Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

A Grandas de Salime por el puerto del Palo

En Berducedo se inicia el descenso hacia la villa y cambia el paisaje, queda atrás la sierra solemne y nos acercamos al embalse, con ruinas alrededor que le dan un aire extraño

Los peregrinos que recorrían la sierra de Fonfarsón no se desviaban a Pola de Allande si iban provistos de provisiones. Antes había un manantial que ahora está seco y embarrado; Manuel Otero no sabe a qué se debe esta pérdida. Desde el alto de La Mata, de 1.120 metros, se sale a Montefurado, la primera aldea al otro lado del puerto.

Por carretera se sube hacia el puerto del Palo por El Mazo y Peñaseitas, donde se encuentra el bar Viña. Aquí conocí, hace ya muchos años y comiendo un cabrito, a mi buen amigo Manuel Mesa Peiga, gran entendido en cigarros puros dominicanos. Los nombres de El Mazo y Viñas parecen evocar antiguas dependencias monásticas. Los mazos constatan las antiguas ferrerías de los monasterios y existen lugares denominados El Mazo a lo largo de toda la geografía astur. Viñas o La Viña remiten al vino, elemento indispensable del rito de la misa. Un clarividente (de ser de esta época, Z le habría contratado como asesor del «cambio climático») aseguraba que el cristianismo no tenía posibilidad de universalizarse porque el trigo y la vid no se producen en todo el planeta. No fue inconveniente para que los cristianos los llevaran hasta los más apartados rincones, porque sin pan ni vino no se puede consagrar. Los romanos difundieron la vid por el mundo civilizado y los cristianos por el incivilizado: dos grandes empresas civilizadoras.

El puerto del Palo, de 1.146, abre sus ventanales a uno de los paisajes más impresionantes que se pueden contemplar en Asturias: grandes extensiones deshabitadas, colinas y montañas sucediéndose escalonadamente hasta desvanecerse en los azules del Norte. No se divisan casas ni árboles: solo brezo, viento, vacas y silencio.

Montefurado está abajo, con sus berzas y pizarras. Las casas son de piedra, de alta montaña, y la diminuta capilla de Santiago, encima de la carretera, se encuentra en un prado al que han cerrado el acceso. El paisaje continúa siendo tan imponente como el del puerto. Muy abajo, en el fondo de un valle profundo, se distinguen Castanedo y algunas vacas, no mayores que moscas en la lejanía, y en la ladera se ve Berducedo a lo lejos. Los montes pardos y redondeados están surcados por pistas de repoblación, como muescas en la superficie de madera de una tabla.

Un poco más abajo aparece Lago, a 900 metros sobre el mar. Manuel Otero indica que se puede contemplar, en el fondo de la montaña, «el río del Oro y un paisaje impresionante». El gran atractivo de Lago es el gran tejo: para llegar a él hormigonaron una caleya. A la entrada hay un fresno enorme, de muchas ramas, y una magnífica panera con tejado de pizarra, y a la salida el bar Casa Serafín, parada del Alsa, en la tradición de las antiguas postas. Pero hoy está cerrado porque los dueños fueron a una boda, me dice uno de los dueños de la panera. Son dos hermanos que viven en Oviedo, en Olivares, cerca de La Gruta. El pueblo celebra la festividad de Nuestra Señora de las Nieves.

—¿No tienen bastante nieve en invierno para celebrarla por el verano?, pregunto.

Ellos reconocen que sí, que cuando se pone a nevar lo hace en serio, aunque antes nevaba más que ahora. Los hospitaleros de Montefurado (donde el hospital tenía inevitable importancia, porque era el primero al otro lado del puerto), debían dar tres gritos por las noches y clavar estacas para guiar a los peregrinos durante las nevadas. Les propongo hacerles una fotografía junto a la panera y al principio se resisten un poco:

—Así, como estamos vestidos...

—No se preocupen. Ahora hasta los ministros visten de manera informal -les digo.

En Montefurado vive un solo vecino; en Lago, estos dos hermanos (cuando no están en Olivares), los del bar (cuando no están de boda) y otro vecino que está trabajando en la cuadra. Los dos hermanos me despiden muy amablemente, quedando en estar muy atentos al periódico, por si sale publicada su fotografía.

Berducedo ya es un pueblo importante, con tres bares y muy animado. En las terrazas hay gente joven haciendo tertulia y medio desnudos, como si estuvieran en la playa. Son cosas de la época. Antes se consideraba que ir vestido era señal de civilización, ahora que andar desnudo es señal de modernidad. Siempre barrunté que la modernidad es lo contrario de la civilización, su tenaz enemiga. Dentro de uno de los bares, sentados en una mesa, una pareja de ingleses, ambos de calzón corto (él, seco como tasajo, de barba blanca recortada en redondo; ella, delgada y fuerte como una estaca, los dos de mediana estatura) comen patatas fritas y beben cerveza. Debe ser poco apetecible comer patatas fritas, saladas y grasientas, una tarde como ésta en la que pega el sol, pero Dios me libre de criticar las formas de viajar de un inglés. Aunque Richard Ford y Joseph Towsend ofrecen instrucciones para viajar por España, lord Byron lo hacía con ocas (tan jacobeas, por otra parte) y William Beckford con gran acompañamiento de criados y alfombras, evidentemente los tiempos cambiaron.

En Berducedo se inicia el descenso hacia Grandas de Salime, y cambia el paisaje. Dejamos atrás la sierra profunda, inmensa y solemne, despojada de todo lo que no sea soledad y silencio. Casi sentimos el latido de aquella canción que Salvador de Madariaga consideraba digna de Shakespeare; y es que las letras de muchas canciones asturianas, en español, naturalmente, son de altísima poesía:

¡Ay!, qué noche tan profunda que no tiene movimiento.
¡Ay!, quien pudiera tener tan sereno el pensamiento.

Ya en el valle, se siente la nostalgia de la majestad de la sierra, no alterada por el tiempo aunque sí por la pecadora mano del hombre, que llenó esas grandiosas alturas de parques eólicos. Mi amigo Manuel Otero Menéndez, en su muy útil guía del camino primitivo, editada por los Amigos del Camino de Santiago Astur Galaico del Interior de Tineo, lo lamenta también: «Dicen que (son) muy necesarios, pero a mí me parece que han dado una «fatal bofetada» al paisaje». Y «fatal bofetada» lo escribe con mayúsculas.

En Berducedo podemos desviarnos al valle del Valledor o Valle del Oro, hasta San Martín del Valledor, donde se mantiene en pie una torre del siglo XVI. San Martín es el topónimo que más se repite en Asturias: se encuentra en todas partes, en las montañas, en los valles del interior, en las costas: como si por aquí hubiera pasado el antiguo legionario romano y posterior obispo de Tours una noche de nevada, dividiendo su capa con la espada para tapar a peregrinos desvalidos. Una capa que, como la calderilla del Judío Errante, no se agota nunca, pues siempre estaría dividida en dos mitades. Pero nos apartaríamos del camino.

Las cunetas se llenan de árboles y el camino de curvas. En una curva, entre los troncos de los árboles, vemos un recodo muy pequeño y muy abajo del río Navia, negro y lento. Todavía se ha de descender un trecho hasta divisar el embalse, con sus construcciones de hormigón, casas como cuarteles abandonados, silos inmensos y castilletes en ruinas colgando del monte. Parece una población extraña, de otra época y otro lugar, fuera de contexto. Cruzamos el río que se embalsa y ensancha y ascendemos para luego descender hasta Grandas de Salime.

En la primera casa de Grandas ha vuelto a abrir Pepe el Ferreiro su ferrería. Allí está, con su barba y su boina, sosegado y en cierto modo contento, pues vuelve a su antigua profesión. No perdió la maestría en el oficio y se arregló la dentadura. Forja un clavo para regalárselo a mi mujer («trae buena suerte») y habla de las cosas del mundo con tranquilidad y elegante escepticismo. Pepe ya es un clásico: está por encima de las cosas pequeñas. Lo suyo es el fuego y el hierro. Es un Hefesto rústico, aunque en este mundo de ahora no hay Olimpo, sino políticos golfos (como él les llamó a la cara, y pagó por ello).

De los balcones de las casas cuelga su fotografía y su saludo que se ha convertido en consigna: «Haxa salud». Y según se enfoca hacia el centro de la población, una gran pancarta: «El Museo es Pepe el Ferreiro». Las calles están regadas de octavillas contra el Alcalde: «Si el odio fuera dinero, Revilla sería banquero». Otros versos son peores.

Antes en Grandas se comía bien en la Fonda Nueva y la Arreigada: permanece abierta la última. El Café de Jaime es un gran café, digno de una capital, y Jaime un hombre amable, servicial y eficiente. La iglesia de San Salvador, ocupando el centro de la villa, es magnífica. La rodea un pórtico de arquería en el que se encuentran dos sepulcros empotrados; lástima que el lugar se aproveche para hacer aguas menores. La torre, la portada románica, las puertas de roble con herrajes merecen más cuidado y respeto.

La Nueva España · 15 agosto 2010