente Villanueva de Lorenzana, con su enorme monasterio benedictino y su iglesia de fachada de siglo XVIII con cristalera y dos escudos en medio relieve rematados por coronas condales que, según algún erudito comparativo, sirvió de modelo a la del Obradoiro. Tras cruzar el río Masma se baja hasta Mondoñedo, en una hondonada con dos colinas detrás, y tras ellas asoman otros montes cubiertos de bosques y de niebla. Destacan, sobre el caserío de teja de pizarra, las torres de la Catedral, y en un monte, enfrente, la torre de otra iglesia a mitad de la ladera.
Se entra a la antigua ciudad episcopal por calles estrechas sin aceras, con casas pequeñas y blancas, de dos pisos a lo sumo: luego se pasa a una zona adoquinada con la magnífica fuente renacentista frente al sobrio y enorme Seminario diocesano, un poco escurialense. A pocos pasos está la plaza de la Catedral, el centro urbano al que se dirigen todos los pasos, con una parte de soportales frente al templo, y otra más elevada, donde le cortaron la cabeza al mariscal Pardo de Cela, aquel bárbaro turbulento que durante la represión de la revuelta de los irmandiños quería ahorcarlos a todos hasta que su suegro, el conde de Lemos, le puso coto con la objeción razonable: «¿Y entonces quién trabajará los campos?». Más tarde, el mariscal se levantó contra los Reyes Católicos y le cortaron la cabeza, motivo por el cual los separatistas galaicos le otorgaron el honor de situarle entre sus ancestros, como paladín de las libertades galegas. Para el separatismo todo vale, y se admiten toda clase de aliados. La cabeza del mariscal rodó plaza abajo, gritando: «¡Credo! ¡Credo! ¡Credo!». Esto lo contaba Álvaro Cunqueiro, que vivía en la plaza, aunque no en la misma época, claro es.
La catedral tiene un rosetón de mucho efecto y dos torres, y los canónigos son muy antipáticos, pero a fin de cuentas están en su casa. Ante 1a gran puerta se pasea el mago Merlín con capa, sombrero de copa puntiaguda y báculo rematado por la talla de un búho, signo de la sabiduría. Camina a pasos cortos, incesantes. Me dice:
—Mondoñedo es un lugar de sorpresas -y añade, melancólico-. Pero por el invierno es muy aburrido.
Unos turistas madrileños, a los que los canónigos no dejaron entrar en el templo porque estaban diciendo misa, le preguntan si es el sacristán, y él, sin ofenderse, contesta que es el mago Merlín de Cunqueiro, y señala hacia arriba, hacia donde está Cunqueiro en estatua sentado en un banco, más o menos donde descabezaron a Pardo de Cela. Los madrileños no saben quién es Cunqueiro y quedan desconcertados. Al Cunqueiro estatuario le quitaron las gafas, lo mismo que a Woody Allen en Oviedo. Pero allí está en su pueblo, viendo pasar el tiempo y las palomas.
La Catedral tiene el órgano en medio y murales descriptivos. Algunos de sus obispos fueron mágicos y otros imaginativos. San Gonzalo dispersó una flota de vikingos rezando avemarías y fray Antonio de Guevara era un erudito y escritor formidable, que lo que no podía documentar lo inventaba. Cunqueiro le llamaba «mi obispo». Verdaderamente, no pudo tener obispo mejor.
En una casa de la calleja que va de la Catedral al Seminario nació Pascual Veiga (1842-1906), el autor de «Alborada gallega». La plaza del Seminario está llena de autobuses y de peregrinos, pero viniendo de la Catedral se le aprecia poco carácter. Se escucha hablar en español, aunque no sea lo políticamente correcto. Se conoce que les resulta más fácil a los mindunienses y pueden decir más cosas. La exaltación de las «lenguas del lugar» no se hace tanto para reafirmarse en su aldea como para sentirse extranjeros en España.
Subimos para salir a la carretera general. Fuera de ella se encuentra Sandonigas, en terreno arbolado y llano, con pastos y plantaciones de grelos y lomas a lo lejos. Pasamos el río Gontán; se suceden casas cuadradas de tejados de pizarra, todas iguales. A pocos metros se despliega Abadín a ambos lados de la carretera, y entramos en un valle abierto, boscoso, de lejanos horizontes, como si fuera Castilla. Siguen Castromayor y Martiñán en una gran recta, con molinos eólicos inmóviles sobre las lomas. Esto de las energías alternativas será muy higiénico y conveniente pero si no sopla el viento, no hay nada que hacer.
Los coches con los que cruzamos nos dan luces para indicarnos que la Guardia Civil anda activa por los alrededores. ¿Se puede hablar de «destellos solidarios», ahora que hay bolígrafos solidarios y colchones solidarios? Yo creo que sí, porque evitar una multa a un compatriota es más solidario que financiar el bilingüismo entre los jíbaros. Vemos un coche volcado kilómetros adelante y una mujer de aspecto más desconcertado que herido sentada sobre el asfalto. La Guardia Civil nos ordena continuar.
A Carral le sucede Goiriz, mencionado en el itinerario de Manier, con cigüeñas en el campanario de la iglesia, cómodamente instaladas en un nido enorme. A la salida comienza la interminable recta que acaba poco antes de entrar en Villalba, pueblo grande, constituido por una larga calle recta, con casas tipo barriada que dan paso a otras con más aspecto de centro urbano. Al final la calle se divide en dos brazos, hacia Lugo y hacia Santiago. Descendemos para echarle un vistazo a la robusta torre de los Andrade. Un coche lleno de tatuados con camisetas negras se detiene a la altura.
—¿Dónde queda el monumento a Fraga? -me preguntan. Confieso que no lo sé.
Sin duda me preguntaron porque llevo corbata.
Los pueblos de la carretera hacia Santiago son Alba, Torre, Pigara, Baamonde y Guitiriz, otro pueblo de calle larga, incolora, de casas bajas sin personalidad y una ermita a la salida. Manier menciona los ríos Ladra y Parga y las localidades Miraz, Sobrado y Santa María de Gonzar, todas ellas fuera de la carretera, anotando Uría que «no debía de ser éste el único itinerario, pues en esta parte de Galicia hay muchos caminos».
A partir de Guitiriz comienza otra larga recta, con árboles a ambos lados, y pasamos sobre los ríos Mandeo y Tambre: entre ambos está Sesmonde. Después Marquiño, Gradarnil y Santiso, donde ya aparece una hostelería apreciable. Nos detenemos en un restaurante grande, a la salida, con comedor amplio. La mayoría de los comensales son del pueblo o de los alrededores, la familiaridad con que los tratan los camareros. Pido caldo gallego, pero me dicen que como hace calor, no lo hicieron. Lo encuentro absurdo: es como si en Asturias dejaran de hacer fabada, que se vende tanto por el verano como por el invierno, por el mismo motivo. Los demás ofrecimientos de la carta eran menos atractivos; lo mejor, las patatinas redondas que servían de guarnición a una carne asada cortada muy gorda y seca.
En Lavacolla hay más hostelería con aparcamiento; uno de los establecimientos se llama Utreya, nombre muy adecuado. A la salida, árboles, maleza y lechos. En San Marcos predominan las naves industriales y, descendiendo, aparece Santiago de Compostela en la llanura, y sobresalen por encima de los tejados las torres de la Catedral.
La Nueva España · 25 julio 2010